Pobrecilla —dijo Mariana, con lágrimas en los ojos—. Ni siquiera sabía que estaba embarazada cuando ocurrió el accidente. No sólo eso, iban a casarse cuando volvieran a casa.
El corazón de Pedro se encogió.
—Qué mala suerte.
—Sí. No sé cómo Paula lo ha podido soportar, de verdad. Es una mujer muy valiente. Compraron esta casa hace unos años y la arreglaron, pero no paraban mucho por aquí porque siempre estaban viajando por todo el mundo. Él hacía las fotografías y ella escribía los reportajes.
Pedro no decía una palabra para seguir escuchando la historia.
—Bueno, un día cuando estaba a punto de dar a luz, Paula apareció en mi casa y me preguntó si podría invitarla a una taza de té. Se sentía muy sola, la pobre. Como le he dicho, ese hermano que tiene es un desastre y sus padres han muerto, así que no tenía con quién hablar. Después de aquel día, me visitaba regularmente y nos hicimos amigas. Cuando nació Bautista empezó a tener problemas, se desesperaba. Yo hice todo lo que pude para ayudarla, pero, francamente, Linda no es de esa clase de mujeres que puede estar todo el día en casa con un niño. Se volvía loca.
—No debe ser fácil sin un padre —murmuró Pedro, comprensivo.
—Desde luego que no. Pero yo creo que pronto encontrará a alguien que la quiera y quiera ser el padre de Bautista. Es una chica muy guapa, ¿sabe? Desde que volvió a trabajar, yo cuido del niño y lo hago encantada, aunque a veces se porta como un diablillo. Tiene mucho carácter, como su madre. Pero, bueno, seguramente lo estaré aburriendo. Lo mejor será que empiece a cortar el césped.
Pedro se puso a ello, pero en su mente seguía la historia de Paula. Era realmente trágica, pero no creía que la solución fuera que se casara con cualquiera. Había visto muchos padrastros que ni querían ni sabían cuidar de los hijos de otro hombre.
Pero aquello no era asunto suyo. Él sólo estaba allí para cortar el césped. No tardó más que quince minutos en terminar el trabajo. Cuando paró la cortadora y volvió a llevarla al garaje, oyó el llanto de un niño.
Pedro suspiró, lamentando haber despertado al crío, pero no podía hacer nada. Cortar el césped era un trabajo ruidoso y pesado. El sudor hacía que la camiseta se le pegase a la espalda y decidió aceptar la oferta de Mariana de tomar algo frío.
Cuando abrió la puerta, el llanto había aumentado de intensidad y alternaba gritos y sollozos.
¿Por qué no iba Mariana a ver qué le pasaba al niño?
Pedro cruzó la habitación con gesto preocupado. No aprobaba la idea de dejar que un niño llorara hasta quedarse dormido, sobre todo cuando el llanto había pasado a ser histeria.
La figura inerte de Mariana tumbada al final de la escalera lo explicó todo.
Lanzando una exclamación, Pedro corrió hacia la mujer.
Cuando estaba a punto de hacerle la respiración artificial, Mariana lanzó un gemido y abrió lentamente los ojos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Pedro.
—Me he caído —dijo con un hilo de voz—. Creo que me he roto algo.
—Voy a llamar a una ambulancia —dijo él—. Tranquila, Mariana. Dentro de un momento estará en el hospital.
—Bautista... —murmuró, cuando los gritos del niño se hicieron aún más audibles si aquello era posible.
—¿Está en la cuna?
—Sí.
—No se preocupe. Lo primero es usted, Mariana. En cuanto llame a la ambulancia, me encargaré del niño.
—De acuerdo —dijo Mariana, con un suspiro.
Pedro llamó a urgencias, donde le aseguraron que una ambulancia se dirigía inmediatamente hacia allí. Después, subió las escaleras de un salto, siguiendo el ruido del llanto, hasta una habitación donde un niño de un año, más o menos, estaba de pie en la cuna gritando y sacudiendo la cuna.
Cuando vió a Pedro, Bautista dejó de gritar durante medio segundo, como si estuviera intentando averiguar quién era aquel extraño que no se parecía ni a su madre ni a Mariana. Y después volvió a llorar, incluso más fuerte que antes.
Pedro se acercó a la cuna y lo tomó en brazos, ignorando sus aullidos de protesta.
—Cállate, Bautista—dijo—. Mariana se ha hecho daño y lo último que necesita es oírte gritar.
Bautista volvió a callarse durante otro segundo, inspeccionando con los ojos muy abiertos a aquella persona que conocía su nombre y le hablaba con tanta autoridad.
Pedro se dió cuenta de que no había lágrimas en sus regordetas mejillas.
—Mentirosito —sonrió Pedro.
Bautista le devolvió una gloriosa sonrisa, que mostraba el principio de un diente.
Pedro sintió una punzada de dolor en el corazón.
—Ni se te ocurra, timador —susurró mientras salía con el niño de la habitación—. No puedes ablandarme tan fácilmente. Pero parecía que sí podía. Y Mariana también.
Pedro se encontró a sí mismo prometiéndole a la mujer todo tipo de cosas, sobre todo quedarse con el niño hasta que su madre volviera a casa.
—Si cree que puede hacerlo —añadió Mariana, casi sin voz.
Desgraciadamente, Pedro había demostrado lo bien que podía hacerlo durante los quince minutos que tardó en llegar la ambulancia. Durante aquel tiempo, colocó a Mariana en una posición más cómoda en el suelo, cambió el pañal de Bautista y le dió un zumo de naranja. El niño parecía encontrarse a gusto con él. Era eso o que le gustaba jugar con su pelo que, aunque no era demasiado largo, lo era mucho más que los rizos de Mariana.
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