jueves, 14 de julio de 2016

El Niñero: Capítulo 6

Era diminuto. Dos pequeños rectángulos de hierba hasta el tobillo a cada lado de la entrada. Pero la casa no era pequeña en absoluto. Tenía dos pisos y sobre las ventanas que miraban al oeste colgaban toldos de rayas marrón y blanco. Era una casa de muros blancos, con garaje y tejado de terracota.

Uno sólo tenía que mirar las casas de ladrillo oscuro de primeros de siglo al otro lado de la calle, para saber que aquella era una casa de construcción reciente. Y muy cara.

Lo que le hizo volver a pensar en la misteriosa Mariana. ¿Sería una amiga rica con la que Paula vivía? ¿O una de esas mujeres sofisticadas que creía que una mujer nunca podía ser ni demasiado rica ni demasiado delgada?

Pedro se dirigió hacia el elegante porche y llamó al timbre. Cuando una mujer entrada en carnes y en años abrió la puerta, intentó no demostrar su sorpresa. Desde luego, una amiga rica y sofisticada no era. Tenía el pelo gris y respiraba con dificultad, probablemente por el esfuerzo de bajar la escalera que Pedro podía ver tras ella.

Cuando la mujer lo miró de arriba abajo, con un brillo de desaprobación en los ojos, se alegró de haber dejado la chaqueta de cuero y los guantes dentro de la maleta de su Harley. A él le parecía que no estaba tan mal con sus vaqueros y una camiseta blanca, pero no se había afeitado y eso parecía haber capturado la atención crítica de Mariana.

También se alegraba de haber dejado la moto donde Mariana no pudiera verla. La había dejado en la pared de cemento que conectaba la casa con el garaje.

—Pedro, ¿verdad?

—Ese soy yo —sonrió él—. Y usted debe de ser Mariana.

Su sonrisa fácil pareció hacerle más simpático, porque ella le devolvió la sonrisa y la adusta expresión de sus ojos desapareció.

—Sí. Qué calor hace ahí fuera, ¿verdad?

—Desde luego.

—Entre. ¿Le gustaría tomar algo frío antes de ponerse a trabajar? ¿O prefiere que le lleve al garaje directamente?

—Lo mejor será que primero corte el césped. No me sorprendería que luego tuviéramos tormenta.

—¿Usted cree? —preguntó ella, mirando al cielo—. Paula se llevará un disgusto si llueve porque quiere servir la cena en el jardín.

Quizá Mariana era la cocinera, pensó Pedro.

—Pase por aquí —dijo ella, dirigiéndose hacia la derecha.

Pedro la siguió, cerrando la puerta. El interior era agradablemente fresco y estaba diseñado como un enorme espacio sin puertas, con suelos de madera y techos muy altos.

Entraron en un enorme salón rectangular, dividido en dos estancias diferentes por tres amplios escalones de madera. En medio de una de ellas, sobre una multicolor alfombra persa había un caro sofá negro de piel, con dos sillones a juego, alrededor de una mesa de cristal.

Bajando los escalones había una mesa de comedor también de cristal, rodeada de seis sillas negras de piel y, en el centro de la mesa, una original y valiosa escultura de una pantera negra.

Además de aquella pieza, no había más objetos de arte en la habitación. No había esculturas en las esquinas, ni cuadros en las paredes blancas, sólo una chimenea cuyo frente era de hierro forjado.

A Pedro le gustaba la elegante simplicidad de la decoración.

—Bonita casa —murmuró.

—Cuando Paula termine de decorarla va a quedar preciosa.

Pedro esperaba que «terminar de decorarla» no significara colocar cortinas en una de las paredes, que era completamente de cristal y mostraba una espectacular vista del puerto.

En el original jardín trasero había enormes tiestos con plantas y una mesa y sillas de madera. Pedro podía imaginarse lo agradable que sería estar sentado allí una noche de primavera, siempre que no lloviera. Pero las oscuras nubes en el horizonte no parecían augurar nada bueno para la cena de Linda.

—Por aquí —dijo Mariana, abriendo una puerta blanca, camuflada en la pared.

Varios escalones llevaban al garaje, en el que había más cajas de las que Pedro había visto nunca. No había ningún coche, pero con todas aquellas cajas sólo quedaba sitio para uno. O Paula no tenía coche o se lo había llevado a trabajar.

—La cortadora de césped está en esa esquina —señaló Mariana—. Intente no hacer demasiado ruido, acabo de dormir al niño.

—¿Niño? ¿Qué niño? —preguntó Pedro sorprendido.

—El niño de Paula —contestó Mariana, mirándolo con sorpresa—. Creí que usted era un amigo de la familia.

—En realidad, no. Soy amigo de Gonzalo. Paula y yo no nos conocemos.

—Ah, Gonzalo —dijo Mariana, haciendo una mueca—. Ese hombre es un completo desastre. Se porta como si Bautista le diera pánico, pero yo creo que es para no tener que cuidarlo.

—¿Y el padre del niño? —preguntó Pedro, intrigado.

—Es una historia muy triste. El padre del niño murió en Camboya; le explotó una mina anti–personas. Paula estaba con él cuando ocurrió. Ella también es periodista, ya sabe y él era un fotógrafo muy conocido. Iban juntos a todas partes.

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