sábado, 30 de julio de 2016

El Niñero: Capítulo 35

Pedro condujo hasta el hospital, con Paula sentada a su lado y Bauti felizmente colocado en una sillita de bebé en la parte de atrás.

Paula no podía creer lo bien que se portaba Bauti desde que se despertó y vió a Pedro. También le sorprendía la actitud relajada de Pedro con su hijo, que combinaba con una de firmeza cuando era necesario.

El niño parecía de repente saber quién era el jefe y no intentaba aprovecharse como cuando su madre no sabía qué hacer con él.

Paula se dió cuenta de que ella había contribuido a la costumbre de Bauti de llorar todo el tiempo porque siempre que lo hacía, lo tomaba en brazos y, como era un niño listo, pronto se dio cuenta de que llorar atraía la atención de su mamá.

Seguramente para él era un juego, pero era una mala costumbre y a ella le destrozaba los nervios.

—¿Cómo es que tienes tanta experiencia con niños, Pedro? —preguntó ella cuando pararon en un semáforo en rojo—. Tienes que admitir que no tienes aspecto de niñera.

—Las apariencias engañan —replicó él—. No siempre he estado dando vueltas por el mundo. La verdad es que antes era músico profesional por la mañana y niñera por la noche.

—¿Músico profesional? ¿Pianista?

—Sí.

—¿Con un grupo de música?

—No, con una orquesta. También tocaba solo, lo cual pagaba bien, pero no lo suficiente.

—Sí, ya sé que es difícil ganarse la vida como músico.

—Desde luego que sí.

—Entonces, ¿cuidabas niños por la noche para llegar a fin de mes?

—Se podría decir que sí.

—¿Un niño o una niña?

—¿Qué?

—¿Cuidabas de un niño o de una niña?

—Una niña. Y hablando de niñeras, Paula—dijo, cambiando de conversación— ¿dónde están los padres de Facundo? Quiero decir, ¿cómo es que no te ayudan a cuidar de Bauti?

—Oh —Paula no sabía qué decir. Decirle que Facundo no era el padre de Bauti llevaría a un montón de incómodas preguntas, pero, por suerte, había una forma de contestar a la pregunta de Pedro sin tener que mentir exactamente.

—Viven en Hobart, Tasmania.

—Eso está muy lejos. Es una pena que no vivan en Sidney.

—Sí.

—Ma —oyeron un sonido que venía del asiento de atrás.

Paula giró la cabeza y se encontró con la sonrisa sin dientes de su hijo.

—Mami —dijo ella—. Mami, mami.

—Mami —repitió el pequeño—. Mami, mami.

Paula tomó a Pedro del brazo y lo zarandeó violentamente.

—¿Has oído eso? ¿Has oído? ¡Está hablando! ¡Ha dicho «mami»! —exclamó con lágrimas en los ojos.

—¡Paula, por favor! —protestó Pedro—. ¿Quieres que nos matemos? ¡Suéltame el brazo!

—Perdona. Es que me ha hecho mucha ilusión.

—Ya veo —dijo, sonriendo—. ¿Y eso hace que todo valga la pena, mami, mami?

—Mami, mami, mami —repitió inmediatamente Bauti y el corazón de Paula se hinchó de emoción.

—Sí, cariño, dilo otra vez: mami, mami.

Bauti lo repitió y después sonrió encantado, ante la cara de aprobación de su madre.

Paula  no se había sentido tan feliz en su vida.

—¡Verás cuando se lo diga a Mariana!

—No tendrás que esperar mucho. Ya hemos llegado.

Paula preguntó el número de la habitación de Mariana en recepción, con Bauti en brazos y escuchó las complicadas indicaciones de la enfermera.

—¿Has oído eso, Pedro? —preguntó, dándose la vuelta—. ¿Pedro?

Y entonces lo vió, dirigiéndose hacia ella desde la tienda de regalos. Sonreía y llevaba en la mano un ramo de flores y una cesta de frutas.

Paula sintió aquella sonrisa hasta en lo más hondo. Era una respuesta preocupante porque conocía a aquel hombre y enamorarse de él no era parte del trato.

—Si esa cara significa que te vas a enfadar por lo que te va a costar esto —dijo, cuando llegó a su lado—, no lo hagas. Me puedo permitir comprar unas cuantas flores.

—Esas no son unas cuantas flores —contestó ella, mirando el enorme ramo de rosas rojas y blancas—. Y la cesta de frutas no puede haberte costado menos de veinte dólares. Insisto en pagar esta vez. Y no me digas que la chica de la tienda de regalos también te debía un favor, porque no me lo voy a creer.

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