Cuando oyó el motor del coche de Pedro entrando en el camino de la casa, ya estaba muy excitada; y cuando él entró en el dormitorio y se desnudó, ardía en deseos de hacer el amor con él.
Esa vez ninguno de los dos habló. Su unión fue ardiente y salvaje, como la de dos animales, y en pocos minutos alcanzaron el clímax. Después se abrazaron, sudorosos y calientes.
—No me he puesto un preservativo —susurró él.
—Lo sé —respondió ella.
—Lo siento.
—No te preocupes —le dijo ella, sorprendiéndose a sí misma con la respuesta— Me ha gustado mucho.
Eso era decir poco, muy poco. Había disfrutado de las embestidas de su miembro duro y caliente sin la barrera del preservativo, y también cuando él se había vaciado en sus entrañas.
Él la miró; tenía los ojos brillantes.
—Pero no creas que estás segura, Paula. Acabas de abrir la puerta de la mazmorra.
Ello buscó su mirada.
—¿Qué mazmorra?
—El lugar donde todos estos años he escondido mis fantasías sexuales contigo.
Paula abrió los ojos como platos.
—No te imagines jamás que estoy enamorado de tí —continuó él—. El amor no puede cohabitar en un lugar tan siniestro. Ahora, duérmete. Estoy agotado. ¿Te apetece beber algo, Paula?
Paula volvió la cabeza. Acababan de despegar del aeropuerto de Mascot y el avión surcaba ya las nubes.
—Sí, gracias —le dijo a Pedro y a la azafata que estaba a su lado—. ¿Qué puedo tomar?
—¿Te apetece una copa de champán? —le sugirió Pedro.
—¿A las siete y cuarto de la mañana?
—¿Por qué no?
—Pedro, eres tremendo —sonrió—. De acuerdo, una copa de champán.
—¿Y usted, señor? —le preguntó la azafata.
—Tráigame lo mismo.
Le encantaba la risa de Paula; en realidad, toda ella. No había artificio en ella, ni fingía sofisticación. Era tan distinta a las mujeres con las que él salía que el cambio le resultaba refrescante.
En cuanto la azafata le dió su copa de champán, Paula se volvió a mirar por la ventanilla, como una niña en su primer vuelo.
Mientras esperaba a que le dieran su copa, Pedro la observó. Esa mañana parecía una muchacha de dieciséis años; apenas iba maquillada y llevaba un sencillo vestido de verano blanco y negro.
Pedro detectó un brillo de complicidad en la mirada de la azafata cuando le pasó la copa de champán. Sin duda le tendría por un corruptor de menores. Pero le daba lo mismo lo que ella o cualquiera pensara al respecto; estaba tan ofuscado con Paula que incluso se estaba planteando en alargar el romance con ella.
Claro que si pasaban un mes practicando el sexo en su casa de Happy Island a lo mejor conseguía recuperar la sensatez.
Como habían estado muy ocupados yendo al hospital a visitar a Felisa y a gestionar su recuperación, tampoco había tenido tiempo de saciar su sed por Paula.
Afortunadamente, el especialista había localizado la causa de la angina: una pequeña obstrucción arterial para la que no había hecho falta que Felisa pasara por el quirófano. Cuando el médico le había sugerido que su paciente se fuera de vacaciones, Pedro le había ofrecido a la pareja su ático de lujo en Gold Coast, donde tenían todo al alcance de la mano. La pareja habían aprovechado la oportunidad de irse de vacaciones con todos los gastos pagados, y el día de Nochevieja, hacía ya tres días, Pedro los había llevado al aeropuerto. Paula y él se habían quedado solos en casa.
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