jueves, 21 de julio de 2016

El Niñero: Capítulo 20

Pedro se sorprendió porque estuvo tentado de decírselo, hacer que se sentara a su lado y contárselo todo. Pero, ¿para qué? ¿Le devolvería a Vanesa y a Juana? ¿Cambiaría algo de su pasado?

Sin embargo, sor Agustina y el médico le habían dicho que debía hablar sobre su pérdida. Le habían dicho que era la única manera de librarse de la ira y del dolor. Pedro no los había creído, pero en aquel momento se preguntaba si tendrían razón.

Miró a Paula y hubiera deseado con todas sus fuerzas volcar en ella su corazón. Ella lo entendería. Entendería muy bien cómo se sintió y cómo seguía sintiéndose. Ella también había perdido a alguien en circunstancias trágicas.

Se maravilló de nuevo ante su valentía al decidir tener el hijo del hombre que amaba, aún después de muerto éste. Cada vez que mirase a Bautista, le recordaría a su padre. Quizá aquel era su problema con el niño. ¿Le pesaría inconscientemente que Bautista estuviera vivo mientras el hombre que amaba había muerto? ¿Se sentiría culpable porque ella estaba viva? Quizá pensara que ella debía haber muerto con él. Pedro había sentido eso. Había querido morir y, para poder seguir adelante, había abrazado una fiebre de venganza durante un tiempo. Pero cuando el Tribunal había decidido recompensarle con aquella enorme suma de dinero, se dio cuenta de la tontería que había hecho. La venganza no reportaba ninguna satisfacción. La rabia y la culpa seguían allí y el dinero no significaba nada para él.

Así que lo dejó todo y salió corriendo. Alejándose del dolor, de la soledad, de la brutal realidad de seguir vivo cuando todo lo que había amado y había prometido proteger estaba muerto.

El tiempo y los constantes viajes, la distracción de sitios diferentes, trabajos diferentes, gente diferente había curado en parte sus heridas. Incluso podía comportarse con normalidad. Pero otro matrimonio y otra familia era algo que ni siquiera contemplaba. Por eso su relación con las mujeres era superficial y estrictamente sexual. Entonces, ¿por qué demonios hubiera deseado volcar su corazón en Paula? Era lógico que quisiera acostarse con ella. Cualquier hombre lo hubiera deseado. Pero, ¿abrirle su alma? ¿Arriesgarse a un compromiso emocional? Era la última mujer de la que hubiera deseado enamorarse. Tenía un hijo. Estaba buscando un hombre para compartir su vida, no un tipo cuyo único objetivo en la vida era disfrutar cada día sin pensar en el mañana.

Debería estar a kilómetros de allí en lugar de estar mirándola y deseando no sólo su cuerpo, sino el calor y la compasión de aquella mujer. «¿Por qué no lo haces, idiota?», se preguntó a sí mismo.

—Creo que lo mejor será que bajes —sugirió él, en un vano intento de ser sensato—. Tus invitados se estarán preguntando dónde estás.

—¡Que se pregunten lo que quieran! Si bajo me pondré a beber vino, intentando encontrar algún tema de conversación y mañana tendré dolor de cabeza. Los cuatro están encantados haciéndose caricias. Llevan toda la noche besuqueándose. Hace cinco minutos casi les he tenido que decir que no se preocuparan ni por la cena ni por mí, que podían tumbarse en el suelo y hacer lo que les diera la gana.

Pedro sonrió. Parecía que la pobre Paula estaba teniendo una noche tan frustrante como él.

—¿Por qué no se lo has dicho? —preguntó él, de broma.

—Ojala lo hubiera hecho —suspiró irritada—. ¿No te gustaría poder decir lo que piensas alguna vez?

—Desde luego. Pero desgraciadamente, decir la verdad siempre crea problemas —podía imaginarse lo que ella diría si le dijera que, en ese momento, él querría quitarle la ropa y tumbarla en el suelo.

—Dime lo que estás pensando —ordenó ella de pronto—. En este momento. Quiero la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

—No, no es verdad.

—Sí lo es —respondió ella, echando la cabeza hacia atrás de un modo desafiante que hizo que su pelo brillara como la seda.

No había duda de que estaba flirteando y Pedro se dió cuenta, sorprendido, de que la hermana de Gonza estaba tonteando con él.

Deslizó su mirada por todo su cuerpo y notó la rápida subida y bajada de sus pechos, los duros pezones que se marcaban a través del chaleco y sus mejillas sonrojadas. Menuda sorpresa, pensó.

La posibilidad de que ella lo deseara tanto como él, rápidamente le hizo dejar a un lado cualquier preocupación sobre un compromiso, sexual o de otro tipo. Incluso su expresión de culpabilidad no consiguió apartarlo de la decisión que acababa de tomar. Se levantó y se acercó a ella, mirándola a los ojos, diciéndole con los ojos lo que tenía en mente.

Casi había esperado que ella saliera corriendo, pero no lo hizo. Se quedó allí, mirándolo, sin pestañear.

Cuando Pedro se paró a un metro de su cuerpo y alargó la mano para levantar su barbilla, sintió que estaba temblando. No era un temblor de miedo, sino de intensa excitación. Podía ver el  deseo en sus ojos brillantes y notó que había abierto la boca para respirar mejor. Y le encantaban cada uno de esos detalles.

—¿Quieres saber lo que estoy pensando? —preguntó suavemente, deslizando su dedo desde la garganta hasta el escote—. Estoy pensando que necesitas un hombre desesperadamente. Y yo soy ese hombre.

Pedro estaba a punto de besarla cuando un relámpago, seguido de un cataclismo de truenos pareció mover los cimientos de la casa. Las luces y la televisión se apagaron, dejando la habitación en la más absoluta oscuridad.
Paula ahogó un gemido, cuando sintió que Pedro apartaba el dedo de su piel. No iba a seguir. Era en lo único que podía pensar en aquel momento. El apagón no importaba. Ni tampoco sus invitados. ¡No iba a seguir!

Volvió a gemir. No quería que Pedro parase. Quería que la tomara en sus brazos, quería que la tocara, que la besara, que la desnudara. Sí, tenía razón. Necesitaba un hombre desesperadamente. Pero no cualquier hombre. Necesitaba a Pedro.Quería hacerlo todo con él, todo lo que le habían enseñado que era indecente o desagradable. Quería que él la liberase de sus inhibiciones a la vez que de su ropa.

Quería dejar a un lado a la Paula que había habitado su cuerpo durante sus treinta años y abrazar a una nueva Paula, la que había surgido cuando vió a aquel hombre desnudo en el pasillo. Esa era la que había sabido de forma instintiva lo que quería, sin vergüenza y sin escrúpulos. Y, mientras que la Paula del cerebro lavado había intentado suprimir aquel lado suyo, podía ver en aquel momento que la nueva y más excitante Paula también había estado controlándola toda la tarde. Ella había dirigido su mano al elegir la ropa, la forma en la que se había peinado, el perfume que había elegido.

Casi se había bañado con él. No había un solo poro de su cuerpo que no oliera a Opium. Y su comportamiento de aquella noche. En el pasado, siempre había sido fría y distante en sus relaciones con los hombres. Nunca les dejaba dar un paso que ella no controlara.

Pero con Pedro de repente había descubierto su lado más femenino. No había podido apartarse de él más de diez minutos, subiendo con cualquier excusa, para poder estar con él.

Con cada visita, estaba más desesperada por atraerlo sexualmente, hasta que había tenido que flirtear y Pedro había visto lo que había detrás de su comportamiento. Lo había visto y había decidido actuar en consecuencia, con una resolución que la había dejado temblando.

Y, aunque se había sorprendido por la forma casi arrogante en la que había tomado el control, no lo hubiera parado ni en un millón de años. Y no quería que parase.

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