jueves, 7 de septiembre de 2017

Guerra De Amor: Capítulo 37

Paula no dijo nada más acerca de pasar el fin de semana en Chicago y Pedro  no quiso insistir. Había sido un duro día de trabajo, así que él le propuso cenar en su restaurante japonés favorito. La camarera reconoció a Pedro y enseguida les prepararon una mesa.

—Este no es como ningún restaurante japonés en los que he estado.

—Lo sé.

 El dueño se enorgullece de diferenciarse del resto. Pedro trataba de convencerse de que había ido hasta allí para que Paula conociera aquel restaurante, pero en el fondo sabía que no había sido más que una excusa para evitar llevarla a su casa a pesar de lo mucho que lo deseaba. Aquella foto de su oficina le había hecho recordar sentimientos que siempre había tratado de ignorar, como tener una familia y ser feliz para siempre. Él, al igual que su padre, pensaba que la felicidad era difícil de mantener. Quizá era por eso por lo que quería ir a Chicago con ella, para comprobar si aquella felicidad realmente existía o si los padres de ella se habían convertido en una aburrida pareja más.

 —¿Por qué frunces el ceño?—preguntó Paula interrumpiendo sus pensamientos.

Alargó la mano y tomó la de Pedro. Sus dedos estaban fríos como siempre y él colocó su otra mano sobre la de ella.

—¿De verdad tengo el ceño fruncido?

—Ya no. ¿En qué estabas pensando?

—En nada importante.

—¿En tu padre? —insistió Paula.

Pedro se sorprendió al ver con qué facilidad ella intuía sus pensamientos. Hacía tiempo se había prometido permanecer soltero, pero no porque le gustara la soledad, sino porque le parecía mejor así. Mejor para él. En el fondo, siempre había deseado tener con alguien la intimidad que mantenía con Lauren.

—No —respondió Pedro.

—Estás frunciendo el ceño otra vez. ¿Acaso ya no te apetece comer sushi?

Pedro se dió cuenta de que Paula pretendía cambiar de conversación. Ya pesar de que se alegraba de ello, una parte de él se sentía molesto por que ella estuviera controlando la situación y haciendo lo necesario para agradarlo. Quería ser él el que cuidara de ella.

—Por supuesto que me apetece. Es mi comida favorita —contestó, decidido a animarse y pasarlo bien.

Deberían haber comprado la comida para llevar. Habrían ido a su casa y habrían hecho el amor. Era la única situación en la que sentía que era él el que estaba al mando. Paula hizo una mueca y Pedro reparó en lo a gusto que se sentía con él. Se mostraba tal cual era, sin pretender ser diferente. Quería advertirle que él no era así, que a él le resultaba imposible abrir su alma.

—Puedes llamar a mi padre pueblerino si quieres, pero él siempre se refiere al sushi como cebo con arroz —dijo ella en tono burlón.

—Ahora entiendo por qué te mostrabas reacia a comerlo —dijo él. Se acababa de dar cuenta de que había sido él el que había decidido comer sushi sin siquiera preguntarle—. ¿Querías cenar aquí o sólo has accedido por agradarme?

Paula ladeó la cabeza y se quedó mirándolo durante largos segundos. Su mirada, llena de confianza y ternura, reflejaba todas sus emociones.

—Me gusta la sopa de miso, pero nunca hubiera venido a este restaurante si tú no lo hubieras propuesto.

—Podemos ir a otro sitio si quieres —dijo.

Tenía que salir de allí. Aquello era un error. Estaban intimando demasiado y él nunca podría protegerla. De repente, Pedro cayó en la cuenta de que eso era precisamente lo que quería. Había sufrido antes y no quería volver a pasar por lo mismo de nuevo, pero eso no era nada comparado con los sentimientos de Paula. Se estaba enamorando de ella.

—No, de verdad, sólo era un comentario, no pretendía que fuera una queja. Lo siento —dijo ella estrechando con fuerza su mano. Sus ojos transmitían ansiedad, como si temiera haber hecho algo que estaba mal.

—No te preocupes.

Ella soltó su mano y tomó el menú. Pedro se sintió responsable por aquella muestra de alejamiento y trató de no darle importancia, de fingir que no se había dado cuenta de que la había herido, pero no pudo.

—Ya te dije que todavía soy un sapo.

—No, no lo eres, pero creo que te gustaría que así fuera.

 —Quizá tengas razón. Todos buscamos dónde escondernos. Incluso tú —dijo Pedro.

 Al fin y al cabo, había sido ella la que no había querido ir a visitar a su familia el fin de semana.

—Estoy dispuesta a arriesgarme.

Pedro se dió cuenta de que estaba asustada. No quería que lo arriesgara todo por él y acabara descubriendo que, bajo su aspecto de hombre exitoso, se escondía un sapo.

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