jueves, 21 de julio de 2016

El Niñero: Capítulo 18

—¡Las seis y media! —exclamó Paula, apartándose el mechón de pelo de la cara mientras se levantaba—. ¡No me va a dar tiempo de hacer nada!

—Claro que sí —dijo él con brusquedad—. Tienes una hora antes de que lleguen tus invitados. Venga, no seas holgazana.

—Pero hay que poner la mesa y yo tengo que lavarme el pelo. Con esta humedad lo tengo completamente lacio.

—Entonces, te sugiero que empieces con el pelo o le darás la bienvenida a tus invitados con el pelo mojado. Mientras tanto, yo pondré a Bauti en su cuna con un biberón y veré que puedo hacer con la mesa. La comida no ha llegado todavía, pero está a punto de hacerlo.

—¿Qué hubiera hecho sin tí? —preguntó Paula, corriendo hacia el baño.

—Quién sabe —murmuró Pedro para sí mismo.

—Durante una hora tienes que portarte muy bien —ordenó a Bauti mientras le cambiaba los pañales y le ponía un pijama azul de algodón. Éste sonreía encantado, como si estuviera completamente de acuerdo con lo que su nueva niñera sugería.

Cuando lo metió en la cuna, no hizo ni un ruido, aunque apartó inmediatamente su manta con los pies.

—Bueno, ahora hace demasiado calor para mantas. Pero hará frío en cuanto empiece a llover, así que volveré para taparte más tarde.

—Ga–ga —dijo Bauti.

—Exactamente —dijo Pedro, burlón—. Voy a acabar ga–gá después de esta noche, eso te lo aseguro. Aquí tienes el biberón. Bébetelo y a dormir.

Pedro creía firmemente que el demonio tentaba a los que no tenían nada que hacer, así que durante la siguiente hora no le dio tiempo al demonio a tentarlo con nada. Afortunadamente, la cocina de Paula estaba bien preparada, así que tuvo pocos problemas para encontrar platos, copas, servilletas y todo lo necesario para preparar una mesa elegante. Con la misma suerte, echó un vistazo a Bauti alrededor de las siete y el niño seguía dormido.

La comida llegó poco después y, como esperaba, su viejo amigo no le había defraudado. Había cóctel de marisco, perfectamente preparado y listo para servir en recipientes en forma de caracola, un asado de ternera en salsa, dos ensaladas y suficiente pan de ajo para alimentar a un ejército.

El postre era una variada selección de pastelería italiana que no prestaba la mínima atención a la moda de las comidas con pocas calorías. Gabriel incluso había puesto un par de botellas de su vino especial de la casa; un vino que tumbaría hasta al bebedor más empedernido.

Siguiendo las instrucciones de Gabriel, el chico de los recados no quería aceptar un céntimo de propina, pero cuando Pedro insistió en darle un billete de veinte dólares, se marchó silbando de alegría.

Pedro puso inmediatamente los entrantes y el postre en la nevera y el plato de ternera en el horno. Escondió el vino en uno de los armarios, porque no creía que Linda y sus amigos pudieran soportar aquel potente caldo y abrió un par de botellas de un blanco más suave que había encontrado en la nevera.

Un trueno ensordecedor hizo retumbar la casa y Pedro salió de la cocina y subió las escaleras corriendo, para comprobar si Bauti se había despertado.

Cuando abrió la puerta, intentó disimular la sorpresa que le produjo lo que vió allí. La Paula que estaba inclinada sobre la cuna no era la Paula que había saltado de la cama una hora antes.

Pedro miraba incrédulo la sedosa mata de pelo castaño que flotaba en lánguido abandono hasta la mitad de su espalda. Los masculinos pantalones y la camisa blanca habían sido reemplazados por algo largo, estrecho y rojo. Era encantadora. Y tan deseable. Su boca era tan roja como su vestido. Sus ojos brillaban y aquel pelo era como una tentación. Debió esconder bien sus sentimientos, porque no había ninguna alarma en sus ojos cuando lo miró.

—Chist —susurró, acercándose a él—. Está dormido.

Pedro tuvo que tragar saliva.

Lo que llevaba no era un vestido; era una falda y un chaleco a juego, con cuatro botones dorados. La falda se ajustaba en las caderas y le llegaba a los tobillos. El chaleco realzaba su estilizada figura, abultándose sobre sus pechos y apretando su estrecha cintura. Los pendientes de oro la hacían parecer una princesa gitana y a él le hubiera gustado tomarla en aquel mismo instante.

En lugar de hacerlo, dió un paso atrás, apretando los puños mientras ella salía y cerraba la puerta. Incluso apartándose de ella, seguía oliendo el perfume que desprendía su cuerpo. A Pedro le encantaba el perfume en una mujer, especialmente el tipo de perfume que llevaba aquella noche, exótico y terriblemente caro.

—Bauti duerme muy bien por las noches, pero estaba segura de que el trueno lo habría despertado —dijo ella, sonriendo.

Pedro recordó la expresión de su cara cuando se habían encontrado por primera vez en el pasillo y decidió que estaba más seguro cuando ella lo miraba con odio que cuando le sonreía.

—Bueno, a veces se tiene suerte. Si estás preparada, lo mejor será que bajemos y te explique el menú.

—¿Ya ha llegado la cena?

—Sí. Y antes de que tengamos una discusión sobre la factura, Gabriel no aceptaría ni un céntimo, así que no me debes nada. He puesto los platos fríos en la nevera y los calientes en el horno —dijo, dirigiéndose hacia las escaleras—. No deberías tener ningún problema.

—¡Esto es sencillamente maravilloso! —exclamó ella unos minutos más tarde—. ¡Y has puesto la mesa! ¡Está preciosa,  Pedro! ¿Cómo voy a poder darte las gracias?

A Pedro se le ocurrían varias maneras, pero prefería no decir nada.

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