martes, 19 de julio de 2016

El Niñero: Capítulo 13

—Gonzalo tenía razón —susurró Pedro.

—¿Sobre qué?

—Sobre que tenías mucho carácter.

—¡Ja! Gonzalo no es quien para hablar. Bueno, de verdad, tengo que hacer unas llamadas. ¿A qué hospital llevaron a Mariana?

—A Saint Vincent.

Paula buscó el número en una guía telefónica y lo marcó desde un teléfono inalámbrico. Cuando le pusieron con la habitación de Mariana, exclamó:

—¿Mariana? ¡Soy Paula! Menos mal que estás bien, estaba muy preocupada. ¿Te han hecho rayos X? ¿Tienes algo roto?

Pedro asumió por lo que podía oír, que Mariana no se había roto la cadera, pero que tenía magulladuras. El hospital le estaba haciendo un examen cardíaco; probablemente pensarían que la caída había sido producida por algún mareo.

—No, Mariana —decía Paula—. Voy a cancelarla... ¿Quién, Pedro? Sí, sigue aquí. No, Mariana, no se lo voy a pedir. No, Mariana —insistió—. ¿Cómo voy a pedirle eso? —su largo suspiro fue muy expresivo—. Vale, Mariana.

Después, tapando el auricular con la mano, le dijo a Pedro:

—Mariana insiste en que quiere hablar contigo. No le hagas ni caso. Pedro tenía el horrible presentimiento de que sabía lo que Mariana le iba a pedir.

—Hola, Mariana —dijo, rezando para que no fuera lo que estaba pensando—. ¿No es nada importante?

—No, el doctor dice que es un problema de corazón. ¿Será tonto?—contestó Mariana al otro lado del hilo—. ¡A mí no me pasa nada en el corazón! Lo que pasa es que tengo algunos kilos de más. Por eso me canso cuando subo las escaleras. Bueno, Pedro, no es eso de lo que quiero hablar. Linda me ha dicho que va a cancelar la cena. Otra vez.

—¿Otra vez? —repitió Pedro, mirando a Paula.

—¿Está Paula cerca?

—Sí.

—Ya veo. Bueno, escuche. Paula no sale desde que nació Bautista. Nunca se queda a tomar una copa con sus colegas de la revista ni acepta la invitación de ningún hombre. Supongo que la muerte de Facundo la dejó destrozada, pero la vida sigue ¿no es así? Yo ya casi había perdido la esperanza y cuando me dijo que iba a organizar una cena para sus amigos del trabajo me dio una alegría tremenda. Por fin, pensé, va a volver a hacer una vida normal. En fin, tenía que haber organizado la cena hace quince días, pero la canceló a última hora porque Rory se puso malito. Y ahora tiene otra excusa. Me temo que si no la hace hoy, no volverá a organizaría nunca más.

Volverá a encerrarse en ella misma y se acabó.

—¿Y qué quiere que haga? —preguntó Pedro, aceptando lo inevitable.

—Por favor, no deje que cancele la cena —suplicó Mariana—. No tiene prisa, ¿verdad, Pedro? Quiero decir, que no tiene que ir a ningún sitio esta noche, ¿no?

—Pues la verdad es que no.

—Gracias a Dios. ¿Se quedará entonces? ¿Cuidará de Bautista para que Paula no tenga que cancelar la cena?

—Claro. No se preocupe —Pedro sabía cuando no tenía escapatoria.

Además, tenía que admitir que no quería irse. Claramente, aquel insospechado masoquismo que había descubierto en sí mismo estaba llegando a alturas insospechadas. Presentarse voluntario para cuidar de un niño y una madre con problemas durante toda una noche era algo incomprensible. ¡Y sin recompensa sexual por el favor!

—¡Sabía que lo haría! —exclamó Mariana, muy satisfecha consigo misma—. Ha sido usted tan cariñoso conmigo. Me he dado cuenta de que debajo de ese rudo exterior es usted un tipo de corazón blando.

—Ya —dijo Pedro, frotándose la barba sin afeitar.

—Entiendo —dijo Mariana, en tono conspiratorio—. No puede hablar. Ahora lo único que hay que hacer es convencer a Paula. Y eso no será tan fácil.

—Ya me imagino.

Paula no era una de sus admiradoras, desafortunadamente. Pensaba de él que era un vagabundo motorizado que, además, pretendía decirle cómo tenía que criar a su hijo.

—Sí, esa chica es muy cabezota. Quizá usted pueda convencerla diciéndole que me pondré enferma de preocupación si me siento responsable por que anule la cena. Y añada que el médico ha dicho que no debo preocuparme por nada.

—¿Se refiere al tonto que cree que tiene algo de corazón? —preguntó Pedro, burlón.

—Ese mismo —rió Mariana—. A ver si la convence, Pedro.

Pedro negó con la cabeza, pero la mujer era un alma generosa y resultaba imposible decirle que no.

—Sus deseos son órdenes para mí, Mariana. Ahora, tómeselo con calma. No todos los médicos son tan tontos como parecen.

—Bueno, bueno. Ahora, cuelgue antes de que Paula intente convencerme.

Pedro sonrió. Tener una discusión con Paula no era precisamente un panorama atractivo.

—Vale, de acuerdo, Mariana —dijo, antes de colgar.

—¿Te ha convencido, verdad? —preguntó Paula.

—¿De qué? —preguntó suavemente Pedro, mirándola.

Sabía que sólo estaba retrasando la explosión, pero la verdad es que le gustaba Paula cuando se enfadaba. Sus preciosos ojos azules relampagueaban y casi podía imaginárselos brillando de placer cuando hacía el amor.

Ella se cruzó de brazos y lo miró.

—Te ha convencido para que te quedes y cuides de Bautista esta noche.

—Exactamente. También me ha pedido que te diga que si no lo hago, se pondrá enferma de preocupación y esa preocupación sería mala para su corazón.

Paula levantó los brazos, exasperada.

—Por Dios bendito, ¿No te habrás creído ese cuento?

Pedro se encontró a sí mismo sonriendo. Realmente era muy deseable cuando se enfadaba.

—No lo puedo evitar. Me gusta ayudar a las damas con problemas.

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