sábado, 30 de julio de 2016

El Niñero: Capítulo 34

Y él no había mentido sobre lo de querer dormir con ella. Si hubiera dicho que no, simplemente no lo hubiera creído.

Un pensamiento cruzó su mente y empezó a reír.

—¿De qué te ríes? —preguntó Pedro.

—Estaba pensando qué pasaría si Gonzalo viniera hoy de visita y te encontrara instalado en mi casa como niñera.

—¿Hay posibilidades de que eso ocurra?

—Casi ninguna. Pero me haría gracia ver la cara que pone.

Paula se dió cuenta de que a Pedro no le hacía ninguna ilusión. Alargó el brazo y le tocó el hombro.

—No te preocupes. Gonzalo no dirige mi vida. Yo hago lo que quiero. Y quiero que seas la niñera de Bauti.

—Me estás tocando —dijo él, mirando su mano.

—Lo siento —dijo ella, apartándola.

—No lo sientas —murmuró él, sin dejar de mirarla—. Puedes tocarme todo lo que quieras. Donde quieras y como quieras.

—¡No digas eso! —exclamó ella, asustada por la pasión en su mirada y por la intensidad de su propio deseo de hacer justo lo que él estaba diciendo.

—¿Por qué no? Es la verdad. Lo de anoche fue increíble. Estaría loco si no quisiera más. Pero no tengo intención de forzar el tema —siguió, de repente muy serio—. Sólo quería que supieras lo que siento sobre ese asunto. Lo que ocurra entre nosotros dos a nivel personal, depende enteramente de tí. Pero te aseguro que no te demandaré por acoso sexual si deseas cambiar los arreglos de habitación.

Paula lo miró e intentó serenar su corazón.

—Yo...me gustaría que dejaras de decir cosas tan provocativas como ésa.

—Lo siento. No estoy intentando ser provocativo, sólo sincero. Pero si te molesta, no volveré a hablar de sexo. Por el momento. Pero ahora lo que me gustaría es comer algo. Sor Agustina es una mujer encantadora, pero el desayuno del convento deja mucho que desear. Y el té es como para no creérselo. Daría lo que fuera por unas tostadas con café.

—Bueno —dijo Paula riendo—. Eso sí lo puedo hacer. Espero. Pero me hará falta un poco de ayuda. Soy famosa por quemar tostadas, créeme.

Se dirigieron hacia la cocina.

—Alguien debería enseñarte a cocinar.

—¿Ah, sí? —sonrió ella con coqueteo—. ¿Y me vas a enseñar tú?

—Soy famoso por enseñarle a las mujeres un par de cosas —dijo, con una cara tremendamente seria.

—¡Eso sí me lo creo!

—¿Estás implicando que soy un depravado? —preguntó él, ofendido de broma.

—Nada de eso —sonrió Paula.

—¡Sepa usted que he sido monaguillo! Incluso pensé en hacerme cura durante veinte segundos un día, mientras asistía a misa.

—Ah. ¿Y por qué cambiaste de opinión?

—Porque llegó una niña y se arrodilló delante de mí. Llevaba un vestido de flores y tenía unas.... —hizo un gesto a la altura del pecho.

—Ya entiendo —dijo Paula riendo—. ¿Qué pasó cuando saliste de la Iglesia? ¿O no debería preguntar?

—Pregunta.

—Vale. ¿Qué pasó?

—Nada de nada. Ella era un poco mayor. Por lo menos diecisiete o dieciocho años. Pero comprendí entonces que el voto de castidad no era para mí.

—¿Cuántos años tenías entonces?

—No lo recuerdo bien. Probablemente unos ocho.

—Ocho. Ya entiendo. Fue un niño de ocho años el que me enseñó las diferencias entre las chicas y los chicos.

—¿En serio? Cuéntame.

Paula ni siquiera dudó. Lo cual era una sorpresa. Normalmente era reservada cuando se trataba de hablar sobre su vida privada, pero era muy fácil hablar con Pedro. Empezó por contarle aquella parte de su vida cuando era una niña y siguió mientras tomaban café con tostadas. Le habló sobre su puritana madre, su rebelde pero no muy exitosa incursión en el sexo durante los años de universidad y su amor apasionado por el periodismo y los viajes, lo cual llevó inevitablemente a su vida con Facundo.

—¿Le conociste cuando tenías veintiún años? —preguntó Pedro, masticando su tercera tostada.

Los dos estaban sentados en los taburetes de la cocina.

—Sí. En mi primer viaje fuera de Australia. Estaba en París en un hotel horrible. Me robaron el bolso durante una visita a la torre Eiffel y estaba llorando como una loca en un banco del parque cuando un hombre muy guapo me dio su pañuelo.

—O sea, ¿tonteando con un extraño?

—¡No fue así! Facundo era un caballero.

—¿Ah, sí? ¿Quieres decir que no te hizo el amor? ¿En París?

—Pues...no.

—Yo lo hubiera hecho.

Paula escondió su cara en la taza.

—No tengo ninguna duda de que te acostaste con la mitad de la población femenina de París cuando estuviste allí —susurró.

—En absoluto. Estás muy equivocada, Paula. Igual que tu hermano.

—No creo.

Pedro suspiró. De repente, dejó sobre el plato el trozo de tostada y se bajó del taburete.

—Lo mejor será que vaya a guardar la moto en el garaje. Luego subiré mis cosas —dijo, saliendo de la cocina con un gesto de enfado.

Paula se quedó mirándolo. ¿Qué había dicho? ¿Lo habría ofendido al hablar de sus supuestos devaneos con las mujeres? El mismo había admitido que nunca se enamoraba, que se acostaba con las mujeres sin prometerles nada en el futuro, que siempre se marchaba.

La tristeza que sentía ante aquel pensamiento hizo que casi diera un salto. ¿No se estaría enamorando de aquel hombre? ¡No podía ser! La idea era absurda. Ella estaba siendo absurda e ingenua de nuevo. Era encantador y muy atractivo, incluso dulce y considerado, pero no podía olvidar que era un mujeriego que nunca le daba a una mujer lo que deseaba, seguridad.

El sexo estaba muy bien. Pero, como madre de Bautista, lo que necesitaba era un hombre que estuviera con ella cuando las cosas iban mal, un hombre que cuidara de ella y de su hijo y los quisiera con un amor seguro y firme. Pedro no era ese hombre. Él era como un barco que pasaba en la noche y lo mejor sería que no lo olvidara. Y si aquello era demasiado para ella, lo mejor sería que cambiara de opinión inmediatamente y le dijera que se fuera.

En ese momento, Pedro volvió con su mochila y puso su decisión a prueba.

Paula miró aquella maravillosa cara, en ese momento sonriente y supo que no podía decirle que se fuera. Deseaba que se quedara. Lo deseaba.

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