—Me alegro de poder ayudar, así que a mí no me hace falta un regalo. Después de lo que Caro y Pablo hicieron por mí, estoy encantada echándoles una mano.
—¿Por qué dices eso?
Paula lo miró, muy seria.
—¿Qué te ha contado Caro sobre mi... accidente?
—Nada. Nunca me ha dicho una palabra.
—Hace dos años yo trabajaba en Chicago y, una noche, entré en la tienda que había debajo de mi casa para comprar unas cosas que me faltaban. Lamentablemente, el destino apareció en forma de un descerebrado de diecisiete años que estaba atracando la tienda como ceremonia de iniciación para pertenecer a una pandilla de delincuentes juveniles. Yo entré y él me disparó, así de sencillo. Desperté en la cama de un hospital con Pablo y tu hermana haciendo turnos para cuidarme durante un mes.
Pedro la tomó por la cintura, empujando suavemente su cabeza para apoyarla en su hombro.
—Lo siento, Paula. No puedo ni imaginar lo que tuviste que sufrir. Y siento que hayas tenido que hablar de ello.
—No pasa nada. Ocurrió y yo no puedo cambiarlo. Además, fue cosa del destino. Si no hubiera recibido ese disparo, jamás habría vuelto a Londres.
—No lo entiendo. ¿Por qué Caro no me ha contado nada?
—Yo le pedí que no se lo contase a nadie. Entonces lo pasé muy mal y tu hermana estuvo a mi lado para ayudarme. Y también me ayudó mucho cuando decidí dejar mi trabajo y convertirme en pastelera en lugar de seguir siendo una aburrida ejecutiva. Con perdón.
Pedro sonrió.
—¿Y cómo estás ahora? ¿Qué te han dicho los médicos?
—Que estás mirando a una chica muy afortunada. Un centímetro más a la izquierda y... no lo habría contado. Pero me he recuperado por completo. Aparte del estrés postraumático, naturalmente —Paula se rió, pero su risa sonó hueca.
—De modo que no te hacen falta regalos, muy bien. ¿Aceptarías un regalo personal del hermano de la novia?
—No.
—Pues me temo que podría haber hecho algo... en fin, digamos que un poco irreflexivo.
—¿Y no va a gustarme nada?
—Tú conoces a Francisco Richards, ¿Verdad?
—¿El chófer de las estrellas? —sonrió Paula—. Pues claro que lo conozco.
—No te enfades, pero le mencioné a Francisco que había una señorita muy simpática llamada Hannah que necesitaba ciertas atenciones.
Ella lo miró, perpleja.
—¿Hannah, mi furgoneta de reparto?
—La misma —asintió Pedro—. Por supuesto, él no tocaría nada sin tu permiso, pero dijo que le echaría un vistazo para hacerse una idea de lo que le pasaba.
—¿Eso es todo, un vistazo?
Él asintió con la cabeza.
—La verdad es que sería buena idea. Yo confío en Francisco. Sí, muy bien, puede revisar a Hannah... —Paula lo miró, achicando los ojos—. Ya lo ha hecho, ¿Verdad?
—Ya te he dicho que hice algo irreflexivo —sonrió Pedro—. Fran ha prometido llamarme esta noche para darme el informe.
—¿A tí? ¿Y por qué no me llama a mí?
—Porque es mi regalo. A Hannah le van a hacer un lavado de cara, una liposucción, un estiramiento facial... de todo.
—¿Tú sabes lo que puede costar eso?
—Claro que lo sé, ya te he dicho que solía trabajar en su taller. Si tuviera tiempo, probablemente lo haría yo mismo, pero Fran lo hará estupendamente —Pedro se inclinó hacia delante para mirarla a los ojos—. No quiero ni imaginar a la pobre Hannah estacionada en la calle durante el invierno, oxidándose, haciéndose vieja hasta que sea demasiado tarde...
—Muy bien, muy bien, de acuerdo —lo interrumpió ella—. La mayoría de mis clientes van a la pastelería a buscar los pedidos, pero tengo que servir a algunos restaurantes... Supongo que podría alquilar una furgoneta mientras Francisco se encarga de Hannah.
—Puedes usar mi jeep el tiempo que quieras —dijo él, sacando una llave del bolsillo—. Yo no lo necesito y Fran me ha dicho que no se puede vender porque no me darían nada. ¿Qué dices?
—Que gracias por tu amable oferta, pero no. Ya has sido más que generoso. De hecho, iba a pedirte un favor, pero ahora que vas a salvar a Hannah...
Pedro dejó caer las llaves en su bolso, encogiéndose de hombros.
—Las llaves están ahí, por si cambias de opinión. Y pídeme el favor de todas formas.
Paula respiró profundamente.
—Tú te dedicas a la construcción, así que sabes de reformas y todo eso.
—Sí, claro. ¿Qué necesitas, un tejado nuevo? El tuyo no tiene buen aspecto, por cierto.
—No, no, es para Laura. Su madre necesita una ducha en la que pueda entrar con la silla de ruedas y he pensado que como tú tienes tantos contactos, podrías conseguirle una por poco dinero.
Pedro la miró, sacudiendo la cabeza.
—Eres una mujer estupenda, Paula Chaves. Y si me das la dirección, habrá un equipo de Haywood y Alfonso en casa de Laura el lunes por la mañana.
—¿En serio?
—Ya está hecho.
Paula le echó los brazos al cuello y lo besó en la mejilla.
—Gracias. ¡Muchísimas gracias!
Luego lo soltó tan rápidamente que Pedro estuvo punto de caer de bruces. Y sólo pudo quedarse mirándola mientras sacaba una libreta del bolso para anotar la dirección de Laura. Pero no podía dejar de preguntarse qué le habría dado si le hubiera ofrecido una nueva cocina, por ejemplo.
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