martes, 26 de julio de 2016

El Niñero: Capítulo 28

Pedro entró en el convento poco después de las siete. Estacionó su Harley detrás del edificio de ladrillos, cerca del ala que solía ser el noviciado, pero que en esos momentos servía como edificio para huéspedes. La Orden no había tenido novicias en muchos años y el número de monjas había descendido de forma drástica por falta de vocación.

Pedro entendía perfectamente por qué las jóvenes de hoy en día no querían hacerse monjas. Pero era una pena. Podría ser una buena forma de vivir para determinadas personalidades, aunque tenía que reconocer que había habido monjas que debieran haber elegido la carrera de guardias de prisión.

Aún así, apreciaba mucho a las monjas de allí y sobre todo a sor Agustina. Era lo más parecido a una madre que había conocido nunca y, aunque odiaba tener que admitirlo, Pedro sabía que le dolería mucho cuando muriera. La posibilidad de perder a la persona que más quería en el mundo era algo en lo que no había pensado. Sor Agustina siempre le había parecido invencible.

Pero últimamente no se encontraba muy bien. Esa era una de las razones por las que había vuelto a Sidney; una de las hermanas le había enviado una carta diciéndole que sor Agustina se sentiría mucho mejor si pudiera ver a su chico favorito.

Pedro recorrió el patio de tierra y subió las escaleras hasta el claustro que rodeaba el patio. Todo estaba en silencio. A esa hora, las hermanas seguirían en la capilla en misa de seis.

Pedro no había vuelto a ir a misa desde hacía muchos años y no pensaba empezar aquella mañana. Tenía un contencioso con Dios y aún no estaba preparado para solucionarlo. Se quedó parado frente a la última puerta del pasillo, se quitó la mochila y sacó sus llaves. Durante unos segundos, miró la pequeña linterna que le había prestado a Paula la noche anterior.

Había hecho lo que tenía que hacer, se decía a sí mismo. Lo único que podía hacer.

Hizo una mueca, recordando cómo se había aferrado a él la última vez que habían hecho el amor, cómo le había pedido que se quedara. Pedro sospechaba que si se hubiera quedado allí hasta la mañana siguiente, ella habría intentado todos los trucos para que se quedara más tiempo y una noche se hubieran vuelto dos, probablemente tres. Él mismo había deseado quedarse. Tanto, que le había dado miedo.

Marcharse sin decir una palabra le había hecho sentir como un canalla, pero quedarse hubiera sido peor. Le hubiera dado falsas esperanzas. Tal y como era, ya había estado en peligro de que la situación se le escapara de las manos.

Había sabido desde el principio que Paula se encontraba en un estado muy vulnerable, que podía sentirse emocionalmente comprometida con él si dormían juntos. Las mujeres eran así. Y, maldita fuera, él no había podido resistirse.

Con un poco de suerte, cuando se despertara, lo odiaría por ser tan cobarde, por usarla y después desaparecer sin tener la decencia de mirarla a la cara a la mañana siguiente, o la educación de decirle adiós.

Ella debería seguir con su vida y encontrar a algún hombre decente y formal que le diera todo lo que ella necesitaba, no sólo sexo. Era una mujer preciosa. Preciosa, inteligente y sexy. Algún tipo con suerte se casaría con ella y sería el padrastro de Bautista.

Pedro frunció el ceño ante aquel último pensamiento.

¿Quién, por ejemplo?, se preguntó a sí mismo mientras abría la puerta de la celda. La mayoría de los hombres no se casarían con una mujer que ya tenía un hijo de otro hombre. Hacían el amor con ellas, sacaban de ellas lo que querían y al final se iban, buscando algo menos complicado. Si se casaban con ellas era sólo por su dinero. Tales hombres no se preocupaban nunca de los hijos. Normalmente los ignoraban o los maltrataban.

Pedro cerró la puerta de una patada y tiró la mochila en una esquina, antes de sentarse al borde de la estrecha cama y ponerse la cabeza entre las manos. La idea de que alguien tratara a Paula o a Bautista de aquella manera lo llenaba de horror. Le había empezado a doler la cabeza y casi no podía pensar. Allí estaba él, pensando que marcharse era lo que tenía que hacer, lo más noble y, sin embargo, la realidad era que sólo había hecho que las cosas fueran peores para ella. Le había dado a probar lo que podría ser su destrucción.

Pero era el futuro de Bautista  lo que le hacía más daño. El pobre niño no tenía ninguna posibilidad sin padre, con una madre que tenía que pasar la mayor parte del día en el trabajo y con un tío que no valía para nada. De repente, le vino un pensamiento a la cabeza. ¿Dónde estaban los abuelos de Bautista? No los padres de Paula porque sabían que éstos habían muerto, sino los padres de Facundo. Quizá uno de ellos o los dos estuvieran vivos. ¿Es que no les importaba su nieto? ¿Por qué no estaban ayudando a Paula? ¿Por qué tenía que estar sola todo el tiempo?

Todas esas preguntas daban vueltas en la cabeza de Pedro. Se levantó y empezó a pasear por la habitación, frustrado. Aún seguía paseando, cuando la puerta se abrió de golpe y apareció sor Agustina, mirándolo con arrobo.

—¡Pedro! —exclamó con cara de felicidad, corriendo para abrazarlo—. Me pareció oír esa ruidosa moto tuya cuando estábamos en misa. He venido corriendo en cuanto ha terminado.

Se apartó para mirarlo a la cara.

—¿Qué pasó ayer? Sólo me dijiste que habías tenido un problema en la carretera y empecé a preocuparme cuando no viniste a dormir. ¿Te encuentras bien? —de repente, pareció darse cuenta de su agitación interior y lo observó con más detenimiento—. ¿Pedro? ¿Qué te pasa?

Pedro  suspiró. Nunca había podido ocultarle nada a sor Agustina. Parecía tener una antena secreta en lo que se refería a él.

—Estoy un poco cansado, nada más. No dormí mucho anoche.

Se dió la vuelta y se inclinó para tomar la mochila. Cualquier cosa para que aquellos ojos escrutadores no descubrieran su sentimiento de culpa.

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