sábado, 2 de julio de 2016

Un Amor Imposible: Capítulo 30

Paula se despertó con el timbre del teléfono. De momento estaba aturdida, pero enseguida supo dónde estaba.

Pedro suspiró y se volvió a contestar la llamada.

—¿Dígame? —dijo en tono brusco.

Paula se tapó con la sábana, se sentó y se retiró el pelo de la cara. ¿Quién podría ser? Esperaba que no fuera Ailén.

—¿Cuánto tiempo lleva así? —preguntó de pronto Pedro.

No tenía idea de con quién hablaba ni de qué; pero no le pareció que pudiera ser Ailén.

—No, creo que tienes razón, Juan. No le hagas caso. Hay que llevarla al hospital ahora mismo.

Paula emitió un gemido entrecortado. ¡Algo le pasaba a Felisa!

—¡No creo que debamos esperar a que venga una ambulancia! —le dijo Pedro a Juan con firmeza—. Métela en el coche y os llevaré directamente a St Vincent’s. Voy a ponerme algo.

Colgó el teléfono, retiró la sábana y saltó de la cama.

—A Felisa le están dando dolores en el pecho —dijo mientras avanzaba hacia el vestidor—. Voy a llevarla al hospital.

—¿Puedo ir yo con ustedes? —le preguntó Paula alarmada.

—No, tardarás mucho en vestirte —dijo él mientras regresaba al dormitorio con los vaqueros ya puestos y una camiseta de rayas en la mano.

—Pero es que...

—No discutamos sobre esto, Paula—se puso la camiseta rápidamente—. Te llamaré cuando estemos en el hospital.

—No te has puesto zapatos —dijo Paula al ver que iba descalzo hacia la puerta—. ¡No puedes ir al hospital sin zapatos!

Pedro volvió a ponerse unas zapatillas de deporte y después salió corriendo del cuarto. Paula le oyó bajar las escaleras y al momento ya no oyó nada.

Sintió náuseas cuando pensó en que la pobre Felisa pudiera estar sufriendo un ataque cardiaco. ¡Tal vez falleciera!

Pensó en lo mal que se había sentido cuando a su padre lo había matado un infarto repentino. Aparte del trauma emocional de perder a su padre, le había pesado muchísimo el hecho de que no había podido despedirse de él ni decirle cuánto le quería.

Felisa no era su madre, pero la quería. Le daba pena que Pedro se hubiera ido sin ella, pero también era cierto que habría tardado más que él en vestirse. Se le ocurrió que eso no le impedía vestirse e ir al hospital en su coche.

Dicho y hecho. Paula saltó de la cama en dos segundos y corrió a su habitación. No fue tan rápida como Pedro, pero consiguió estar respetable en menos de diez minutos. Tardó unos minutos más en salir porque tuvo que cerrar todas las puertas.

Le costó un poco dar con el hospital, porque llevaba muchos años sin ir; precisamente desde que había muerto su madre. Por fin dió con la calle, y encontró un sitio donde aparcar que no quedaba lejos de la entrada de urgencias. Acaba de llegar a la sala de espera de urgencias cuando sonó su teléfono.

—¿Pepe? —respondió de inmediato al ver su número en la pantalla.

—¿Pero dónde estás? —gruñó él—. Te he llamado a casa y no me contestas.

—No podía quedarme allí esperando, Pepe, así que me vestí y me vine para el hospital. Acabo de llegar a urgencias. ¿Cómo está Felisa?

—No demasiado mal. Se la llevaron de inmediato y enseguida le dieron medicación. Después le pusieron un monitor para medir el ritmo cardíaco. El médico cree que puede haber sufrido una angina de pecho.

—Pero eso es grave, ¿no? Quiero decir, la angina puede conducir a un infarto.

—Sí, puede. Pero por lo menos la hemos traído aquí, donde le harán más pruebas y le darán el tratamiento adecuado. Ya conoces a Felisa. No le gusta ir al médico, y menos estar aquí en el hospital. Voy a asegurarme de que se quede un par de días más, hasta que estemos seguros de cómo está. He llamado a un colega que tiene un tío aquí que es un especialista del corazón. Vamos a pasarla a una habitación privada después de que el médico de urgencias haya terminado con ella.

Paula se quedó más tranquila.

—Qué bien, Pepe. ¿Cómo está Juan?

—Para ser sincero, nunca le he visto tan angustiado —susurró Pedro—. Está pegado a la cama de Felisa, pálido como un muerto. Voy a ver si lo convenzo para que venga conmigo a tomar una taza de té y un pedazo de pastel. Creo que está muy asustado. Mira, Paula, quédate donde estás y ahora voy por tí y nos vamos todos juntos. Tiene que haber una cafetería aquí en el hospital.

—¿No puedo ver antes a Felisa? Necesito verla, Pepe.

Quería decirle que la quería; también que volvía a casa para quedarse. Solicitaría trabajo en un colegio más cercano; o mejor, encontraría un trabajo en uno de los colegios de preescolar de la zona. Siempre hacían falta profesoras de infantil con experiencia.

—No se va a morir, Paula —le dijo Pedro con suavidad.

—Eso no lo sabes tú. ¿Y si tuviera una recaída mientras estamos tomando algo? Jamás me lo perdonaría.

—De acuerdo. Paula, quédate donde estás y voy por tí. Voy a decirle a Juan dónde vamos.

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