—Por ahí.
—Ya veo que no has cambiado. Sigues tan comunicativo como siempre.
—Eso no es verdad. Tú y yo hemos tenido algunas de las charlas más largas de la historia en esta misma mesa. Hemos discutido de todo, de la A a la Z. Hemos resuelto los problemas del mundo y hemos analizado críticamente todos los libros que hemos leído.
—No estoy hablando de eso y tú lo sabes. ¡Maldita sea, Pedro, por lo menos podías haber tenido la decencia de informarme antes de desaparecer! Creí que éramos amigos.
—Y lo somos. Pero ya me conoces. Nunca me quedo en ningún sitio demasiado tiempo. Me aburro.
Gonzalo no estaba seguro de cuánto tiempo había estado Pedro yendo a aquel bar antes de su desaparición. Un par de meses quizá, pero parecía más tiempo. Las charlas con él eran muy interesantes porque había estado en montones de sitios y había hecho un millón de trabajos, desde obrero en una refinería de petróleo hasta cocinero o albañil.
—Bueno, ¿con cuánto tiempo nos vas a honrar esta vez?
—Quién sabe. Una semana, un mes, un año. Depende.
—¿De qué?
—No me preguntes, Gonza. Voy donde me parece.
—Seguro que hay por medio alguna mujer —susurró Gonzalo.
La expresión de Pedro se congeló y sus ojos oscuros atravesaron a Gonzalo como una daga.
—¿Qué demonios estás intentando decirme?
Gonzalo se quedó desconcertado. Aquél era un lado de Pedro que nunca había visto antes. El repentino cambio de humor era sorprendente.
Toda su actitud, su aspecto físico y su voz habían cambiado en un segundo.
—No te pongas así —dijo Gonzalo rápidamente—. Sólo estaba imaginando la razón para tu rápida desaparición de Sidney. Me había imaginado que alguna de tus mujeres había intentado echarte el lazo.
Pedro se relajó visiblemente y volvió a ser inmediatamente el de siempre, con una sonrisa divertida en los labios.
—¿Alguna de mis mujeres? —preguntó, apoyándose en el respaldo de la silla y dando otro trago a su cerveza—. Hablas como si tuviera un harén.
—¿Y no lo tienes?
—En absoluto. Me gustan de una en una.
—Sí, seguro. De una noche en una noche querrás decir. Nunca te he visto con la misma mujer dos veces seguidas.
—La variedad es la sal de la vida, ya sabes —dijo Pedro, encogiéndose de hombros.
—Que tío con suerte. Si yo tuviera tu aspecto, sería como tú. Aunque, para decir la verdad, creo que prefiero mi vida de soltero. Las mujeres no traen más que problemas. Entonces, ¿no te marchaste de Sidney porque una mujer empezó a oír campanas de boda?
—No, por Dios. Nunca me mezclo con ese tipo de mujer. Pero sí ha sido una mujer lo que me ha traído a Sidney de vuelta —admitió.
—¿Ah, sí? Soy todo oídos. Debe de ser muy especial para hacerte volver.
—No me creerías si te dijera quién es —dijo Pedro, riendo.
—Yo de tí me lo creo todo.
—Es una monja.
—Una monja —repitió Gonzalo, moviendo la cabeza—. Por Dios bendito, Pedro, ¿No hay miles de mujeres disponibles en el mundo sin que tú tengas que pervertir a una inocente criatura?
—Sor Agustina está a punto de cumplir los ochenta —dijo Pedro riendo.
—Ah, en ese caso es posible que esté segura.
—Prácticamente me crió.
—¿En serio? Cuéntame.
—No hay mucho que contar. Su orden solía encargarse de un orfanato de Strathfield. A mí me dejaron en su puerta un día hace treinta y cinco años, cuando sólo tenía un par de semanas, con una nota diciendo que mi nombre era Pedro. Las hermanas y sobre todo la hermana Agustina, me criaron y me dieron el apellido Alfonso.
—¿Por qué no fuiste adoptado si eras tan pequeño?
—Tenía muchas posibilidades, pero me han contado que cada vez que un matrimonio quería adoptarme, tenían que tomar el té con sor Agustina, tras lo cual cambiaban repentinamente de opinión y elegían otro niño. Debía decirles que era deficiente mental o Dios sabe qué. Ella siempre ha dicho que nunca mintió sobre mí e insiste en que fue designio de Dios que me quedara con ellas. En fin, cuando cumplí dos años las monjas dejaron de mostrarme a posibles padres y me quedé definitivamente en el orfanato, donde pudieron mimarme a gusto.
—¿Lo ves? Las mujeres se enamoraban de tí incluso entonces.
Pedro sonrió. Era una sonrisa suave y dulce que mostró a Gonzalo otro aspecto de Pedro. Su lado sensible.
—Yo creo que se sentían solas. Especialmente sor Agustina. Probablemente tenía demasiado instinto maternal. Y hablando de instinto maternal, ¿qué ha pasado con la pareja que no podía tener hijos? ¿Funcionó el asunto? ¿Hay algún niño por ahí desde el año pasado?
No hay comentarios:
Publicar un comentario