martes, 1 de mayo de 2018

Dulce Tentación: Capítulo 32

Pedro miró a Paula y los dos soltaron una carcajada al pensar en Mariana.

—Me alegro de poder ayudar, así que a mí no me hace falta un regalo. Después de lo que Caro y Pablo  hicieron por mí, estoy encantada echándoles una mano.

—¿Por qué dices eso?

Paula lo miró, muy seria.

—¿Qué te ha contado Caro sobre mi... accidente?

—Nada. Nunca me ha dicho una palabra.

—Hace  dos  años  yo  trabajaba  en  Chicago  y,  una  noche,  entré  en  la  tienda  que  había debajo de mi casa para comprar unas cosas que me faltaban. Lamentablemente, el  destino  apareció  en  forma  de  un  descerebrado  de  diecisiete  años  que  estaba  atracando la tienda como ceremonia de iniciación para pertenecer a una pandilla de delincuentes juveniles. Yo entré y él me disparó, así de sencillo. Desperté en la cama de  un  hospital  con  Pablo y  tu  hermana  haciendo  turnos  para  cuidarme  durante  un  mes.

Pedro la  tomó  por  la  cintura,  empujando  suavemente  su  cabeza  para  apoyarla  en su hombro.

—Lo siento, Paula. No puedo ni imaginar lo que tuviste que sufrir. Y siento que hayas tenido que hablar de ello.

—No  pasa  nada.  Ocurrió  y  yo  no  puedo  cambiarlo.  Además,  fue  cosa  del  destino. Si no hubiera recibido ese disparo, jamás habría vuelto a Londres.

—No lo entiendo. ¿Por qué Caro no me ha contado nada?

—Yo  le  pedí  que  no  se  lo  contase  a  nadie.  Entonces  lo  pasé  muy  mal  y  tu  hermana  estuvo  a  mi  lado  para  ayudarme.  Y  también  me  ayudó  mucho  cuando  decidí  dejar  mi  trabajo  y  convertirme  en  pastelera  en  lugar  de  seguir  siendo  una  aburrida ejecutiva. Con perdón.

Pedro sonrió.

—¿Y cómo estás ahora? ¿Qué te han dicho los médicos?

—Que  estás  mirando  a  una  chica  muy  afortunada.  Un  centímetro  más  a  la  izquierda y... no lo habría contado. Pero me he recuperado por completo. Aparte del estrés postraumático, naturalmente —Paula se rió, pero su risa sonó hueca.

—De  modo  que  no  te  hacen  falta  regalos,  muy  bien.  ¿Aceptarías  un  regalo  personal del hermano de la novia?

—No.

—Pues  me  temo  que  podría  haber  hecho  algo...  en  fin,  digamos  que  un  poco irreflexivo.

—¿Y no va a gustarme nada?

—Tú conoces a Francisco Richards, ¿Verdad?

—¿El chófer de las estrellas? —sonrió Paula—. Pues claro que lo conozco.

—No  te  enfades,  pero  le  mencioné  a  Francisco  que  había  una  señorita  muy  simpática llamada Hannah que necesitaba ciertas atenciones.

Ella lo miró, perpleja.

—¿Hannah, mi furgoneta de reparto?

—La misma —asintió Pedro—. Por supuesto, él no tocaría nada sin tu permiso, pero dijo que le echaría un vistazo para hacerse una idea de lo que le pasaba.

—¿Eso es todo, un vistazo?

Él asintió con la cabeza.

—La  verdad  es  que  sería  buena  idea.  Yo  confío  en  Francisco.  Sí,  muy  bien,  puede  revisar a Hannah... —Paula lo miró, achicando los ojos—. Ya lo ha hecho, ¿Verdad?

—Ya te he dicho que hice algo irreflexivo —sonrió Pedro—. Fran ha prometido llamarme esta noche para darme el informe.

—¿A tí? ¿Y por qué no me llama a mí?

—Porque  es  mi  regalo.  A  Hannah  le  van  a  hacer  un  lavado  de  cara,  una  liposucción, un estiramiento facial... de todo.

—¿Tú sabes lo que puede costar eso?

—Claro  que  lo  sé,  ya  te  he  dicho  que  solía  trabajar  en  su  taller.  Si  tuviera  tiempo,  probablemente  lo  haría  yo  mismo,  pero  Fran  lo  hará  estupendamente  —Pedro se  inclinó  hacia  delante  para  mirarla  a  los  ojos—.  No  quiero  ni  imaginar  a  la  pobre Hannah estacionada en la calle durante el invierno, oxidándose, haciéndose vieja hasta que sea demasiado tarde...

—Muy bien, muy bien, de acuerdo —lo interrumpió ella—. La mayoría de mis clientes  van  a  la  pastelería  a  buscar  los  pedidos,  pero  tengo  que  servir  a  algunos  restaurantes... Supongo que podría alquilar una furgoneta mientras Francisco se encarga de Hannah.

—Puedes  usar  mi  jeep  el  tiempo  que  quieras  —dijo  él,  sacando  una  llave  del  bolsillo—. Yo no lo necesito y Fran me ha dicho que no se puede vender porque no me darían nada. ¿Qué dices?

—Que gracias por tu amable oferta, pero no. Ya has sido más que generoso. De hecho, iba a pedirte un favor, pero ahora que vas a salvar a Hannah...

Pedro dejó caer las llaves en su bolso, encogiéndose de hombros.

—Las  llaves  están  ahí,  por  si  cambias  de  opinión.  Y  pídeme  el  favor  de  todas  formas.

Paula respiró profundamente.

—Tú te dedicas a la construcción, así que sabes de reformas y todo eso.

—Sí, claro. ¿Qué necesitas, un tejado nuevo? El tuyo no tiene buen aspecto, por cierto.

—No,  no,  es  para  Laura.  Su  madre  necesita  una  ducha  en  la  que  pueda  entrar  con  la  silla  de  ruedas  y  he  pensado  que  como  tú  tienes  tantos  contactos,  podrías  conseguirle una por poco dinero.

Pedro la miró, sacudiendo la cabeza.

—Eres  una  mujer  estupenda,  Paula Chaves.  Y  si  me  das  la  dirección,  habrá  un  equipo de Haywood y Alfonso en casa de Laura el lunes por la mañana.

—¿En serio?

—Ya está hecho.

Paula le echó los brazos al cuello y lo besó en la mejilla.

—Gracias. ¡Muchísimas gracias!

Luego  lo  soltó  tan  rápidamente  que  Pedro estuvo  punto de  caer  de  bruces.  Y  sólo  pudo  quedarse  mirándola  mientras  sacaba  una  libreta  del  bolso  para  anotar  la  dirección  de  Laura.  Pero  no  podía  dejar  de  preguntarse  qué  le  habría  dado  si  le  hubiera ofrecido una nueva cocina, por ejemplo.

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