—Algo debe estar preocupándote mucho para que tú no puedas dormir —dijo ella—. De niño eras un pequeño demonio durante el día, pero en cuanto ponías la cabecita en la almohada por la noche, no te despertaba nada hasta el día siguiente.
Él seguía sin decir nada. Aquello le había hecho recordar algo.
—Por una vez en tu vida, Pedro—dijo la hermana exasperada—, cuéntame qué te pasa.
—¿Qué? —preguntó Pedro, mirándola y aquel pensamiento se evaporó—. De eso nada, Agus—dijo él riendo—. Eres mi chica favorita y te quiero mucho, pero no voy a dejar que me convenzas de que me confiese. Si quisiera hacerlo, llamaría a un cura.
—Bueno, los dos sabemos que no vas a hacerlo. Pero la palabra confesar sugiere que te sientes culpable de algo. A lo mejor te vendría bien quitártelo de la conciencia y, ¿quién sabe? Quizá yo pueda ayudarte con algún consejo. Puede que sólo sea una vieja monja tonta, pero después de casi ochenta años conozco un poco la vida.
Pedro negó con la cabeza.
—¿Qué voy a hacer contigo? Vengo aquí sólo para visitarte y ver cómo estás de salud y ya me estás aplicando el tercer grado.
—¿Cómo que para ver cómo estoy de salud? Estoy perfectamente.
—No, no lo estás. Has tenido neumonía el invierno pasado y ni siquiera escribiste para contármelo.
—¿Y entonces cómo lo sabes? —preguntó ella indignada.
—Tengo mis métodos —sonrió él.
—Entonces creo que tendré unas palabras con sor Angélica—dijo ella, irritada.
Pedro le puso las manos en los hombros y la miró a la cara. Tenía los ojos brillantes, probablemente de enfado, pero estaba pálida y parecía cansada. Y estaba encogiendo, apenas le llegaba a los hombros. Ella, que había sido una mujer tan alta y tan fuerte. No podía seguir engañándose, sor Agustina se estaba haciendo vieja.
—Prométeme que vas a cuidarte —dijo él suavemente—. No quiero perderte.
—Pero lo harás algún día, Pedro—dijo ella—. La muerte es inevitable. Y cuando estás cerca de los ochenta, está a la vuelta de la esquina.
—¡No digas eso! —exclamó él, apartándose de ella y dirigiéndose a la única ventana que alegraba las blancas paredes. Pero no encontró ninguna paz en mirar el jardín.
—¡Debo hacerlo! —insistió ella—. ¡Debo hacer que te des cuenta!
—¿Cuenta de qué? —preguntó él, dándose la vuelta, con el corazón acelerado.
—De que ha llegado el momento en que debes dejar de esconderte de la vida.
Pedro intentó no enfadarse. Sabía que ella lo hacía todo por su bien. Pero sabía que no lo entendía. Nadie lo hacía.
—No me escondo de la vida —discutió él—. Yo la vivo mucho más que la mayoría de la gente.
—¿Cómo? ¿Marchándote de todas partes antes de poder echar raíces? ¿O durmiendo con una mujer diferente cada mes? ¡Qué orgulloso debes estar de ello!
Él lanzó una mirada de advertencia, pero ella lo ignoró, dándose la vuelta y dirigiéndose hacia la puerta. La oyó respirar hondo antes de darse la vuelta de nuevo. Tenía una de esas expresiones severas, que siempre precedía a un sermón.
—Sigue viviendo como lo haces, Pedro y un día te encontrarás siendo un viejo solitario sin nadie que te quiera y nadie a quién querer. He intentado entender tu vida de los últimos diez años porque sabía lo destrozado que estabas por la muerte de Vanesa y Juana, pero Pedro, ¿de verdad crees que Vanesa hubiera querido que nunca más volvieras a amar a una mujer o que no tuvieras ningún otro hijo?
—Por favor, déjalo.
—No, no voy a dejarlo. Esta vez, no. Ha llegado el momento de que seas tú quien lo deje. Deja de huir y deja de sentirte culpable. Se ha convertido en algo egoísta y al final será auto destructivo. Y tú no eres un hombre egoísta. Tienes más capacidad de amor y cariño que la mayoría de los hombres. Estás hecho para ser un marido y un padre, Pedro. ¡Y uno de los más grandes artistas del mundo! Y. sin embargo, vives como si fueras un vagabundo sin hogar y sin corazón. Tienes que cambiar, Pedro, antes de que sea demasiado tarde.
Cuando dijo todo lo que tenía que decir, toda la frustración y la rabia parecieron desaparecer de su semblante. Sus frágiles hombros cayeron y lo miró con ojos tristes y compasivos.
—Siento haberte hablado así, Pedro, pero alguien tenía que hacerlo. ¿Y quién mejor que yo?
Pedro se sentía conmovido por su cariño. Pero sus palabras casi brutales le habían hecho daño. ¿Tendría razón? ¿Se habría convertido en un bastardo egoísta? Lo que más le molestaba era lo que había dicho sobre Vanesa. Nunca había pensado en lo que Vanesa hubiera esperado de él. Pero sospechaba que sor Agustina tenía razón. Si Vanesa hubiera estado allí en aquel momento le habría mirado con reproche. Siempre se había sentido orgullosa de él. ¿Cómo podría estarlo del hombre que era en aquel momento? No estaba siendo sincero consigo mismo. Estaba viviendo una mentira, no sólo por haber abandonado su talento, sino por su estilo de vida.
El niño que había crecido sin padres ni familiares siempre había deseado una familia más que ninguna otra cosa en el mundo y aquella necesidad hizo que se casara muy pronto. A los veinte años y con Vanesa embarazada. Estaban pensando en tener otro niño antes de que ocurriera el accidente.
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