jueves, 14 de septiembre de 2017

Inevitable Atracción: Capítulo 1

Pedro Alfonso estacionó su Porsche en el aparcamiento de la comisión de urbanismo delcondado de Miami‐Dade. Como abogado corporativo y copropietario de Luna Azul,siempre estaba ocupado y eso le gustaba. A diferencia de su hermano menor, Diego,que salía todas las noches y le daba fama a su sala de fiestas, él prefería el tranquilo refugio de su despacho. Había trabajado mucho para asegurarse de que Luna Azul fuera un éxito y estaba decidido a seguir viéndolo crecer. Por eso había ido allí, para asegurarse de que el futuro de su sala de fiestas nodependiera solo de los clientes que ya tenía. Había negociado la compra de un centrocomercial que estaba de capa caída y necesitaba una buena reforma. Después de haceralgunas investigaciones, había averiguado que el edificio había cambiado de manoshacía unos diez años y que, desde entonces, había estado muy descuidado. Había pensado convertirlo en un gran centro con zonas exteriores,restaurantes y tiendas. Lo único que le quedaba por hacer era entregar los documentos en urbanismo y,después, podría ponerse manos a la obra con su plan de expansión.

Era una bonita mañana de primavera, pero Pedro apenas se fijó en el día que hacía. Subió al piso once por las escaleras, en vez de por el ascensor, para no tener queesperar a que llegara. Se alegró al comprobar que solo había dos personas más en la sala de espera. Tomó un número en recepción y se sentó junto a una mujer latina muy hermosa. Tenía el cabello espeso y rizado, hasta los hombros. Su piel morena resaltaba unosojos enormes y negros y unos labios sensuales y carnosos. Él no podía quitarle los ojos de encima, hasta que ella lo miró, arqueando unaceja.

—No soy un acosador —se excusó él con una sonrisa de disculpa—. Es que eres impresionante.

—¿Es que crees que voy a tragarme eso? —replicó ella, sonrojándose.

—¿Por qué no?

—Estoy acostumbrada a los aduladores —contestó ella—. Sé distinguirlos a un kilómetro de distancia.

—Que te haga un cumplido no quiere decir que quiera engañarte —aseguró él.

Era una mujer muy guapa y le gustaba el sonido de su voz. Iba bien vestida. Por primera vez, a Pedro no le importaba tener que esperar.

—Sospecho que sabes ser muy zalamero cuando te lo propones —comentó ella.

—Tal vez —repuso él—. Aunque no lo creo. Suelo ir siempre directo al grano.

—Tengo la sensación de que puedes tener un pico de oro cuando te lo propones.

—Tal vez —repuso él—. Aunque suelo ser bastante directo.

—Pues das la sensación de ser un adulador.

—La verdad es que acostumbro a decir lo que pienso —afirmó él.  Y era cierto. Ella era muy hermosa. Le había llamado la atención y no podía dejar de mirarla—. Tus ojos son tan… grandes. Podría perderme en ellos.

—Y tus ojos son tan grandes que parecen las aguas de Fiji.

Él soltó una carcajada.

—¿Sueno así de zalamero?

—Sí —respondió ella con una sonrisa—. Sé que no soy tan guapa.

Ella era tan guapa y más, sin embargo, a Pedro no se le daba bien hablar con las mujeres. En una mesa de negociaciones, era el mejor, pero cuando estaba cara a caracon una chica…

—¿Qué te trae por aquí? —preguntó él.

—He venido a interponer unas medidas cautelares.

—¿Para tí  o para un cliente? —quiso saber él.

—Mis abuelos creen que una compañía de fuera está intentando comprar su propiedad para convertirla en un centro comercial de lujo. He venido a comprobarlo.

—¿Entonces vives aquí en Miami? ¿O estás visitando a tus abuelos?

—Toda mi familia vive aquí —contestó ella—. Pero yo vivo en Nueva York.

—En ese caso, supongo que la nuestra tendría que ser una relación a distancia.

Ella arqueó una ceja.

—Puede que nuestra relación no vaya más allá de esta sala de espera.

—No pienso darme por vencido tan pronto.

—Bien. Al menos, uno de los dos debe esforzarse.

—Tendré que ser yo —replicó él con una sonrisa.

No podía evitarlo. Esa mujer tenía algo que le hacía sonreír.

—Número quince —llamó el recepcionista desde el mostrador.

Ella miró el pedazo de papel que tenía en la mano.

—Es el mío.

—Qué mala suerte. ¿Tengo alguna posibilidad de que me des tu número de teléfono? —pidió Pedro.

Ella se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja y buscó algo en el bolso.

—Aquí está mi tarjeta. Tiene mi número de móvil.

—Te llamaré —dijo él.

—Eso espero… ¿Cuál es tu nombre?

—Pedro—repuso él y se puso en pie, tomando la tarjeta de la mano de ella— Pedro Alfonso. ¿Y cómo, puedo llamarte a tí, además de bella?

Ella se quedó un momento callada, dándole un repaso con la mirada.

—Paula —respondió al fin—Paula Chaves.

Dicho aquello, la mujer se alejó, mientras Pedro contemplaba el contoneo de sus caderas. Entonces, se dió cuenta de que su nombre le sonaba. Chaves era el apellido de Alfredo. Paula Chaves… un momento. Había puesto los ojos en la abogada a la que Alfredo Chaves había llamado para que acudiera desde Nueva York para frenar sus planes para el centro comercial. Eso no estaba nada bien.

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