De la calle llegaba el ruido de una moto aparcando en la acera. Treinta segundos más tarde, su propietario aparecía en la puerta del bar, bloqueando por un momento el sol de mediodía con su imponente silueta.
Gonzalo levantó la mirada desde la mesa en la que estaba sentado tomando una
cerveza y, al hacerlo, reconoció al recién llegado.
¡Pedro! Pedro había vuelto de donde quiera que hubiera estado durante los
últimos dieciocho meses.
Gonzalo no estaba seguro de si le gustaba que hubiera vuelto o no. Le caía bien Pedro y le gustaba su compañía, pero se había sentido aliviado cuando el padre biológico de su sobrino desapareció de la faz de la tierra.
Su hermana, Paula, había decidido tener un hijo y Gonzalo se había dejado convencer para buscarle un adecuado donante de semen.
Sabía que estaba haciendo mal, pero había pensado que, si no lo hacía, su testaruda hermana pequeña saldría por ahí a acostarse con cualquiera, fuera adecuado o no.
Su compañero sentimental había muerto mientras trabajaba como fotógrafo en Camboya y Paula había decidido llenar aquel hueco en su vida teniendo el hijo que Facundo siempre le había prometido, pero que no habían tenido nunca. Pero no quería simplemente un hijo. Quería un hijo con la clase de herencia genética que hubiera tenido de ser Facundo el padre. Por lo tanto, el donante de esperma tenía que ser un genio. Y también un perfecto espécimen físico. Había visto un programa de televisión sobre una clínica en Estados Unidos que tenía «esperma inteligente» para mujeres que quisieran niños guapos y dotados y pensaba que aquello era una idea maravillosa.
Naturalmente, en Australia no había clínicas de aquel tipo. Y en el banco de esperma de Sidney, Paula no había encontrado nada que reuniera los requisitos para ser el padre de su «dotada» progenie. Así que se dirigió a su hermano, como hacía siempre que necesitaba algo, para convencerlo de que encontrara a alguien, entre su círculo de atractivos y sofisticados amigos, que pudiera ser el donante. Alguien creativo, inteligente y poco convencional, que fuera enormemente atractivo y no tuviera escrúpulos en regalarle su semilla a una mujer.
Gonzalo había pensado inmediatamente en Pedro. Aunque la mayoría de la gente no lo hubiera hecho.
Sonrió para sí mismo mientras el hombre en cuestión entraba en el bar, llevando con él sus nada desdeñables atributos físicos. Alto, moreno y guapo no era exactamente la mejor descripción. Aunque sí lo era superficialmente. Pero esa definición era demasiado simple para un hombre tan complejo como Pedro.
A simple vista la gente, sobre todo las mujeres, no lo asociaba precisamente con la inteligencia o la creatividad. Gonzalo comprendía aquel error. Era difícil ver más allá de aquel increíble cuerpo o pasar por encima del enorme atractivo sexual de sus ojos negros.
Pedro no era lo que parecía. Además de su bien disimulado coeficiente intelectual, parecía tener menos de los treinta y cinco años que en realidad tenía, por lo que podía llevar el pelo largo, vaqueros ajustados y una chaqueta de cuero negro con un águila grabada en la espalda. Gonzalo tenía apenas dos años más que Pedro, pero sabía que a él aquella ropa le habría hecho parecer ridículo.
—¿Te importa si toco el piano, Arturo? —preguntó Pedro al camarero.
Arturo negó con la cabeza y los clientes miraron asombrados a aquel pedazo de hombre acercarse al viejo piano, sentarse en el desvencijado taburete de madera y empezar a tocar una polonesa de Chopin.
Sus largos y finos dedos recorrían las teclas, de forma apasionada y perfecta en su ejecución. Los clientes del hotel se iban quedando callados a medida que tocaba. La música clásica no era la habitual en aquel lugar, pero podían reconocer la contradicción entre la apariencia del hombre y la brillantez con la que tocaba el piano.
Los dedos de Pedro volaron sobre las teclas hasta que llegó al clímax de la pieza con una floritura de notas. Durante unos segundos, se quedó inclinado sobre el piano como si estuviera exhausto, con los ojos cerrados y el pelo sobre la cara.
Unos segundos después se irguió apartándose el pelo, cerró el piano e hizo un saludo burlón a su asombrado público. Gonzalo empezó a aplaudir, seguido rápidamente por el resto de los clientes.
Pedro se dió la vuelta, sonriendo a su amigo y le indicó que iba por una cerveza antes de sentarse.
—Veo que no has perdido tu toque —dijo Gonzalo, cuando Pedro se sentó en una silla a su lado.
—Estarás de broma —rió Pedro—. Estoy completamente oxidado. No he tocado un piano desde la última vez que estuve aquí —dijo, bebiendo un trago—. Me hacía falta. Hace mucho calor para el mes de noviembre.
—Hace mucho tiempo que no nos vemos —dijo Gonzalo.
—Es verdad —asintió Pedro—. Tienes buen aspecto, Gonza.
Gonzalo sonrió porque sabía que no era verdad. Había sido un hombre guapo unos años antes, pero había ganado peso y se estaba quedando sin pelo. No es que le importara demasiado; su vida no dependía de su aspecto.
—¿Dónde has estado? —preguntó a su amigo.
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