hasta entonces era querido para él y que hacía que la vida fuera soportable.
Su estómago se contrajo, con disgusto. Lo que había pensado que era una reacción lógica, incluso un testimonio de amor a Vanesa y a su hija, se había convertido al final en cobardía. Había sentido miedo de enamorarse de nuevo, miedo de volver a arriesgarse a resultar herido por segunda vez. ¿Hasta qué punto?, se preguntó a sí mismo. ¿Realmente quería convertirse en un viejo solitario y miserable? La noche anterior le había enseñado que aún seguía queriendo lo que había querido una vez. Había sentido un estremecimiento cuando tuvo a Bauti en los brazos y había sentido lo mismo cuando le había hecho el amor a Paula.
Aunque quisiera decirse a sí mismo que no era más que sexo, sabía que se estaba mintiendo a sí mismo. Había experimentado el placer infinidad de veces, pero aquello era mucho más. Un deseo de que ella sintiera placer más que sentirlo él mismo. Una ternura mezclada con la pasión. Lo que había estado llamando caballerosidad, era en realidad el principio del amor.
Se había estado enamorando de ella desde el principio. ¿Podría hacer que ella lo amara después de lo que había hecho? ¿Volvería a confiar en él? Quizá al marcharse había quemado sus puentes.
Pedro se sintió sorprendido por el pánico que sintió ante aquella posibilidad. Eso le mostraba que estaba emocionalmente comprometido con aquella mujer.
—¿Pedro? ¿Pedro, qué te pasa?
Pedro tomó a sor Agustina por los hombros, con el corazón latiéndole con fuerza, mientras tomaba una decisión que creía que no volvería a tomar nunca más.
—Sólo cosas buenas, Agus —dijo firmemente—. Sólo cosas buenas.
—¿Cosas buenas?
—Sí. Y hablando de cosas buenas, ¿no podrías conseguirme algo de desayuno? Tengo un día muy complicado por delante y voy a necesitar toda la energía posible.
—Pedro, dime qué te pasa, por favor.
—Lo haré, Agus. Lo haré durante el desayuno. Hasta entonces, tengo que afeitarme y lavar un par de cosas. Por cierto, ¿qué has hecho con toda mi ropa? Sé que tenía un par de trajes.
—¡Ay, hijo! Se los dí a la parroquia de San Vicente de Paul hace un mes. No te los habías puesto en años y pensé que...
—No pasa nada —interrumpió Pedro—. Seguramente ya no me valdrían. Iré a comprarme ropa nueva. A lo mejor, hasta me compro un coche.
—Pedro, si no me dices ahora mismo lo que te pasa, te prometo que no habrá desayuno.
Pedro sonrió.
—¿Chantaje, Agus? —bromeo—. ¿Adonde va a llegar el mundo?
Sor Agustina se había cruzado de brazos y golpeaba el suelo con el pie. Pedro se acercó y la besó en la mejilla.
—Me rindo. Confesaré.
—Espero que no vayas a decirme algo que no quiera oír.
Él sonrió. Se iba a llevar una sorpresa.
—La verdad, Agus, es que he conocido a una mujer. Una mujer estupenda.
—¡Oh, Pedro! —exclamó ella, con los ojos brillantes.
—Pero eso no es todo.
—¿No?
—Tiene un hijo de menos de un año. Su padre murió en un accidente.
Sor Agustina abrió los ojos desmesuradamente. Pedro podía ver la esperanza y la sorpresa en su rostro.
—Creo que...—dijo, intentando que su voz sonara normal— yo podría ser un buen padre para ese niño. Y sé que podría ser un buen marido para ella. Se llama Paula, por cierto. Y el niño se llama Bautista.
—Oh, Pedro...—dijo ella, con lágrimas en los ojos.
Pedro sintió que las lágrimas también afloraban a sus ojos.
—Necesito tu ayuda, Agus. He metido la pata con Paula esta mañana y voy a tener que hacer algo para recuperar su confianza, por no decir su amor.
—Cualquier cosa, Pedro.
—Sólo quiero que me apoyes. Y no pierdas la fe en mí.
—Nunca he perdido la fe en tí, mi querido niño —dijo ella, las lágrimas rodando por sus mejillas—. Nunca.
—Lo sé —susurró él, abrazándola—. Lo sé.
No hay comentarios:
Publicar un comentario