sábado, 16 de julio de 2016

El Niñero: Capítulo 9

—Estoy esperando.

—Soy Pedro, el amigo de Gonzalo. He venido a cortar el césped.

Su fiera expresión no se relajó ni un segundo.

—En ese caso, ¿por qué estás dentro de la casa, medio desnudo y con mi hijo en brazos? ¿Y dónde demonios está Mariana?

—Mariana se cayó por las escaleras. Está en el hospital.

—¡Oh, no! —exclamó Paula, bajando la lámpara, completamente desolada.

Pedro la observó. Podría ser una mujer tremendamente atractiva si se tomara alguna molestia con su aspecto. En aquel momento, no llevaba ni gota de maquillaje y llevaba el pelo castaño en un moño tan apretado que no se le salía ni un sólo pelo.

Pero nada podía disfrazar los finos rasgos de su cara.

Su cuerpo era otra cosa. Aunque era obviamente delgada, era imposible adivinar su figura, escondida bajo unos pantalones masculinos, una camisa blanca y una chaqueta de lino azul marino.

A Pedro le hubiera gustado soltarle el pelo y quitarle aquellos horribles pantalones.

—¿Y cuándo ha ocurrido todo eso?

—Hace un poco más de una hora. Cuando terminé de cortar el césped, Bautista estaba llorando como un loco, así que entré en la casa y me encontré a Mariana tirada en el suelo. Se había desmayado, pero recobró el conocimiento.

—¿Por qué no me has llamado a la oficina? —preguntó Paula, con tono acusador—. Mariana sabe mi número.

—Lo he intentado, pero comunicaba todo el tiempo.

—¡Marcela! —exclamó Paula, dando una patada en el suelo—. Cree que ese teléfono es su línea privada. Me va a oír cuando llegue el lunes a la oficina. Pero eso no explica que no lleves nada puesto —insistió ella, mirándolo de arriba abajo con desaprobación.

Pedro estaba empezando a sentirse irritado, a pesar de que comprendía su reacción.

—Me he dado una ducha —explicó con tranquilidad—. Y además, iba a afeitarme.

Ella miró la sombra de su barba y después su pelo, que, despeinado, probablemente le daba un aspecto más bien salvaje.

—¿La moto que hay en el garaje es tuya?

—Sí. ¿Por qué?

—¿Y eres amigo de Gonzalo? —preguntó escéptica.

Pedro  podía imaginarse lo que estaba pensando y no le gustaba nada.

—¿Por qué no? —contestó él con tono helado—. ¿Tienes algo contra los tíos que van en moto? Sí, ya veo que sí. Bueno, toma a tu niño. Gracias a Dios sigue en esa edad en la que los prejuicios de los padres no afectan a su carácter.

Cuando Pedro dió un paso hacia ella, Bautista empezó a llorar. Paula extendió los brazos para tomarlo y entonces ocurrió algo que los dejó helados.

La toalla que Pedro llevaba alrededor de la cintura se deslizó hasta el suelo, dejándolo frente a ella en toda su gloria natural.

Pedro se quedó rígido, absolutamente avergonzado. Pero, más avergonzado aún porque Paula estaba mirando fijamente sus partes íntimas y se dió cuenta de que, en lugar de encoger, estaba ocurriendo todo lo contrario.

Ella seguía mirándolo y aquello seguía creciendo asombrosamente.

Apretando los dientes, le entregó al niño e, inclinándose para tomar la toalla del suelo, volvió a envolverse en ella con manos temblorosas. ¿Qué le estaba pasando?, pensaba. ¡Que una mujer lo redujera a aquella situación!

—Si ya me has visto bien, —dijo él— me vestiré y me marcharé.

Rápidamente, se dió la vuelta y se dirigió al cuarto de baño, cerrando la puerta de un portazo. Ya no pensaba en afeitarse porque era incapaz de sujetar una cuchilla de afeitar. Estaba demasiado enfadado, con él mismo y con ella.

—Idiota —musitó, mientras se ponía los pantalones—. Te lo tienes merecido por hacer de buen samaritano. Las mujeres no saben cómo ser agradecidas. ¡Y no tienen ningún decoro!

Cuando terminó de vestirse, su rabia había desaparecido y su imagen en el espejo hizo que sonriera. Si Madame Paula creía que tenía un aspecto peligroso semi–desnudo, no quería ni imaginarse qué pensaría de él con aquella ropa.

Se había puesto una camiseta negra que enfatizaba los músculos de sus brazos y que, junto con los ajustados vaqueros, le daba un aspecto salvaje.

Normalmente, Pedro odiaba a la gente que juzgaba sólo por las apariencias, pero ni siquiera él hubiera invitado a cenar a la persona que se reflejaba en el espejo. Lo único que le faltaba era un tatuaje para completar la imagen de primitiva agresividad masculina. Un pendiente tampoco hubiera ido mal, pero incluso sin aquellos toques, se dió cuenta de que no tenía nada que ver con el tipo de hombre clásico con el que Paula debía relacionarse.

No quería darle un susto de muerte, así que se peinó y se puso la chaqueta de cuero, para cubrir en lo posible su imponente aspecto. Aunque, unos minutos antes, ella no parecía haber encontrado amenazadora una determinada parte íntima de su cuerpo. Todo lo contrario; le había mirado como una mujer hambrienta de sexo. Lo cual, probablemente, era verdad. Una mujer que vivía sola con su hijo, sin marido... Seguramente en su vida, el sexo no era más que un recuerdo.

Era difícil vivir de recuerdos, Pedro lo sabía. Al final, por mucho que uno se dijera que nunca volvería a mirar a un miembro del sexo opuesto, llegaba un día en el que ocurría.

Paula era una mujer joven. Guapa, sana y seguramente heterosexual. ¿Habría despertado su deseo el verlo desnudo?

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