—Claro que no. Me he entretenido contestando unos correos electrónicos.
—¿De quién?
—De mi hermano.
—Háblame de él.
—Es un importante abogado en Chicago. Tiene dos hijos, tan traviesos como era él de niño. Lo siento por mi cuñada.
—Eres muy familiar.
Paula se quedó pensativa unos segundos. La familia era lo más importante para ella, aunque en ocasiones la sacaran de sus casillas.
—Quizá sea por eso por lo que me gustan los finales felices. Estoy rodeada de ejemplos de lo buena que puede ser la vida cuando das con la pareja adecuada — dijo ella. Pedro no respondió—. Pepe, ¿Sigues ahí?
Él carraspeó.
—Sí, aquí estoy.
—¿Qué ocurre? —preguntó Paula al ver que él continuaba en silencio.
—No esperes demasiado de mí, Pau—dijo él.
—Ya me habías advertido, ¿Recuerdas?
—Sí, pero tengo la impresión de que se te ha olvidado.
Paula no sabía qué contestar a aquello.
—Estaré en tu oficina en veinte minutos.
Estaba comenzando a construir una fantasía en su cabeza en la que se veía junto a él y dos niños pequeños y no era sólo culpa suya. Pedro seguía haciendo cosas inesperadas, como hacer que se estuviera enamorando de él.
Pedro miró por la ventana de su oficina, desde la planta más alta del edificio. Le gustaba aquel lugar. Había recibido tres mensajes de su padre en los últimos días y no le había devuelto la llamada. Horacio sólo llamaba cuando quería rememorar sus días de gloria. El regreso de The Diamond Daredevil. Se frotó el cuello. Sabía que a pesar de lo mucho que tratara de distanciarse de su padre, no tendría manera de evitarlo. El interfono sonó y apretó el botón. Era la recepcionista.
—Pedro, Paula ha venido a buscarte.
—Dile que suba, Mariana.
—Enseguida, jefe.
Pedro salió de su despacho y fue a su encuentro frente al ascensor. Al cabo de unos segundos, Paula apareció. Llevaba el pelo recogido y unos cuantos mechones sueltos alrededor de la cara.
—¿Estás listo?
—No, pero estaba deseando verte.
—¿Por qué?
La había echado de menos durante todo el día, pero no estaba dispuesto a decírselo. La rodeó con un brazo y la condujo a través del pasillo hacia su despacho.
—Me gusta esta oficina, es más grande que la mía —dijo Paula recorriéndola, observando las fotos y placas que colgaban de la pared.
—Gracias —dijo él sentándose frente a su ordenador para terminar de escribir el correo electrónico que estaba contestando cuando le avisaron que ella había llegado. Trató de no pensar que Paula estaba en aquella habitación, pero no pudo.
Ella se detuvo frente a una fotografía tomada en mil novecientos setenta y seis. Horacio, Federico y Pedro llevaban trajes de la bandera estadounidense y su madre, que aparecía detrás de ellos, llevaba un vestido rojo, azul y blanco. Aquella foto había sido hecha dos días antes del accidente de su padre.
—Me gusta esta fotografía. Se te ve tan joven... —dijo Paula acariciando el marco.
Pedro envió el correo electrónico y apagó el ordenador. Se acercó hasta Paula. Le gustaba aquella foto porque le recordaba lo inesperada que era la vida.
—Era muy rebelde y estaba un poco loco. Como aquel día en el coche, cuando íbamos a comer, sólo que peor —dijo él.
Ya de adulto, había tratado de controlar su temperamento, aunque en algunas ocasiones y con determinadas personas, no lo lograba. Y Paula era una de esas personas. A su lado, le resultaba imposible pensar. Perdía toda lógica y lo único que quería era impresionarla. Cualquier cosa para demostrarle que él era el mejor hombre que podía encontrar. Pero, en el fondo, no estaba seguro de ser el mejor hombre para ella.
—Cuéntame más —dijo ella y se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja.
Pedro se quedó pensativo tratando de recordar algún episodio de su infancia que pudiera contarle. Algo que no le hiciera creer que estaba loco. Pero su padre no había sido como los demás padres y había hecho lo imposible por impresionarlo.
—Un día monté en bicicleta sobre el tejado.
—Oh, Dios mío —exclamó ella y lo tomó por la muñeca. Pedro pudo sentir un ligero temblor en sus dedos—. ¿Te rompiste el brazo, la pierna? Gonzalo hizo eso una vez cuando tenía ocho años.
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