sábado, 9 de julio de 2016

Un Amor Imposible: Capítulo 42

Cuando Pedro se zambulló y no la vió, nadó hasta el extremo y se asomó al repecho más abajo para ver si la veía allí, esperando a que él la rescatara. Un miedo feroz se apoderó de él cuando vió que el repecho poco iluminado estaba también vacío. El mero pensamiento de que pudiera haberse precipitado a las aguas rocosas más abajo le resultó tan horrible que apenas pudo concebirlo; porque nadie podría sobrevivir a una caída tal.

—¡No! —gritó al viento.

No podía estar muerta; su Paula no; su preciosa y maravillosa Paula no.

—¡Pepe! ¿Pepe, estás ahí?

Pedro estuvo a punto de gritar del alivio que sintió.

—Sí, estoy aquí —respondió mientras bajaba al repecho con cuidado—. ¿Dónde estás? No te veo.

Empezaba a acostumbrarse a la oscuridad, a pesar de lo mucho que le lloraban los ojos por el fuerte viento.

—Aquí abajo.

—¿Dónde?

Se inclinó todo lo que pudo hasta que por fin la vió agarrada a una roca del acantilado unos metros por debajo del repecho. Pero no era a una roca donde se agarraba, sino a un arbusto algo enclenque que nacía de la roca.

—¿Puedes apoyar el pie en algún sitio?

—Bueno, sí, pero me parece que se va a soltar el arbusto. Ay, sí, Dios mío, está cada vez más suelto... ¡Haz algo, Pedro!

Pedro sabía que estaba demasiado lejos para alcanzarla. Necesitaba algo largo para que ella pudiera agarrarse. ¿Pero el qué?

De pronto pensó en la sombrilla de la piscina. Era bastante grande y el palo de hierro largo.

—Espera, Paula. Tengo una idea.

Volvió a la piscina, agarró la sombrilla, tiró de ella y volvió al repecho.

—Toma —dijo mientras trataba de dirigir el palo hacia ella—. Agárrate a esto.

Ella hizo lo que le decía.

—Agárrate fuerte —le ordenó.

Su peso le sorprendió al principio; pero Pedro se sentía fuerte, más fuerte de lo que se había sentido jamás. Y al momento la tenía allí, entre sus brazos, llorando de miedo y alivio.

Pedro la abrazó con fuerza, con los ojos cerrados.

—Tranquila, ya estás a salvo.

—Ay, Pepe... Creí que iba a morir.

Pedro la abrazó todavía más, porque él había pensado que había muerto. Aquél fue el momento más crucial de su vida. Entendió lo que había sentido Juan en el hospital; porque igual que Juan amaba a Felisa, él amaba a Paula. Oh, sí, la amaba. Ya no le cabía ninguna duda. ¿Pero qué cambiaba eso? ¿Acaso Paula no estaría mejor sin él? Ya no sabía qué pensar.

—Yo... no puedo dejar de temblar —a Paula le castañeteaban los dientes.

—Estás en estado de shock, es normal —le dijo él—. Lo que necesitas es darte un baño caliente y tomar un té calentito con mucho azúcar. Pero primero tengo que sacarte de aquí con mucho cuidado...

Paula no podía dejar de pensar en esos momentos en los que había pensado que iba a perder la vida. Al enfrentarse uno a la muerte así entendía lo que era y no era importante; y cuando uno sobrevivía a una experiencia tal, estaba más dispuesto a arriesgarse.

—Aquí tienes el té —le dijo Pedro, entrando en el baño.

Paula estaba metida en la bañera de agua caliente con el bikini rosa puesto. Sin embargo, Pedro seguía desnudo.

—¿Te podrías poner algo? —le pidió ella cuando él le dió la taza.

Paula sabía que le costaría hablarle si estaba desnudo; y quería hablar con él con sinceridad, con sensatez.

Pedro  se enrolló una toalla a la cintura.

—¿Te vale así?

—Sí, gracias. No te vayas, Pepe, por favor... Tengo... tengo algo que decirte.

Paula dió un sorbo y dejó la taza en el borde de la bañera.

—He decidido que no quiero volverme a casa mañana.

Él se sorprendió.

—¿Y eso por qué, Paula?

—Te amo, Pepe. Siempre te he querido. No estabas equivocado cuando dijiste la razón por la que he venido aquí contigo. Pensaba que, si pasábamos unos días juntos, tal vez te darías cuenta de que a lo mejor sientes algo por mí, de que también me amas. Y fantaseaba con que tal vez terminarías pidiéndome que me casara contigo.

Él se apartó de la pared donde estaba apoyado.

—Paula, yo... —empezó a decir.

—No, déjame terminar, por favor, Pepe.

—Muy bien.

—Tal vez hayas adivinado mis razones para venir contigo. Pero te equivocas si piensas que he utilizado el sexo para conseguir lo que quería. Cuando he accedido a acostarme contigo, no ha sido con ningún plan en mente. Me encanta que me hagas el amor. Jamás he vivido nada parecido. No sé cómo describir lo que siento cuando estás dentro de mí, y no quiero renunciar a ese placer, Pepe. Así que, si aún me quieres aquí, me gustaría quedarme... Yo, te prometo que no volveré a mostrarme celosa. Sólo quiero estar contigo, Pepe —concluyó con voz angustiada—. Por favor...

Cuando vió que a Paula se le llenaban los ojos de lágrimas, Pedro no pudo soportarlo más. El verla de ese modo le estaba matando.

—No llores —sollozó él mientras se arrodillaba junto a la bañera—. Por favor, Paula, no llores.

—Lo siento —sollozó ella—. Sólo es que... es que te quiero tanto...

Él rodeó su precioso rostro con las dos manos.

—Y yo también te quiero, cariño.

Ella gimió de sorpresa.

—Me he dado cuenta esta noche cuando pensé que te había perdido. Te amo, Paula. Y sí que quiero casarme contigo...

Ella lo miró con una mezcla de extrañeza y escepticismo.

—Pepe... no lo dices en serio… es imposible. Tú siempre has dicho...

—Sé lo que he dicho siempre. Pensaba que no era lo suficientemente bueno para tí.

—Oh, Pepe. Eso no es cierto.

—Sí, lo es —insistió él—. Pero, si confías en mí, te prometo que haré lo posible para no hacerte daño jamás, para no decepcionarte ni a ti ni a tu padre. Te seré fiel sólo a tí. Te amaré y protegeré. Y amaré y protegeré a nuestros hijos.

Ella, que ya estaba sorprendida, se asombró aún más.

—¿Quieres tener hijos?

—Te daré hijos, cariño, porque sé que los defectos que tenga como padre quedarán compensados por tu habilidad como madre.

—Pepe... no debes decirme cosas tan bonitas —sollozó.

—¿Por qué no? Las digo muy en serio.

Ella lo miró llorosa.

—Las dices en serio, ¿verdad?

—Claro que sí, amor mío.

—Yo... no sé qué decir.

—Dime que te casarás conmigo, para empezar.

—Oh, sí, sí —dijo ella.

Él la besó y, cuando se apartó de ella, Paula sonreía.

—Me alegra comprobar que tenía razón —dijo Paula.

—¿En qué? —le preguntó Pedro.

—En que la protagonista de una historia de amor nunca muere.

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