Para Paula aquella mañana era interminable, a pesar de que Bauti se estaba portando extrañamente bien. Había estado jugando con los cubitos en el suelo mientras ella miraba las noticias en televisión y después se había echado una pequeña siesta sin la menor queja.
Paula se duchó y se vistió entonces con unos vaqueros y una camisa azul pálido, ancha y cómoda. Se dejó el pelo suelto para que se secara y no se puso nada de maquillaje.
Había dormido muy bien, el poco rato que lo había hecho, pero estaba deprimida y desilusionada.
Había pensado llamar a Gonzalo para pedirle que fuera a su casa y contarle todas sus penas, pero su hermano no entendería que se hubiera acostado con un hombre como Pedro nada más conocerlo. Gonzalo ya pensaba que había sido una locura impulsiva tener a Bautista y no le apetecía que también la llamara tonta e ingenua, aunque tuviera razón.
Además, Gonzalo se enfadaría con Pedro. Quizá incluso se pondría en su papel de hermano mayor y querría pegarle la próxima vez que lo viera y Paula no quería eso. Primero, porque su hermano acabaría en el hospital y segundo, porque Pedro le había advertido cómo iba a ser desde el principio.
Lo que ocurría era que no podía aceptar que Pedro fuera lo que Gonzalo pensaba, con respecto a las mujeres.
Paula tuvo que reconocer que ella realmente era una ingenua en lo que se refería al sexo y a los hombres. Los años pasados con Facundo no le habían enseñado demasiado porque, aunque el sexo no era una prioridad con él, habían vivido tanto tiempo juntos que no había podido mantener otras relaciones, más carnales. No se había dado cuenta de lo importante que era el sexo para otros hombres y lo que estaban dispuestos a hacer para conseguirlo. Parecía que podían interpretar todo tipo de papeles para llevarse a una mujer a la cama. Dirían y harían lo que hiciera falta, dependiendo de la mujer en cuestión.
Ella se había sentido subyugada por Pedro y había creído que era alguien especial, pero, ¿cuál era la verdad detrás de su comportamiento aparentemente generoso? ¿Se habría ofrecido a cortar el césped sólo para conocerla? ¿Habría sido el accidente de Mariana un incidente adecuado para su plan secreto de seducir a la tonta hermana de su compañero de copas, la que tenía un niño sin marido?
Recordando la noche anterior, su ternura hacia ella y hacia Bautista parecían sospechosas. A los hombres no les gustaban tanto los niños. Y, desde luego, no los niños de los demás. Y, luego, aquella consideración, aquel cuidado para con ella, ayudándola a poner la mesa, incluso haciendo que llevaran la cena.
Paula sonrió irónica, recordando cómo se había tragado el anzuelo. Esperaba que, al menos, hubiera valido la pena tanto esfuerzo. Dada la cantidad y la calidad de la comida que había llevado, no podía considerarse a sí misma barata. ¿Cuánto costaría una prostituta? ¿Cincuenta dólares? ¿Cien? La cena de la noche anterior habría costado unos trescientos dólares. Claro, por eso se había quedado para hacerlo una segunda vez, una sola vez hubiera sido demasiado caro.
Pero en cuanto se durmió, él había desaparecido, deslizándose de su cama y de su casa como un canalla. Revitalizada por el enfado, Paula bajó al piso de abajo y empezó a limpiar los platos de la mesa del comedor, intentando no pensar en lo que había ocurrido allí la noche anterior.
Estaba llenando el lavavajillas con rabia, cuando oyó el timbre de la puerta.
Paula suspiró, cansada. No esperaba visita y, desde luego, no le apetecía charlar con nadie. Saliendo de la cocina, cruzó el pasillo y se quedó perpleja cuando abrió la puerta.
—¡Pedro! —exclamó, con el corazón, antes de que su cerebro le ordenara mantener una expresión hermética. Intentó no reflejar nada en los ojos mientras lo miraba, pero estaba tan guapo, afeitado y con el pelo peinado hacia atrás. Se había cambiado y llevaba vaqueros y una camiseta blanca.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó fríamente.
—Paula, no te enfades conmigo —dijo él, sonriendo—. Creí que hacía lo que tenía que hacer cuando me marché.
—Seguro que sí —contestó ella—. A los hombres como tú lo mejor es olvidarlos cuanto antes.
—Estás muy enfadada conmigo, ¿Verdad? —preguntó, aún sonriendo.
—¿Y eso te hace gracia?
—En cierto modo.
—¿Por qué?
—Porque significa que te importa.
—¡No me importa! Me importas un rábano. No eres más que un...un...
—Imbécil redomado —terminó él por ella—. Sí, estoy de acuerdo contigo. Debería haberme quedado y quiero pedirte disculpas. ¿Me perdonas?
Paula sintió que su corazón se aceleraba, a pesar de que su sentido común le decía que tuviera cuidado.
—Yo...no lo sé. No debería.
—Sí deberías.
Paula se quedó desconcertada por su seguridad.
—¿Por qué? —demandó saber, cruzándose de brazos
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