—¡Yo no soy una dama con problemas!
—Me refería a Mariana.
Paula hizo una mueca y empezó a pasear por la habitación, murmurando frases ininteligibles y alguna maldición muy poco femenina.
—Acéptalo, Paula. Yo ya lo he hecho.
—Pero tú no quieres quedarte, ¿verdad?
—No lo sé. En realidad, no tengo nada mejor que hacer.
—No me lo creo —dijo ella—. ¿No hay ninguna señorita esperándote en alguna parte? Es sábado por la noche.
Pedro intentó no prestar atención a su sarcasmo. Desde luego, a esa mujer no le gustaba nada.
—¡Y además, ya no me apetece hacer esa cena!
—¿Por qué no?
—Porque no.
—¿Por qué?
—Porque no estoy preparada, por eso. Porque no quiero tener que sonreír a la gente y hacer ver que...
—¿Que ya no estás destrozada por la muerte de Facundo?—terminó Pedro por ella.
Paula dejó de pasear y se quedó mirándolo.
—¿Cómo sabes tú eso? Ah, claro, Gonzalo. Por lo que se ve, ha estado cotilleando sobre mí, ¿verdad? ¿Qué más te ha dicho?
—La verdad es que Gonzalo no me había hablado de tí antes de esta tarde —dijo Pedro, con calma—. Y no me ha contado casi nada. Mariana es la culpable, me temo. No es que me haya contado muchas cosas, sólo lo más reciente. Y tengo que decir que estoy de acuerdo con ella. Has sido muy valiente, Paula, decidiendo tener a tu hijo después de que Facundo muriera. Quizá demasiado valiente.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó ella, con las manos en la cara.
Pedro pensó que el destino no era muy amable con él aquel día. Con un suspiro, se levantó del sofá, cuidando de no molestar a Bautista, e hizo lo único que un caballero podía hacer cuando una dama se ponía a llorar. La tomó en sus brazos.
A Paula le gustó. Le gustó demasiado. Pedro tenía que ejercer un férreo autocontrol mientras intentaba hacer lo que haría un caballero.
—Venga, venga —la calmaba, dándole golpecitos en la espalda—. No pasa nada porque llores. Llorar es bueno.
O eso le habían dicho. Pero él nunca había sido capaz, ni siquiera cuando había sentido el mayor dolor. Su dolor se había escondido debajo del odio, la rabia y la culpa.
Al final, había sido demasiado tarde para llorar. Pero creía que era diferente para las mujeres. Lloraban con más facilidad y a veces las envidiaba.
—Vamos, vamos —seguía diciendo, como un autómata, luchando para apartar su mente de la suavidad de aquellos pechos apretados contra el suyo y el calor sensual de su aliento en la garganta.
Paula sabía que estaba haciendo el ridículo, pero no lo podía evitar.
La causa de sus lágrimas era una repentina y triste imagen de su vida. Las palabras de Pedro la habían calado hondo, especialmente porque se había portado muy mal con él y porque no se sentía en absoluto valiente por haber tenido a Bautista. ¡Había sido una estúpida! Tener un niño había sido una decisión tomada por impulso unos días después de la muerte de Facundo.
Él le había prometido que tendrían un niño cuando volvieran a Australia, que se casarían y dejarían de dar vueltas por el mundo. Y entonces murió. El dolor de Paula se había mezclado con la rabia y la pena de que Facundo hubiera muerto y se hubiera llevado su futuro con él. Así que había obligado al pobre Gonzalo a conseguir lo que quería y lo que esperaba que llenaría aquel agujero en su corazón y en su vida.
Pero desde el principio, todo había ido mal. El embarazo la había puesto enferma, el parto había sido horroroso y la maternidad una pesadilla. Bautista la hacía sentir incapaz como madre y un fracaso como mujer. Ni siquiera había podido darle el pecho, aunque lo hubiera deseado.
Como un constante recordatorio de aquel fracaso, sus pechos habían subido de una talla 85 a una talla 100 y nunca habían vuelto a bajar. Ninguno de sus antiguos sujetadores le valía y solía ir sin ellos. Lo cual era normalmente muy cómodo, pero no en aquel momento, con sus desprotegidas y sensibles cumbres apretadas contra el pecho de hierro de aquel hombre.
Cuando dejó de sollozar, Paula empezó a notar sus fuertes brazos rodeándola y el olor de su piel, combinado con el más exótico aroma del cuero, que enviaba peligrosas señales a sus alterados nervios. Sintió que su sangre se aceleraba, enviando calor a sitios hacía tiempo olvidados y un apremiante deseo, caliente y fuerte.
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