Pero decidió que prefería no saberlo porque Gonzalo lo mataría si tocaba a su preciosa hermana. Se puso la mochila al hombro y abrió la puerta. Paula paseaba por el saloncito, intentando calmar a Bautista y a sí misma. Seguía avergonzada por no haber sido capaz de apartar los ojos del cuerpo desnudo de Pedro; su mirada se había quedado clavada en aquel descarado apéndice masculino que parecía responder a su mirada.
No, descarado no había sido, pensó. A Pedro le había avergonzado su involuntaria excitación; era ella la que lo miraba descaradamente. Se había sentido fascinada y excitada por la rapidez y la fuerza de su excitación. Allí, de pie, con las piernas separadas, parecía un animal.
Un hombre poderoso cuyos atributos masculinos habían despertado a la mujer que había en ella. Y, durante un segundo, lo había deseado como nunca había deseado a un hombre, ni siquiera a Facundo. Había estado a punto de acercarse a él y tocarlo; de hacer algo más que tocarlo; de excitarlo hasta el límite, de hacer que perdiera el control y la tomara allí mismo, en medio del pasillo.
En su mente, Bautista había desaparecido de la escena y se había imaginado a Pedro levantándola del suelo y arrancándole la ropa antes de ponerla, jadeando, contra la pared. Le habría sujetado los brazos sobre la cabeza y le habría abierto las piernas con las suyas antes de introducirse en ella.
Se habría movido con fuerza dentro de ella, con profundas y voluptuosas acometidas, haciendo que tuviera que ponerse de puntillas y llevándola a un mundo hasta entonces desconocido donde no existía la realidad y ella no era más que un cuerpo, buscando desesperadamente el placer. El amor no tenía nada que ver con esos sentimientos. No buscaba ternura, sino pasión. Buscaba un placer salvaje, dulce y egoísta que borraría todo lo demás, todo excepto la piel y el aroma de aquel hombre, tomándola contra una fría pared y haciéndola gemir como no lo había hecho nunca.
Su fantasía febril había llegado hasta un clímax monumental, cuando el momento se había roto al poner a Bautista en sus brazos, dejándola completamente confusa y desorientada.
Pero cuando se había quedado sola con un niño que lloraba a gritos, se había sentido completamente avergonzada. ¿Cómo podía estar pensando aquellas cosas sobre un extraño? ¡Aquel salvaje motorizado! Ni siquiera era su tipo. A ella le gustaban los hombres elegantes, sofisticados e inteligentes. Al lado de Facundo, aquel hombre era un bruto. ¡Una bestia! Y, sin embargo, un momento antes lo había deseado como no había deseado a ningún hombre antes. No podía entender por qué. ¿Cómo podía haber deseado hacer tales cosas y que le hicieran tales cosas a ella? Debía ser la frustración, pensó, desesperada por encontrar una explicación a la intensidad de su deseo. Habían pasado casi dos años desde la última vez que mantuvo una relación sexual.
Pero, si tenía que ser sincera consigo misma, hasta aquel día no había echado de menos el lado físico de su relación con Facundo. Sólo echaba de menos al hombre.
Nunca había sido una persona excesivamente sexual y Facundo tampoco lo era.
Meses después de irse a vivir juntos, él prefería hacer fotos que hacer el amor con ella. Por eso se habían llevado tan bien. Su amor se había basado más en la compañía y la compatibilidad que en la pasión física. Se llevaban bien y no se peleaban nunca. Excepto sobre su deseo de tener un hijo.
Paula suspiró profundamente mientras Bautista chillaba. Bueno, ya tenía a su niño. Y, aunque adoraba a Bautista, el sentimiento no parecía ser mutuo.
Sin embargo, en brazos del Neanderthal parecía portarse bien. No como tú, pareció decirle una voz. Tú no serías tan buena en los brazos de aquel tal Pedro. En sus brazos tú serías todo lo que tu madre te decía que no debías ser. Una mujer lujuriosa. Una criatura salvaje y perversa sin inhibiciones o vergüenza.
Paula recordó aquel horrible día, cuando su madre entró de forma inesperada en el cobertizo y encontró a su hija de siete años jugando con el vecinito de al lado. El niño le había estado enseñando cosas que no había visto nunca, cuando su madre hizo su aparición.
El estómago de Paula se encogía cada vez que recordaba la escena que siguió a su entrada. No le habían permitido volver a jugar con aquel niño de ocho años desde entonces. Y le habían hecho sentirse avergonzada.
Había crecido con un lavado de cerebro, pensando que los hombres y el sexo eran algo sucio y desagradable. Y, aunque su natural inteligencia y fuerza de carácter rechazaba aquellas nociones, cuando dejó el colegio seguía siendo una niña inhibida en lo que se refería al sexo opuesto. Por una razón; su propia satisfacción sólo podía llegar en la seguridad de una habitación a oscuras, donde el hombre con el que estaba no pudiera ver sus gestos de placer. Y era siempre, muy, muy silenciosa. Un ligero quejido, un pequeño gemido.
Además de eso, nunca había encontrado valor para tomar la iniciativa. Nunca había puesto sus manos en determinadas partes del cuerpo de un hombre. O, que Dios la perdonara, su boca. Lo que convertía aquella fantasía en el pasillo en algo sin precedentes. Estaba profundamente desconcertada por sentir aquel incontenible deseo por un hombre al que no sólo no amaba, sino que apenas conocía. De hecho, la enfurecía aquella otra mujer que había crecido dentro de ella y que parecía querer que actuara de una manera tan lujuriosa. Siempre se había sentido orgullosa de no hacer lo que no quería hacer, pero sospechaba que si aquel hombre intentara pasarse con ella, se convertiría en arcilla en sus manos.
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