jueves, 21 de julio de 2016

El Niñero: Capítulo 17

No era algo sexual. Era la necesidad desesperada de tener un santuario temporal para curarse de la tensión en la que vivía desde que tuvo a Bauti. No se había dado cuenta hasta aquel momento de lo cansada que estaba, en cuerpo y espíritu.

Pedro se levantó y la miró por encima del hombro.

—¿Te encuentras bien, Paula?

—¿Qué? Ah, sí, claro.

—No, no lo estás. Estás agotada. Mira, son las cinco. ¿Por qué no te echas un rato? Yo me encargo de todo. Te prometo que te despertaré a tiempo.

—¡Pero no vas a encargarte de la cena y de Bauti al mismo tiempo!

—No te preocupes. Sobre la cena, he decidido utilizar el plan B.

—¿El plan B?

—Conozco al dueño de un restaurante italiano que puede traernos la cena. Me debe un favor, así que no saldrá muy cara.

Ella abrió la boca para protestar de nuevo, pero después la cerró, aceptando el plan B.

Su bostezo la tomó por sorpresa. Y el brazo de Pedro en el suyo, porque era tan suave, tan dulce.

—¿Por qué estás haciendo todo esto? —dijo ella, mirándolo.

—¿Haciendo qué?

—Ser tan amable conmigo.

—Esa es una pregunta tonta.

—¿Ah, sí?

—Sí. Ya te he dicho que me gusta rescatar a las damas en peligro. Ahora vete a descansar mientras puedas, Paula, porque esta niñera desaparecerá cuando den las doce.

Sólo tendría que ser noble un par de horas más, pensó Pedro. Eran las seis y media y el hombre del tiempo estaba diciendo que se acercaba desde el sur una enorme tormenta.

—No te enteras, chico —susurró—. Ya está aquí.

De repente, un relámpago iluminó las ventanas y Bautista levantó su rizada cabecita. Llevaba un rato jugando con unos cubos de plástico en la alfombra. Se había despertado poco después de que su madre se hubiera acostado y había tenido a Pedro en danza desde entonces.

—No te atrevas a llorar —advirtió éste cuando vió aquella boquita  hacer un puchero al oír el trueno—. Sólo es ruido. Los niños no lloran por un ruido.

Bautista, tranquilizado por el tono de voz de Pedro, decidió no llorar y siguió jugando con los cubitos, moviendo las manos torpemente, hasta que los tiró al suelo.

Cada vez que los cubitos caían al suelo, chillaba encantado.

—Veo que te vas a dedicar a las demoliciones cuando seas mayor.

Bautista lo miró, sonrió con una de sus sonrisas sin dientes y levantó los brazos.

—Eres un mimoso —dijo Pedro tomándolo en brazos y colocándolo sobre sus hombros. El niño rió, con los ojos brillantes. Pedro también se reía, pero de repente, el recuerdo de otro niño con ojos brillantes le puso un nudo en la garganta y, bajando al niño, escondió la cara entre sus rizos.

—Dios mío —murmuró—. Dios mío.

La emoción le llenaba el corazón y habría llorado por primera vez si Bautista no le hubiera dado un tirón de pelo en aquel momento.

—¡Oye! —exclamó Pedro, dolorido. Pero el dolor era exactamente lo que necesitaba para olvidar lo que estaba sintiendo—. Hora de despertar a tu madre — dijo, saliendo con el niño en brazos de la habitación.

Paula estaba acurrucada en medio de la enorme cama, como una niña pequeña. Tenía un mechón de pelo sobre la cara y los labios ligeramente abiertos. Cuando suspiró bajito entre sueños, Pedro sintió una involuntaria excitación.

—Maldita sea —exclamó bajito, acercándose para tocar su hombro—. Hora de levantarse, Paula —dijo bruscamente.

Paula no se despertó enseguida; gimió suavemente y se estiró con los ojos cerrados, de una forma demasiado voluptuosa para Pedro.

Éste apretó los dientes y se dijo a sí mismo que aquello no volvería a ocurrirle de nuevo. La próxima vez que ofreciera sus servicios a una mujer guapa sería una soltera, desnuda y que estuviera debajo de él.

—¿Qué hora es? —susurró ella.

—Las seis y media.

No hay comentarios:

Publicar un comentario