—No tienes por qué hacerlo. Ha sido un placer.
Paula se sonrojó y Pedro se quedó sorprendido. ¿Qué había dicho para que se pusiera colorada? Ella apartó la vista rápidamente.
—¿Paula? ¿Qué pasa? ¿Qué he dicho?
—Nada—contestó ella, sin mirarlo—. Es que...siento vergüenza de mí misma, eso es todo.
—Pero, ¿por qué?
Los ojos de ella volvieron a los suyos, brillantes.
—¿Que por qué? Por muchas cosas, pero sobre todo por ser tan grosera contigo cuando llegué a casa. Y por juzgarte mal.
—¿Juzgarme mal?
—Sí. Sólo porque vas en moto y te vistes de esa manera, asumí que eras el típico machito neanderthal, pero eres un hombre muy inteligente y sensible y tienes más sentido común que la mayoría de los hombres que conozco. Y has hecho todo esto para una cena a la que ni siquiera estás invitado...
Sonó el timbre y Paula lanzó un gemido.
—Paula, cálmate —aconsejó firmemente Pedro—. Te prometo que nada de lo que has dicho hoy me ha ofendido. Era perfectamente comprensible. No tienes por qué sentirte avergonzada ni culpable de nada. Mira, estás pasando por unos momentos difíciles últimamente y lo que ha pasado hoy hubiera sido suficiente para sacar a cualquiera de sus casillas. Ahora, ve a abrir la puerta y pásalo bien. Si te sientes muy culpable sobre la comida, súbeme un plato —añadió—. Tengo hambre y la ternera de Gabriel es mi debilidad. También puedes subirme un par de pasteles. ¿De acuerdo?
—Haces que todo parezca tan sencillo, pero no lo es —dijo ella.
—Puede serlo si tú quieres.
—No lo entiendes, ¿verdad? Pero, claro, no puedes —dijo ella, mirándolo con una sonrisa divertida.
El timbre volvió a sonar de forma insistente.
—Lo que entiendo es que si no abres la puerta, Bauti va a despertarse.
—Vale, voy. Sé cuando he perdido.
—Yo también —murmuró Pedro, subiendo los escalones a saltos, antes de que a Paula le diera otro ataque de culpabilidad y le pidiera que cenara con ellos.
Aunque en ese momento, Paula creía que era un auténtico caballero, su primera impresión no había sido del todo equivocada. Durante los últimos diez años, había hecho el papel de macho neanderthal con más mujeres de las que podía recordar. Y sospechaba que la noche que le esperaba iba a poner a prueba su galantería más de una vez.
Paula subió varias veces para ver cómo estaba Bautista y para llevarle la cena. Cada vez que subía, él pretendía estar absorto en un programa de televisión. Pero aún así, suspiraba con alivio cada vez que se marchaba.
Su frustración llegó a alturas inesperadas cuando le subió el café alrededor de las diez y se quedó un rato, primero sentada en el brazo del sofá y después, al lado de la ventana, charlando acerca de la tormenta que estaba en pleno apogeo. La lluvia golpeaba con fuerza y las ramas de los árboles rozaban contra el cristal bajo la fuerza del viento.
Pedro la encontraba igual de deseable aunque le diera la espalda. Seguía mirando su pelo y deseando tomarlo entre sus dedos y llevarla al sofá con él; hubiera deseado meter las manos por debajo de aquel chaleco y acariciar sus desnudos pechos; le hubiera gustado tenerla jadeando debajo de él.
—Paula—dijo por fin—. ¿Qué van a pensar tus invitados si desapareces cada diez minutos?
Paula se dió la vuelta, con los brazos cruzados sobre el pecho y una expresión rebelde.
—Me da igual lo que piensen. Nunca me he aburrido tanto en mi vida. Creí que me vendría bien invitar gente a mi casa, charlar con ellos, tener un poco de compañía, pero no es así. Creí que Daniela y Ludmila eran mis amigas, pero veo que yo les importo tan poco como ellas a mí. Les he contado lo que le ha pasado a Mariana y ni siquiera me han preguntado cómo está o si voy a poder ir a trabajar el lunes. Y como Bautista está en la cuna, simplemente no existe para ellas. Ludmila incluso ha dicho que no tenía intención de tener hijos en su vida porque estropearía su figura. Y sus novios...Lo único que puedo decir es que si eso es lo único que hay en el mercado, yo paso.
Pedro estaba sorprendido de aquella reacción, pero comprendía muy bien lo que sentía. Sus palabras eran un eco de lo que él había encontrado en su vida durante los últimos diez años. No es que hubiera estado buscando una mujer, pero no había podido evitar darse cuenta del juego de las mentiras en que se había convertido la búsqueda de pareja y entendía perfectamente la desilusión de Paula.
La mayoría de la gente soltera de más de treinta años era egoísta y demasiado exigente. Sus expectativas eran ridículamente altas. Lo querían todo, pero no estaban dispuestos a dar nada a cambio. El compromiso y el sacrificio eran conceptos que ni se mencionaban. La relación duraba lo que duraba la pasión, que normalmente era muy poco.
—Las relaciones son muy complicadas en estos días —murmuró Pedro—. Encontrar a alguien es difícil.
—¿Por eso tú no te has casado?
—En parte.
—¿Y cuál es la otra parte?
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