—Dime, Paula, ¿Qué puedo hacer por tí?
—Cuando nos conocimos, no me había dado cuenta de que teníamos intereses en común —indicó ella.
—Con eso de intereses en común… ¿Te refieres a que los dos queremos que el mercado latino sea una parte viva de la comunidad?
—Quiero asegurarme de que el propietario de cierto club nocturno no aplaste las raíces de la comunidad y la utilice para su propio beneficio.
—Supongo que no hablas llevada por los prejuicios…
—No. Sé muy bien la clase de hombre que eres. Mi abuelo dice que eres un diablo con pico de oro y que debo tener cuidado contigo.
—Paula, no debes temer nada de mí —dijo él—. Soy un hombre de negocios muy justo. De hecho, creo que a tu abuelo le gustará mucho mi última oferta.
—Envíamela y te haré llegar su respuesta.
—Ven a mi despacho para que podamos hablar de ello en persona.
Pedro se recostó en el asiento. Sabía cómo negociar. Tener a Paula allí en su terreno era el primer paso para conseguir lo que quería. Nadie podía rechazarlo una vez que empezaba a hablar. Nunca nadie se había negado a cerrar un trato con él una vez que había conseguido reunirse en persona.
—De acuerdo. ¿Cuándo?
—Hoy, si tienes tiempo.
—De acuerdo. Podemos ir a verte hoy —dijo ella tras unos momentos.
—¿Podemos?
—Mi abuelo y yo.
—Genial. Tengo muchas ganas de volver a ver a Alfredo.
—¿Y a mí? —preguntó ella.
—He pensado mucho en volverte a ver, la verdad.
Ella rió.
—Me dan ganas de creerte, pero sé que, para un empresario, los negocios son siempre lo primero.
Paula tenía razón, pensó Pedro. Tal vez, un día, él querría sentar la cabeza. Pero todavía no había llegado ese momento. Y, de todas maneras, no sería con ella.
Cuando ella rió de nuevo, Pedro pensó que le encantaba el sonido de su risa. Se dijo que sería prudente colgar antes de decir alguna inconveniencia más que pudiera poner en peligro el proyecto del centro comercial.
—Nos vemos luego, entonces. ¿Te parece bien a las dos en punto? —propuso él.—Allí estaremos —contestó ella y colgó.
Cuando Paula y su abuelo salieron para la reunión, sus parientes estaban empezando a llegar ya a la casa. Como ella llevaba fuera casi diez años, todo el clan Chaves había quedado para celebrar un gran festín en su honor.
Para Paula volver a casa significaba una gran barbacoa en el patio de sus abuelos,con más comensales de los que podían contarse. Ser una Chaves era un poco abrumador. Casi lo había olvidado. En parte,hacía diez años había salido huyendo de eso también. En Miami, todo el mundo laconocía, en Manhattan no era más que una persona más en la ciudad. Llevaba bajada la capota del Audi convertible que había alquilado. El sol lecalentaba la cabeza y el viento le revolvía el pelo mientras iban camino de la oficina de Pedro. Además, la capota boyada cumplía otra función. Hacía imposible cualquier conversación con su abuelo. Y necesitaba tiempo para pensar. Pedro Alfonso había coqueteado con ella, y sabía que tenía que mantener la cabeza fría para hablar con él.
—¿Pau?
—¿Sí?
—Te has pasado el desvío —indicó su abuelo.
—¡Vaya! No estaba prestando atención.
—¿Qué tienes en la cabeza?
—La reunión. Quiero asegurarme de que la abuela y tú reciban un trato justo.
—Lo vas a hacer muy bien, pocha.
Tras tomar el siguiente desvío, pronto llegaron al aparcamiento de las oficinas centrales de Luna Azul. El edificio era grande y moderno, pero no desentonaba en elbarrio. Al acercarse, Paula se dió cuenta de que no era de nueva construcción, sino remodelado. Entonces, pensó que más tarde investigaría sobre ello, para averiguar si lapresencia de los hermanos Alfonso había ayudado a revitalizar la zona.
—¿Estás listo, abuelo?
—¿Para qué?
—Para enfrentarte a Pedro.
—Claro que sí. He estado haciéndolo lo mejor que he podido, pero… te necesitábamos —repuso su abuelo.
Cuando entraron en el edificio, la recepcionista los recibió y les dió indicaciones para subir a la quinta planta, donde estaban los despachos de dirección.
—Hola, señor Chaves—saludó una bonita joven en la entrada.
—Hola, Micaela—saludó Alfredo—. ¿Cómo estás?
—Bien. Me han dicho que ha llamado a un abogado de primera, alguien que ha venido desde Manhattan.
—He traído a nuestra abogada. Ya era hora de que alguien se enfrentara al señor Pedro Alfonso en un plano de igualdad —señaló Alfredo.
Micaela rió y Paula sonrió. Ella pensaba que su abuelo podía negociar muy bien solo.¿Por qué la habría llamado?
—Soy Paula Chaves —se presentó ella, dando un paso al frente y tendiéndole la mano a la secretaria.
—Micaela Temple, la secretaria del señor Alfonso—repuso la otra mujer—. Encantada de conocerla. La reunión será en la sala de reuniones, al otro lado del pasillo. ¿Quieren algo de beber?
—Yo tomaré agua con gas —pidió Alfredo.
—Y yo —indicó Paula, y siguió a su abuelo a la sala de juntas.
Había un retrato de Pedro en la pared y de dos hombres que debían de ser sus hermanos. Se parecían mucho a él, sobre todo, en su fuerte mandíbula. Paula reconoció a Diego Alfonso, el hermano pequeño de Pedro y ex jugador de béisbol del NewYork Yankees. Su abuelo se sentó, pero ella dió una vuelta por la habitación y se detuvo delante de una maqueta del mercado de Calle Ocho.
—¿Has visto esto, abuelo?
Él meneó la cabeza, se levantó y se acercó a ella. El mercado cubano propiedad de sus abuelos había sido reemplazado por una franquicia de alimentación. Paula se puso furiosa.
—No puedo creerlo.
—¿No puedes creer qué? —preguntó Pedro, entrando en la sala.
Micaela apareció detrás de él, con una bandeja con Perrier y vasos con hielos.
—¿Es que te parece aceptable sustituir el mercado por una cadena de alimentación?
—Si te soy sincero, no hemos llegado a un acuerdo todavía con la cadena dealimentación —indicó Pedro—. La maqueta es solo una idea.
—Bueno, las medidas cautelares que he solicitado hoy van a impedir que cierres ningún trato con ellos.
—Eso está claro —admitió Pedro—. Por eso los he invitado a venir.
Paula estaba disgustada consigo misma por haberse dejado engatusar por su sonrisa y su encanto en la oficina de urbanismo. En realidad, era un manipulador,pensó. Y ya estaba harta de esa clase de hombres. Le daba rabia tener que admitir que,en diez años, todavía no hubiera aprendido a distinguirlos a tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario