Bautista dejó de llorar abruptamente, justo a tiempo para oír cómo se abría y se cerraba una puerta en el pasillo.
Paula contuvo el aliento y rezó para que se fuera.
De repente, Bautista empezó a llorar de nuevo con unos gritos que hubieran destrozado los tímpanos de cualquiera. Paula estaba a punto de ponerse a gritar ella misma. Cuando la puerta se abrió y Pedro hizo su aparición, vestido con una ajustada camiseta negra y una chaqueta de cuero, estuvo a punto de lanzar un gemido.
Nuevas y más salvajes fantasías invadieron su mente al verlo, ninguna de las cuales tenía lugar en la seguridad de una habitación a oscuras.
Parecía imperativo decir algo para distraer su nueva y perversa imaginación. Cualquier cosa.
—No sé qué le ha hecho a mi hijo, —empezó, mirándolo con furia por ser capaz de hacerla tener aquellos pensamientos— pero no deja de llorar.
Su idea anterior de que Paula podría desearlo sexualmente, aunque fuera un segundo, le parecía entonces ridícula. ¿Desearlo? La única cosa que aquella mujer deseaba era usarlo como esclavo.
—Oye, mira, —contestó él crispado— lo único que le he hecho a Bautista ha sido cuidarlo. Está cansado, eso es todo. O eso, o tú le estás comunicando al niño algo que no le gusta nada.
—¿Como qué? ¿Qué estás intentando decir? —dijo, casi gritando.
Pedro no se lo podía creer. ¿Qué le pasaba a aquella mujer?.
—¡No quiero decir nada! Sólo estoy diciendo lo que veo. No hay que ser un psicólogo infantil para darse cuenta de que tienes un efecto muy poco tranquilizador en tu hijo.
—Soy su madre, por Dios bendito. No debería portarse así conmigo todo el tiempo. ¡Ni siquiera sé qué estoy haciendo mal!
Sus últimas palabras y el tono angustiado de su voz eran un inconsciente grito de ayuda. Pedro suspiró y rezó para tener paciencia.
—Mira. Paula, cualquiera se daría cuenta de lo tensa que estás. Estás apretando demasiado a Bautista, para empezar. Es un niño, no una botella de nitroglicerina —dijo, con aire resignado, soltando su mochila—. Trae, dame al niño. Te explicaré lo que quiero decir.
Cuando se puso al niño en brazos, éste dejó de llorar inmediatamente y empezó a hacer sonidos guturales de satisfacción, mientras volvía a jugar con su pelo.
—¿Cómo lo has hecho? —preguntó Paula—. Lo estás sujetando igual que yo.
—Creo que le gusta mi pelo. Quizá si te soltaras el tuyo, tendría el mismo efecto. Es un niño muy brillante y así se ocupa en algo mientras lo tienes en brazos, ¿verdad, pequeño? —y, sin pensarlo, besó al niño en la mejilla.
Cuando volvió a mirar a Paula, ésta lo estaba mirando como si fuera un asesino.
—¿Qué? —preguntó él, desconcertado.
—Nada —murmuró ella—. Es que normalmente a Bautista no le gustan los hombres. Cada vez que mira a mi hermano se pone a gritar como loco.
—Gonzalo es un tipo raro —rió Pedro.
—Puede que tengas razón —suspiró Paula—. No le gustan mucho los niños y con Bautista no tiene nada que hacer. No es como tú —terminó, mirando a Pedro y a Bautista alternativamente.
—He tenido práctica —admitió Pedro.
—¿Tienes hijos? —preguntó, sorprendida.
Pedro esperó unos segundos antes de contestar, pero sorprendentemente, aquella vez sólo hubo un ligero asomo de tristeza en su voz. Aún así, no podía exponerse a evocar recuerdos contando la amarga verdad.
—No que yo sepa —dijo, como sin darle importancia—. Pero muchos de mis amigos sí los tienen.
—¿No estás casado?
—No. Y no soy de los que se casan. Ya no. Bueno, lo mejor será que te devuelva a tu hijo y me marche.
—¡No te vayas! —dijo Paula abruptamente, sorprendiéndose a sí misma. Pedro podría haber encontrado su reacción divertida, si no hubiera sido vagamente insultante.
—¿Te...te gustaría tomar....café? —ofreció ella, algo nerviosa—. Yo misma estaba a punto de hacerme uno, mientras caliento el biberón de Bautista.
—De acuerdo. Negro y sin azúcar. Yo sostendré a Bautista mientras lo haces —dijo Pedro, sentándose en el sofá y jugando con un Bautista absolutamente felíz.
—El niño se encuentra a gusto contigo —murmuró Paula, incrédula—. Incluso mejor que con Mariana. Por Dios, eso me recuerda, pobre Mariana. Debería llamar al hospital. ¡Maldita sea! —exclamó de pronto, agitada.
—¿Qué?
—Que acabo de recordar que tengo que hacer un par de llamadas urgentes. Iba a tener invitados para cenar y Mariana había prometido cuidar de Bautista. Pero, claro, ahora ya no puedo contar con eso.
Pedro se mordió la lengua para no ofrecerse voluntario. Sabía que no era tan noble y que la urgencia no era para ayudar a un semejante, sino para ayudar a aquella mujer.
—Lo haré después de preparar el biberón —dijo—. Y tu café.
Pedro observó a Paula preparar las cosas en la pequeña cocinita del salón, detrás del bar. Tardó menos de un minuto en darse cuenta de que, o Paula era la peor ama de casa que había visto en su vida, o él la ponía nerviosa. Preparar el biberón y hacer un café a la vez parecía ser algo que estaba más allá de sus posibilidades.
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