sábado, 31 de octubre de 2015

Desafiando Al Amor: Capítulo 37

 La joven se puso repentinamente pálida.
—Hola, Pedro —dijo muy tensa, apretando el vaso de limonada hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
—¡Ohhh, Pedro! ¿Ya te enteraste? —intervino Zaira resplandeciendo de felicidad—. ¡Pablo se lo pidió! ¡Le pidió que se case con él!
—Así que los periódicos decían la verdad. Pensé que lo mejor sería averiguar lo que había de cierto en esa historia —dijo Pedro muy lentamente y con voz ronca—. Siento molestarte, Paula, pero necesito hablar contigo ahora mismo.
Tenía una expresión tan sombría que a ella se le encogió el corazón. No se había afeitado y tenía el pelo revuelto. Si no fuera por las profundas ojeras que sombreaban su rostro, parecería el vivo retrato de Indiana Jones. Era la viva estampa de un hombre luchando con sus demonios.
—No puedes creerlo, ¿verdad?
—No quería creerlo, pero me parece que no tendré más remedio que irme haciendo a la idea —sus ojos relucían como dos puñales de plata—. Solo quería oírtelo decir.
—Pues sí, Pablo me ha pedido que me case con él —dijo Paula con toda la calma de la que fue capaz.
—Ya.
Con un gesto deliberadamente lento, Pedro sacó la chequera de su cartera de cuero.
—Creo que me has ganado, ángel. Así que ahora mismo te firmaré un cheque.
Zaira y Luciana a punto estuvieron de morir de entusiasmo.
Sin embargo, a Paula se le rompió el corazón en mil pedazos. Sin saber muy bien cómo, se las arregló para mantener una fachada imperturbable, con la mirada fija en aquel cheque.
—Es tuyo —insistió Pedro—. Toma.
Como una marioneta, Paula se puso en pie y se aceró a donde él la esperaba. Vio la cifra, mil dólares, y la frase que Pedro había escrito al dorso.
—¿«Felicidades a la ganadora»? —leyó extrañada.
Pedro asintió. A la joven le dieron ganas de tirarle el dinero a la cara y marcharse, no volver a verlo nunca más en la vida. Cuando extendió la mano para tomar el cheque, Pedro la agarró por la muñeca, atrayéndola junto a sí. A Paula le bastó una mirada a su rostro torturado para revivir el infierno que había atravesado los días que habían estado separados.
—Te apuesto doble contra sencillo —susurró Pedro— que consigo hacerte más feliz en los próximos cincuenta años que lo que ese tipo pudiera hacerte en mil vidas que viviera. Te lo juro.
Una oleada de pura alegría le invadió hasta el último rincón de su cuerpo. Sin embargo, no sin esfuerzo consiguió soltarse de su abrazo.
—Pedro...
—Dime...
—¿Lo dices porque me quieres de verdad o porque te fastidia perder la apuesta? —le preguntó.
Pedro la miró sorprendido durante una fracción de segundo y acto seguido estalló en carcajadas.
—Reconozco que me lo merezco —se apartó un poco para verla mejor—. No sabía que esto es lo que se siente cuando se está enamorado. Siempre pensé que el amor era como en las películas, lleno de dramatismo y un punto de histeria. Creo que lo que me pasaba es que estaba muerto de miedo: temía perder a la mujer que me importaba más que mi propia vida. ¿Y qué es lo que hice entonces? Directamente me las arreglé para arruinar mi vida entera.
—¿Acaso no sabías que es por cosas como esas por lo que las mujeres pensamos que los hombres son beep de remate? —se burló Paula.
—¡Dios, parece que lo llevo escrito en la frente! —rió Pedro—. Incluso cuando creía que estaba enamorado —continuó más serio—, no conseguía entregarme del todo a las mujeres con las que salía de la forma en que me abría contigo —le acarició la mejilla con una dulce sonrisa—. Nadie se ajusta a mi forma de ser y de sentir como tú, Paula. Te quiero, estoy enamorado de tí. Por favor, di que te casarás conmigo.
—Le dije a Pablo que te quería demasiado como para casarme con cualquier otro hombre. Nunca habrá ningún otro con el que acepte hacerlo —dijo Paula con vehemencia. Alzó la cabeza y se fundió con él en un apasionado beso, dejándose llevar por la pura felicidad de sentirse entre sus brazos, deseando que aquel momento no acabara nunca.
—Ejem... disculpen...
Pedro y Paula se separaron y se volvieron a mirar hacia las mesas de la terraza. Todas las mujeres presentes tenían los ojos llenos de lágrimas, y alguna lloraba sin el menor pudor. Luciana estaba boquiabierta de puro asombro, mientras que Zaira estaba literalmente pasmada.
—¿Alguien puede explicarme qué es lo que está pasando? —preguntó atónita.
Pedro alzó la cabeza para mirar a Paula y le sonrió.
—Hemos hecho otra apuesta, y esta vez los dos hemos salido ganando.




FIN

Desafiando Al Amor: Capítulo 36

  —¿Dónde está Paula? —Germán miró a su alrededor expectante—. Creí que hoy vendría. Nunca se pierde la super final de la pandilla.
—Lo... lo cierto es que últimamente no nos hablamos —reconoció Pedro de mala gana, intentando superar su amargura—. Pero está muy bien, se los aseguro, no se preocupen.
—¿Quién está preocupado? —preguntó Germán confundido—. ¡Ah, ya lo tengo! —continuó con una sonrisa—. Has vuelto a fastidiarla, ¿verdad? Venga, escúpelo, ¿qué le hiciste ahora?
—No he hecho nada —contestó. «Sólo la he perdido».
—Puede que sea eso precisamente lo malo —intervino Sean.
Pedro le lanzó una mirada asesina.
—Callate de una vez y vamos a empezar el maldito partido,
Poco a poco los muchachos se fueron entusiasmando con el juego. Sin embargo, media hora más tarde los gritos de entusiasmo dieron paso a los aullidos de dolor.
—¡Maldita sea, Pedro! —musitó Germán frotándose las costillas—. ¡Que no estamos jugando en la liga profesional! Tómatelo con calma,
Lucas le agarró por el cuello y le arrastró hasta el cobertizo donde guardaban las tablas de surf.
—¡Tiempo muerto! —gritó a sus compañeros. Cuando estuvieron lejos de oídos indiscretos, se enfrentó muy serio con su amigo—. ¿Me quieres contar qué te pasa, Pedro? Casi matas a Germán y, sin embargo, no has sido capaz de hacer un buen pase en todo el partido. ¿Se puede saber dónde tienes la cabeza?
Pedro se desasió bruscamente.
—¡No lo sé!
—Es por Paula, ¿verdad? —insistió Sean sacudiéndolo—. ¿En qué lío se metió ahora?
—En ninguno... soy yo el que se ha metido en un gran problema... o puede que no —se contradijo Pedro exasperado—. Lo que ocurre es que me acosté con ella.
—Ya entiendo —se limitó a decir Lucas muy tranquilo.
—Te dije que me acosté con ella.
—¿Y? Te alabo el gusto: Paula es guapísima —dijo Lucas sonriendo con picardía—. Te confesaré que hasta yo he tenido algunas fantasías al respecto... Sin embargo, todos sabemos que es tu alma gemela. Es una chica estupenda, y todos nos entendemos con ella de maravilla, pero lo cierto es que siempre ha estado esperando por tí, y tú por ella, aunque no lo supieran. Lo que no entiendo es dónde está el problema.
Pedro se había quedado sin saber qué decir.
—Porque supongo que le habrás dicho que la quieres, ¿no?
Pedro no dijo ni mu.
—Porque la quieres, ¿verdad? —dijo Lucas muy despacio, como si estuviera hablando con un niño poco despierto—. Si me dices que no soy capaz de darte una paliza, te lo advierto: no consiento que nadie le tome el pelo a nuestra chica de ese modo, y menos un beep como tú, incapaz de entender hasta lo que está pasando delante de sus narices.
—No sé en qué estaba pensando —estalló Pedro—. Lo único que se me ocurre es que después de hacer esa estúpida apuesta todo cambió de repente entre nosotros. Paula seguía siendo la misma, claro, pero con aquellas ropas y todo lo demás... pasábamos tanto tiempo juntos como antes, pero algo había cambiado. Te juro que hice todo lo posible para mantenerme en los límites de una buena amistad, pero no pude conseguirlo... sencillamente ocurrió...
—No te tortures, no tiene sentido —le cortó Lucas en seco—. ¿Qué hiciste después?
—Lo detuve antes de que la cosa pasara a mayores —dijo Pedro cerrando los ojos. Los detalles de lo ocurrido aún estaban en las pesadillas que le asaltaban cada noche desde aquel nefasto día—. Pensé que si lo cortaba de raíz podría recuperar nuestra antigua amistad, pero fue demasiado tarde. Ahora no quiere verme, ni hablarme siquiera. No sé qué hacer: ha ocurrido justo lo que más temía, y no sé que voy a hacer sin ella.
—Pedro, eres como un hermano para mí, así que voy a hablarte con total sinceridad —dijo Lucas colocándole una mano en el hombro y mirándolo directamente a los ojos—. Eres un beep.
—¿Cómo?
—Ya me has oído. Te has enamorado y ni siquiera eres capaz de reconocerlo.
Pedro  miró las olas durante un largo instante. No quería ver a Paula con ningún otro hombre, no podría soportarlo. Necesitaba su calor, su sonrisa y, sobre todo, su amor.
—Tienes razón estoy enamorado de Paula—declaró al fin—, y haré lo que sea para demostrárselo.
—Espero que esta vez tengas más cuidado —le advirtió su amigo—. Son cosas como estas las que hacen que las mujeres piensen que somos unos bobos de remate.
Justo entonces vieron a Francisco correr hacia ellos con un periódico en la mano.
—¡Miren esto! —exclamó, dejándose caer en la arena. Los muchachos lo rodearon y Pedro tomó el periódico de sus manos.
—¿Qué demonios...? —Pedro se quedó mirando una foto en la que aparecían Pablo y Paula. Las letras del titular le golpearon como una bofetada en pleno rostro: ¿Se casará la dama de rojo con Pablo Landor?
—¿Verdad que es increíble? —dijo Francisco—. Nuestra chica favorita casándose con el soltero de oro de América.
Pedro destrozó aquel miserable tabloide haciendo caso omiso de las protestas de Francisco.
—Tienes que jugarte el todo por el todo, Pedro —le dijo Lucas solemnemente—. Aún no la has perdido.
Pedro  salió corriendo en busca de su coche, rezando para que Lucas  tuviera razón.

Paula estaba comiendo en la terraza de un café con Zaira y Luciana. No tenía muchas ganas de contarles lo que le estaba pasando, pero sabía que no le quedaba otro remedio. De hecho, empezarían a sospechar en cuanto se dieran cuenta de que había disminuido notablemente el ritmo de sus citas, y sin duda querrían saber la razón. .
Justo lo que menos le apetecía a ella contarles.
—...entonces le dije que me importaba un comino la boda que estaba preparando, que me había prometido llevarme doscientas orquídeas para el banquete, y que no pensaba conformarme con menos —les estaba contando Zaira, tan apasionada como de costumbre—. Como si yo fuera a quedar mal con mis clientes solo porque un pretencioso jeque árabe necesitaba unos míseros centros florales... —levantó la vista y le guiñó el ojo a Paula con toda intención—. Claro que si el que se casara fuera Pablo Landor, estaría dispuesta a hacer un pequeño sacrificio...
Antes de que Paula pudiera reaccionar, Luciana le lanzó una inquisitiva mirada.
—Hablando de ese tema, ¿no tienes algo que decirnos al respecto?
—Bueno, pues... sí —empezó a decir Paula. De repente, entendió todas las implicaciones de aquella pregunta—. Esperen un segundo, ¿de qué me están hablando?
—¡Pero, Paula! Si ha salido en todas las revistas—protestó Zaira—. Han publicado una foto tuya con ese vestido rojo, y corre el rumor de que te vas a casar con él.
—Queríamos esperar a que fueras tú la que nos lo dijeras —dijo Luciana con una radiante sonrisa—, pero como lo pensabas tanto, no hemos podido soportar más la incertidumbre. Anda, cuéntanos qué ocurre. ¿Cómo te lo pidió?
—¿Y cuándo es la boda? —preguntó Zaira—. ¡Estoy tan nerviosa! ¡Qué maravilla! Has conseguido que te lo pida en menos de un mes.
—Un momento —las interrumpió Paula—. Es verdad que Pablo me lo pidió, pero tengo que explicarles un par de cosas...
—Paula...

Desafiando Al Amor: Capítulo 35

Francisco observó con detenimiento el rostro de Pedro y se echó a reír con ganas.
—Estoy de acuerdo: solo una mujer puede haber sido la causante de que este pobre diablo parezca estar hecho polvo.
—Ahora que lo dices, quizá deberíamos animarlo un poco —sugirió Germán—. Lo mejor sería que se pusiera en acción cuanto antes: ahí fuera hay un montón de chicas que seguro que están deseando consolarlo.
Pedro ignoró deliberadamente estos comentarios. Estaba demasiado absorto en sus negros pensamientos.
—Toc toc, ¿hay alguien en casa? —dijo Lucas dándole unos golpecitos en la cabeza—. Venga, vamos a entrarle a esa pelirroja de enfrente.
Pedro levantó la vista sin el menor interés. Una voluptuosa, joven con una espléndida cabellera pelirroja se acercaba a su mesa con una incitante sonrisa bailándole en los labios. La pandilla en pleno se la quedó mirando expectante.
—Hola, chicos —los saludó, dirigiéndose claramente a Pedro—. Me llamo Melisa.
Pedro se limitó a asentir con la cabeza.
Sin dejar de sonreír, la joven se las arregló para rozarle el hombro con su pecho.
—No parece que te estés divirtiendo mucho. ¿Qué tal si nos vamos a un sitio más discreto, a ver qué se me ocurre para levantarte el ánimo? —propuso descaradamente.
—No, gracias —respondió amablemente.
—¿Estás seguro? —insistió—. Te puedo asegurar que soy muy, muy buena dando ánimos...
—No quiero ser grosero, pero no me interesa, ¿esta bien? —le dijo, y sin esperar su respuesta, volvió a concentrarse en la cerveza, como si eso fuera lo que más le importaba en el mundo.
—¿Te has vuelto loco, hombre? —exclamaron sus amigos—. Esa mujer estaba tremenda —lo acusaron casi, sin hacer caso de sus gestos para que le dejaran en paz.
—Creo que está así por Paula —declaró Francisco de repente.
Pedro levantó la cabeza como si le hubiera picado una serpiente.
—No digas estupideces.
—¡Ja! —insistió Francisco—. Lo que pasa es que te fastidia que esté teniendo tanta suerte y que esté a punto de ganarte la apuesta. Pero, yo que tú, no me preocuparía mucho: aunque es verdad que está saliendo como una posesa, no creo que consiga que alguien la pida en matrimonio en la semana que le queda.
—¿Qué quieres decir con eso de que está teniendo tanta suerte? —preguntó Pedro con fiera expresión.
—Pues que la lista de sus pretendientes es tan larga como la guía de teléfonos. Además, sospecho que hay alguien que de verdad le importa. Me di cuenta hace cosa de una semana...
—¿Te refieres a nuestra Pau? —preguntó Germán intrigado.
—Yo lo único que digo es que nuestra Pau, como tú dices, parece mucho más feliz que el tipo que tengo enfrente —declaró Francisco pomposamente—. Creo que deberías pasar definitivamente esa página, hombre —le aconsejó—. La vi radiante, la verdad.
—¿Y te parece que sigue siendo tan... feliz? ¿Has encontrado más pistas? —preguntó Pedro sarcásticamente. ¿Acaso habría encontrado a alguien tan rápido?.
Germán se volvió hacia Francisco intrigado, pero Lucas no apartó la vista de Pedro que, sin embargo, estaba tan pendiente de las palabras de Francisco que no se dio cuenta.
—Ahora que lo dices, la verdad es que no —confesó su amigo al fin—. No hay duda que se lo está pasando bien, pero lo cierto es que sale con un tipo distinto cada noche, y que cada día queda para comer con otro.
—Entonces, quién crees que es ese tipo que según tú le importa tanto. ¿Ella te ha comentado algo?
—Pues no —admitió Francisco a su pesar—, pero es obvio, ¿no? Supongo que debe ser Pablo: es el único que salía con ella cuando me di cuenta del cambio.
—Sea quien sea, lo cierto es que es un tipo con suerte —intervino Germán—. La verdad es que hasta a mí me han dado ganas de llamarla para...
Pedro se levantó de un salto y le agarró de la garganta.
—¡Oye, para! —no sin esfuerzo Francisco y Lucas consiguieron que soltara a su presa—. ¿Se puede saber qué diablos te pasa, Pedro?
—No se te ocurra volver a hablar así de Paula—le advirtió Pedro temblando de rabia—, por lo menos no cuando yo esté presente. Y esto va por todos ustedes también. Si me entero de que van hablando de ella por ahí, yo mismo les parto la cara.
—Oye, Pedro, que yo sepa, no le estaba faltando al respeto —protestó Germán—. Me parece que te estás volviendo paranoico...
—No; yo creo que no —intervino Francisco enigmáticamente.
Pedro se volvió dispuesto a enfrentarse con él también.
—¿Y a ti quién te dió vela en este entierro, si se puede saber? —preguntó enojado.
—Debería haberme dado cuenta antes: tienes todos los síntomas, estás furioso, te comportas de forma irracional, pareces deprimido —enumeró Francisco con una sonrisita—. ¿Por qué no nos dijiste antes que te habías enamorado, Pepe? Eso nos habría evitado muchas quebradras de cabeza.
—No estoy enamorado —gruñó Pedro. Por lo menos podía dar gracias por eso. ¡Como si no tuviera ya suficientes problemas!—. Enamorarse es el peor error que puede cometer un hombre. Siempre acaba en desastre. No pienso caer en esa trampa —declaró airadamente antes de abandonar la mesa con precipitación, molesto por el coro que hicieron los chicos al unísono:
—¡En hora buena! ¡Está enamorado!

Pablo acompañó a Paula hasta la puerta de su casa. Le gustó que lo hiciera, pero se sentía un poco incómoda después de lo ocurrido entre ella y Pedro. Sin embargo, Pablo se había mostrado muy comprensivo, tomándose muchas molestias para mantenerla entretenida: la había llevado al cine, a cenar e incluso al zoo. Sin embargo, Paula detectaba cierta tensión que se intensificaba cada vez que estaban juntos.
—Buenas noches, Pablo —se despidió, dándole un ligero abrazo. No habían vuelto a besarse desde aquel frustrante intento después del Baile en Blanco y Negro. Sin embargo, en aquella ocasión Pablo la estrechó con fuerza entre sus brazos—. ¿Qué pasa? —preguntó ella al fin.
—Me resulta muy penoso contarte esto —declaró Pablo—. ¿Te he hablado alguna vez de mi familia?
—No —respondió la joven sorprendida—. Ahora que lo dices, aunque siempre me has escuchado con paciencia, me has contado muy pocas cosas de tu familia.
—Son maravillosos, no me malinterpretes —empezó Pablo, pero un velo de tristeza empañaba su mirada—. Mi padre es un importante editor, seguro que has oído hablar de él. Tanto él como mi madre son maravillosos, pero la verdad es que últimamente no hace más que presionarme. Entre sus charlas y el acoso de la prensa, me siento incapaz de dar el menor paso para comprometerme. Casi he renunciado a encontrar a alguien que me quiera por mí mismo. Estoy a punto de perder la esperanza. Es como si no pudiera estar solo y hacer sencillamente lo que me apeteciera, no sé si me entiendes...
—Perfectamente —le tranquilizó Paula con una sonrisa—. Zaira y Luciana han hecho exactamente lo mismo conmigo. Supongo que estás harto de ellos, pero como los quieres de verdad, no te atreves a mandarlos a la goma.
—Eso es exactamente lo que me pasa.
—Creo que al final he conseguido mantener a raya a esas dos celestinas, pero a veces sigo pensando que lo mejor sería cambiarme el nombre, afeitarme la cabeza y marcharme con el primer circo ambulante que pasara por la ciudad —bromeó.
Pablo sonrió con tristeza.
—Ojalá fuera tan fácil como dices —murmuró—. Se me ha ocurrido una solución, pero me temo que es una locura.
—Pablo, somos amigos, ¿verdad? —dijo Paula con sinceridad—. Puedes contármelo todo.
—Vas a pensar que estoy operado del cerebro, pero quisiera pedirte algo... necesito que me hagas un favor.
Parecía tan triste y desolado, que Paula no midió el alcance de sus palabras.
—Lo que quieras, Pablo, para eso somos amigos.
—¿Te importaría casarte conmigo durante una temporada?

Desafiando Al Amor: Capítulo 34

—Paula, amiga, ¿podemos hablar un momento?
Paula levantó la cabeza para mirar a Zaira, a la que casi no podía oír debido al estruendo que había en local al que habían ido a bailar.
—¿Qué pasa?
Zaira se volvió al rincón donde estaban Luciana, Alejandro y su marido, Daniel; le dijo algo a Luciana al oído, que asintió y enseguida se unió a ellas. Paula se estremeció cuando las dos mujeres la llevaron a la calle. La brisa nocturna era fresca, así que se arrebujó en el vestido.
—Paula, estamos muy preocupadas por ti —dijo Zaira yendo directamente al grano, como tenía por costumbre.
—¿Preocupadas por mí? —repitió Paula. Por la expresión de sus rostros adivinó que aquella conversación iba a levantarle dolor de cabeza—. ¿Por qué? Estoy perfectamente.
—No, no lo estás —la contradijo Luciana con dulzura.
—Les agradezco mucho que se hayan molestado tanto para salir conmigo esta última semana, pero la verdad es que no era necesario... a decir verdad, jamás he tenido una vida social tan intensa como estas últimas semanas —dijo, jugueteando con el dobladillo del corto vestido rojo cereza que se había puesto aquella noche—. Estos últimos días hasta se han detenido hombres por la calle para pedirme mi número de teléfono: en el supermercado, en los semáforos... Ha sido una auténtica locura. Es lo más increíble que me ha pasado en la vida —y realmente lo era. En cualquier otro momento de su vida, se habría quedado asombrada al ver la atención que despertaba a su alrededor, incluso estaría un poco asustada. Sin embargo, después de lo ocurrido con Pedro, todo aquello no le importaba lo más mínimo. En realidad, muy pocas cosas la afectaban desde entonces. Como mucho, toda aquella situación la divertía un poco.
—Sí, tu vida social se ha disparado —admitió Zaira—, pero no es eso lo que ha hecho que te salgan ojeras. Además, parece incluso que has perdido algo de peso.
—Puede —convino Paula  de mala gana. No se atrevió a confesar que le costaba bastante conciliar el sueño, y que aún así solo dormía unas pocas horas cada noche—. Supongo que estoy un poco cansada con tanto trajín. Les prometo que este fin de semana me quedaré en casa tranquilita.
—Paula—intervino Luciana con mucho tacto—, a nadie le alegra más que a nosotras que estés teniendo tanto éxito. Sobre todo, nos complace que por fin empieces a confiar en ti misma —añadió cruzándose de brazos—. Sin embargo, nos preocupa que no seas feliz. Y no lo eres, no lo niegues.
—Para empezar —replicó Paula secamente—, cuando no prestaba ninguna atención a mi aspecto, me dijiste que me dejarían en paz si conseguía ser feliz. Ahora que tengo la agenda repleta de compromisos, me dicen exactamente lo mismo. ¡No resulta nada fácil complacerlas, chicas!
Zaira y Luciana podían haber pasado por hermanas gemelas, tan idéntica era su expresión en aquellos momentos. Se le quedaron mirando, haciendo caso omiso de aquel ácido comentario, esperando que continuara hablando. Evidentemente, estaban decididas a esperar lo que hiciera falta con tal de averiguar qué le pasaba realmente.
Paula suspiró incómoda. Las quería mucho por la forma en que le demostraban su cariño y preocupación por ella, pero no podía confiarles lo que le angustiaba. Aquel tormento era cosa suya.
—Voy a contarles una historia —dijo por fin, con voz tranquila y firme—. Trata de una chica que no tenía mucha confianza en sí misma y que lo disimulaba portándose como un chico. También sale un chico amable y gentil, dotado con un gran sentido del humor: sería alguien con quien ella pudiera pasar el resto de su vida encantada —al llegar a este punto se le quebró un poco la voz, así que fijó la vista en la pared del club, evitando que su mirada se cruzara con las de Zaira y Luciana—. Ese hombre consigue que se dé cuenta por fin no solo de que es hermosa, sino alguien realmente especial, maravillosa de verdad. También la ayuda a despertar sentimientos y deseos que nunca hubiera imaginado que escondía en su interior. Entonces, esa mujer, que se ha enamorado por completo, decide una noche acostarse con él, suponiendo que eso iba a ser el principio de una vida llena de felicidad... sin embargo, precisamente en ese punto, el hombre decide que es mejor que sigan siendo solo amigos.
Zaira  ahogó una exclamación de sorpresa, mientras Luciana la animó a seguir con un gesto.
—La mujer, tal como yo lo veo, tiene entonces dos opciones: puede hacer lo que ha hecho hasta entonces, es decir, ocultarse detrás de unas ropas informes y refugiarse en su trabajo para que ningún hombre sospeche siquiera cómo es en realidad. De esa forma evitaría que volvieran a hacerle daño —Paula dedicó una triste sonrisa a sus amigas—. Por otra parte, puede recordar algo que el hombre le ha enseñado: él consiguió demostrarle lo maravillosa que era en realidad, pero no fue él quien la hizo tan especial. Lo es por sí misma. Y si no es capaz de apreciarlo, ese es su problema, no el de la chica.
—¡Cariño! —sus dos amigas se fundieron con ella en un tierno abrazo.
—Puede que no sea feliz, es cierto —susurró Paula—, pero por primera vez en mi vida puedo decir con total sinceridad que estoy bien.
—¡Oh, Paula! ¡Estoy tan orgullosa de ti! —exclamó la impetuosa Zaira—. Si hubiera estado en tu lugar, le habría destrozado el coche.
Paula se echó a reír.
—Te confesaré que lo he pensado.
—Ahora mismo voy a decirle a Pedro que se ha acabado esta estúpida apuesta —declaró Luciana decidida—. No tienes por qué seguir sometida a semejante presión cuando es evidente, además, que tienes cosas mucho más importantes en las que pensar.
—Ni siquiera me acuerdo de la apuesta, y me parece que Pedro tampoco —Paula dió gracias mentalmente por conseguir que su voz sonara firme. Se le hacía difícil hasta pronunciar su nombre.
—Estoy tan furiosa que me dan ganas de gritar —dijo Zaira con los ojos llameantes—. ¿Quién se cree que es ese tipo? ¡Don Perfecto! ¿Con que el soltero más deseado de América, eh? Pues si le tuviera delante, les aseguro que su próxima foto parecería sacada de un informe de la policía.
Paula la miró sorprendida.
—¿De qué estás hablando?
—Está enfadada con Pablo, Paula—le explicó Luciana—. Debimos estar ciegas para no darnos cuenta de lo que estaba pasando.
Dios del cielo. Sus amigas estaban a punto de cometer un terrible error.
—No me refería a Pablo, chicas.
—¿No? —ahora fueron sus amigas las que la miraron atónitas—. Entonces, ¿de quién hablabas? —preguntó Dana perpleja.
—No voy a decirlo —declaró Paula con firmeza—. Es mi problema y seré yo la que lo solucione como mejor pueda.
Zaira abrió la boca para protestar, pero Luciana la detuvo con un gesto.
—Creo que nuestra niñita ha crecido por fin —murmuró con una sonrisa.
Maite les dio un fuerte abrazo.
—Eso, y que no quiero que le destrocen el coche...

—¡Guauuuu! ¡Allá vamos, chicas! —exclamó Francisco pasándole una cerveza a Germán.
Su amigo echó un vistazo a la multitud que los rodeaba.
—¡Chica buena a la vista! ¡Fíjate que pedazo de mujer, Pedro!
Pedro levantó la vista y puso cara de circunstancias.
—¿Pero qué demonios le pasa a este tipo? —gruñó Germán dando un codazo a Lucas, que se quedó mirando a Pedro.
—Oh, oh... me temo que nuestro amigo tiene problemas sentimentales...

Desafiando Al Amor: Capítulo 33

Llevaba zapatos de tacón alto y avanzó hacia él contoneándose, seguida de las miradas de todos los hombres del lugar.
—Hola, Paula—dijo, con voz grave.
—Hola —respondió ella con una voz igualmente grave, y se acercó a besarlo.
Pedro quiso aceptar el beso, pero se contuvo y le puso la mejilla.
—¿Y eso? ¿Están los chicos aquí o qué?
Pedro se limpió el rastro del pintalabios.
—No, o por lo menos yo no los he visto.
Paula sonrió.
—Llevo todo el día pensando en ti. A propósito, gracias por dejarme dormir esta mañana, si llegas a despertarme, no sé cómo habría aguantado todo el día trabajando.
Oír que su cobardía era interpretada como un gesto de consideración provocó en él un escalofrío de dolor.
—Paula, tenemos que hablar —dijo, tras un profundo suspiro.
Ella se quedó inmóvil. Pedro recordó un documental de naturaleza en el que una gacela se quedaba inmóvil al oler un león.
—¿Por? —dijo ella, bebiendo un sorbo de su cerveza.
Pedro  asintió, con un profundo y doloroso suspiro.
—Sobre anoche.
Ella asintió lentamente.
—¿Qué ocurre con anoche?
—Anoche fue... increíble —no quería decirlo, pero era la verdad y ella merecía oírla.
Los ojos de Paula se iluminaron.
—Dime.
—Pero no creo que fuera muy buena idea —dijo él y vio que los ojos de Paula se dilataban. Prosiguió, como si la prisa disminuyera el efecto del golpe—. Eres mi mejor amiga, ángel. No quiero hacerte daño, pero nos conocemos hace demasiado tiempo como para mentirte ahora. Lo que tú quieres es que alguien se enamore de ti. Quieres casarte y te lo mereces. Mereces algo más que una relación pasajera conmigo.
Paula  parpadeó. Sintió el mismo dolor que si le hubiera dado un puñetazo.
—¿Ángel? —dijo Pedro después de una larga pausa—. Vamos, háblame. Podemos hablar, ¿no?
Ella seguía mirándolo, moviendo la cabeza. Sin poder decir una palabra, comenzó a temblar y agachó la cabeza, apoyándola en los brazos.
Estaba llorando. Oh, Dios, era un canalla, un auténtico canalla. Estiró la mano y le acarició el sedoso cabello.
—Paula, lo siento mucho.
Ella alzó la cabeza, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano. Y fue entonces cuando él se sorprendió.
Se estaba riendo.
—Pedro, por el amor de Dios. Eres un beep —dijo ella entre risas.
—No te entiendo.
—Pues deberías —dijo ella entre sonrisas—. Podrías ser un poco más perspicaz.
En aquel momento fue él el que sintió lo mismo que si ella le hubiera dado un puñetazo.
—¿De qué estás hablando, Paula?
—¿Qué no te has fijado en mi últimamente? —dijo ella, se levantó, dio una vuelta sobre sí misma y captó la atención de todos los hombres del bar—. Por primera vez en mi vida me siento guapa, deseable. Ha sido un proceso largo, pero ahora que ha llegado a su fin, Pepe, no hay manera de pararlo. Una negativa por tu parte no lo va a echar a perder.
Pedro le acarició la mejilla, sin poder evitarlo.
—Claro que no, jamás lo he pensado.
Paula se apartó de él.
—Lo que estoy intentando decirte es que ahora soy mayorcita, que ya no soy la pequeña Paula  a la que tenías que proteger. Sí crees que puedes mantener una relación conmigo, muy bien, pero no sigas con eso de la «protección» porque no pienso tolerarlo.
—Pero si yo no...
Pedro se interrumpió, en cierto modo sí estaba intentando protegerla. Estaba intentando protegerlos a los dos, ¿qué había de malo en ello?
—Pero estamos de acuerdo en una cosa. Me alegro de que lo hayas dicho antes de seguir adelante. Ninguno de los dos queremos hacer un drama de esto.
—Bueno, me alegro de que no te sientas herida —dijo Pedro, confuso.
—Bueno, entonces, ¿ya terminamos con este asunto? —dijo ella, y agarró el bolso—. Tengo que irme.
—¿Por qué? ¿Vas a salir con alguien mas?
—No te ofendas, Pedro, pero aparte de tí,  tengo mi propia vida, ¿sabes? Y aunque te parezca raro, te diré que al parecer sí tengo la oportunidad de casarme y tener un marido y unos hijos maravillosos. Y en cierto modo, todo es gracias a tí —dijo y se inclinó para darle un beso en la mejilla—. Ya me pagarás esos mil dólares. Nos vemos.
—¿Cuándo?
Ella se encogió de hombros.
—No lo sé. Mi vida social es muy errática —dijo, y dio media vuelta.
—¿Paula?
—¿Qué?
—Sabes que te quiero, ¿verdad?
¿Veía el dolor en su rostro o solo lo imaginaba? El rostro de Paula no era ya más que una máscara indescifrable.
—Claro que lo sé, Pedro. Pero no estás enamorado de mí y los dos lo sabemos. Quién sabe, quizás nos haga falta un poco de espacio. Sí, creo que será mejor que no me llames durante un tiempo.
Pedro observó cómo se alejaba, observada por la mayoría de los hombres presentes, contoneándose, probablemente sonriendo. Él, por su parte, solo podía pensar dos cosas.
Era tan hermosa que le dolía el corazón solo de verla.
Jamás volvería a verla.

jueves, 29 de octubre de 2015

Desafiando Al Amor: Capítulo 32

 Pedro se despertó poco a poco. Sintiendo cómo entraba el sol a través de la ventana. Hacía calor y estaba cubierto de sudor, pero, por extraño que pudiera parecer, no se sentía mal. Más bien al contrario, sentía un abrumador bienestar. Se sentía feliz. ¿Cuánto tiempo hacía que no se despertaba con aquella sensación?
Rodó a un lado y se topó con un bulto en forma de mujer.
Se quedó helado.
Era su casa, su cama, su mejor amiga.
Oh, no.
Había hecho el amor con Paula, varias veces en realidad.
Se había prometido no tocarla y... pero aquello no era una buena noticia. Hacer el amor con su mejor amiga podía dar pie a una relación condenada al fracaso. Sabía muy bien lo que estaba en juego y a pesar de ello se había portado como la mayoría de los hombres: había antepuesto el cuerpo a la cordura.
De haber sabido que aquello iba a ocurrir, se habría encerrado en casa, desconectando el teléfono y se habría sentado en el salón con las luces apagadas para no dar señales de vida.
Cerró los ojos y lo invadieron las imágenes de la noche previa.
Saltó de la cama, y se dirigió a la ducha. El agua calmó su cuerpo, pero, por el contrario, despejó su mente.
Paula  no era una cita de sábado por la noche, se dijo, era, posiblemente, la mujer más importante de su vida y no podía utilizarla de aquella manera.
«Pero quizás no la estuvieras utilizando».
Ah, la voz de la conciencia, siempre tan servicial. Como siempre sus consejos de nada servían, porque él no quería una relación con cualquiera y mucho menos con la única mujer cuya amistad quería mantener por el resto de su vida. Si mantenía una relación con ella acabaría por perderla, la situación era tan simple como eso.
«Muy bien, estropéalo todo, adelante, haz lo que quieras, te dejo que tú solito lo eches todo a perder».
Ya era hora de que la conciencia lo dejase solo, se dijo. Salió de la ducha y comenzó a secarse. Se miró fugazmente en el espejo. Su mirada estaba llena de furia. Lo cierto era que estaba peor de lo que pensaba. No dejaba de discutir consigo mismo.
Se vistió y se acercó al dormitorio. Paula seguía durmiendo. Al verla, no vio lo que veía siempre en todas sus relaciones. Al verla supo que con ella no se vería sumergido en una escalada de reproches, de celos, de pequeños dramas. Sabía que jamás se harían daño el uno al otro.
Mientras siguieran siendo amigos.
Pero, él la conocía y sabía que quería casarse, enamorarse perdidamente. Y lo merecía, pero no con él. No con él porque no quería perderla. No con él porque sabía que tarde o temprano él acabaría por darse cuenta de que había algo en ella que no podía soportar y ella acabaría por cansarse de sus juegos, de su humor y él querría entonces volver a su antigua vida, a la que ahora llevaba.
Y no quería hacerle algo así a Paula, al menos no intencionadamente. No quería que ella se hiciera ilusiones porque no quería decepcionarla y porque no quería perderla. Por nada del mundo quería perder a la amiga que tanto necesitaba. Y la necesitaba desesperadamente, Dios, hasta qué punto la necesitaba.
«Control de daños. Para esto antes de que sea peor».
Buscó un trozo de papel y un lápiz y apuntó:
Paula, nos vemos a las siete en Hennesy ‘s. Pedro.
Suspirando, la dejó en la mesilla y luego, porque no podía evitarlo, la besó en la frente antes de marcharse. «Después de esta noche ya no podré tocarla nunca más», se dijo. «Pero tienes que parar esto antes de sea demasiado tarde».

—¿Qué te ocurre? —le espetó. Laura nada más entrar.
Paula se detuvo, con una sonrisa de sorpresa.
—¿A qué te refieres?
—Estás cantando y tú nunca cantas.
Francisco se acercó.
—Y te ví bailar en el pasillo. Sí, dinos qué es lo que pasa.
—Nada, que estoy contenta —dijo Paula, abrazando la carpeta de los dibujos—. ¿Está prohibido o qué?
—Estás más que contenta —dijo Laura con cierta severidad, estudiándola como si fuera un microbio en un microscopio—. Estás resplandeciente.
Francisco escrutó su rostro, luego se detuvo, abriendo mucho los ojos.
—Oh, no.
—Oh, no, qué.
—Ganaste, ¿no? —dijo Francisco riéndose—. ¡Espera a que Pedro se entere!
Paula reprimió una sonrisa. Laura chascó los dedos.
—Eso es. Ya me parecía a mí que había reconocido esa mirada, solo que nunca la había visto en Paula.
—Miau —dijo Francisco, mirando a Laura, sonriendo—. Púlete esas uñas, tigresa. Bueno, Paula, ¿quién es el afortunado?
—¿Cómo? Me parece que no es su asunto —replicó Paula, dirigiéndose a la oficina. Francisco y Laura la pisaron los talones.
—Oh, vamos, Paula. ¿Cómo esperas que me olvide de una noticia de tal calibre? ¡La pandilla tiene derecho a saberlo!
—Sí, Paula—insistió Laura—. No puedes guardarte el secreto.
—¿Derecho a saberlo? La libertad de chismear no figura en la constitución, me parece —dijo Paula, tratando de mostrarse severa, aunque en realidad estaba tan contenta que poco podían afectarle los comentarios—. Mi vida sexual es cosa mía y solo otra persona conoce los detalles y eso solo porque la cosa no sería nada divertida si no los conociera —bromeó.
Francisco se deshizo en carcajadas. Laura resopló, escandalizada.
—Al menos, podrías decirme qué tal fue —insistió Francisco.
—¿Qué tal fue? —dijo Paula. Por mucho que lo intentó, se le aceleró el pulso y se le iluminó la sonrisa que esbozaba desde que se levantó—. Increíble, maravilloso, estratosférico —dijo, satisfecha, y se dirigió a su puesto de trabajo.

Pedro se sentaba en una de las altas mesas redondas de Hennesy's. Era el punto exacto de la hora más feliz del día y había muchos hombres y mujeres riendo, charlando y haciendo cola en la barra para pedir algo de comer y un margarita. Él, por su parte, mecía su pinta de cerveza. Consultó el reloj. Paula llegaría en cualquier momento. El resto de los chicos de la pandilla llamaban a Hennesy's «El bar de los corazones rotos» porque era un sitio muy elegido para las rupturas. Era el lugar perfecto para ello: público y bullicioso en él era difícil ocasionar una escena. Lo había elegido por hábito y también por cobardía. No estaba seguro de cómo se tomaría
Paula la noticia de que la noche anterior había sido un error en toda regla, una decisión equivocada a la que les habían abocado sus cuerpos. En realidad, ni siquiera él sabía cómo tomárselo.
Antes se pondría una pistola en la sien que hacerle daño a Paula, pero romper en aquel momento era el único modo de prevenir males mayores.
«Por supuesto, estás asumiendo que anoche fue tan importante para ella como para tí».
Sí, claro, por supuesto, le dijo a la voz de su conciencia, a la que ya empezaba a echar de menos.
Dio un largo trago de cerveza. Claro que había significado para ella tanto como para él. Nadie habría salido inmune de aquella noche. Bastaba con recordar la noche pasada para que se le acelerase el pulso. Había estado con más mujeres de las que podía recordar, pero ninguna de sus experiencias había sido tan intensa.
Sin embargo, ella merecía algo más que una simple experiencia. Se frotó la cara. ¿Por qué demonios se había acostado con ella? Ella era su pequeña Pau, su mejor amiga, su colega, alguien con quien jugaba al póker o al rugby, alguien con quien podías contar para arreglar el coche. Era la amiga perfecta, no la clase de mujer de la que uno se enamora, ¿o sí?
Levantó la vista, y se le hizo un nudo en la garganta.
Estaba en la puerta, buscándolo con la mirada. Parecía recién salida de una revista, o mejor aún, de la pasarela de Milán. Llevaba un vestido negro con aquellos pequeños tirantes que a él lo volvían loco.

Desafiando Al Amor: Capítulo 31

Pedro se rió, trazando el escote abierto del vestido con la lengua. Y tiró de él para quitárselo. Paula estaba asombrada. Pedro  tomó sus senos en las manos, y observó los pezones erguidos antes de besarlos. Ella respiraba con dificultad, sorprendida y excitada al mismo tiempo. Se movía como una bailarina, llena de vigor y de gracia, arqueándose para recibir sus deliciosos besos.
Pedro la miró y lo que vio en sus ojos solo sirvió para que quisiera tomarla aún más despacio, para acometer con mayor precisión el plan de su exquisita y placentera tortura. Emplearía toda la noche y parte de la mañana si le hacía falta.
—Es mi turno —dijo, metiendo los dedos en la cintura de su pantalón.
Pedro le dirigió una mirada sorprendida, para alguien tan tímido, tomaba la iniciativa con un ímpetu que, por su mirada, parecía triplicar el suyo. Como siguiera así, acabaría muriendo de placer. Pero qué muerte tan feliz.
Paula le quitó los pantalones. Llevaba calzoncillos tipo bóxer y su erección era evidente.
—¿No son los calzoncillos que te compré por tu cumpleaños? —preguntó. Pedro asintió y resopló al sentir que lo tocaba—. Mmm, no tenían el mismo tacto cuando los compré.
Luego lo besó en las piernas, en el estómago y en el pecho, igual que había hecho él. Cuando fue a descender hacia el vientre, Pedro le levantó la cabeza.
—Sigue así, ángel, y no voy a poder resistirlo. Y quiero que esta noche sea muy especial para tí.
—Pedro, por fin estoy contigo, así que la noche es perfecta.
Él sonrió, con la sonrisa de un hombre al que le concedieran por fin el presente que siempre había deseado. Paula lo besó en la boca en un beso más dulce de los que jamás había experimentado.
Mas la dulzura se convirtió en ansia y el ansia en fuego. Paula nunca había sentido una gran confianza en su cuerpo, era siempre la primera en meterse bajo las sábanas, pero aquella noche todo era distinto. Aquella noche se sentía igual que aquellas mujeres que solo conocía por sus lecturas: tentadoras, mujeres fatales, meretrices. Mujeres capaces de volver loco a cualquier hombre.
Pedro se agachó para besarla en el cuello y ella se quejó, echándole los brazos al cuello.
—Pedro... por favor, necesito...
—Ángel, yo también te necesito.
Se quitó los calzoncillos.
Era magnífico, su piel brillaba, era como un Donatello de bronce... excepto por su erección, que era...
Algo debía reflejarse en su mirada, porque a pesar de la pasión que ardía en su interior, Pedro sonrió.
—¿Te arrepientes, ángel?
—Nada de eso.
Pedro  la besó en el cuello, acariciándole la espalda con deliciosas manos. Al sentir la presión de su sexo entre sus piernas, la recorrió una oleada de placer y buscó acomodarlo en su vientre ya húmedo.
Pedro se detuvo, con la respiración entrecortada.
—Paula.
Ella levantó la mirada. Los ojos de Pedro eran como anillos plateados alrededor de círculos de fuego negro y opaco.
—Será mejor que me desees como yo te deseo a tí, porque a partir, de ahora no hay vuelta atrás posible.
Paula, sumergida en la pasión, tardó un minuto en comprender lo que Pedro le decía. Sentía un deseo más allá de todo lo razonable y lo único que podía hacer era rodearlo con sus piernas y besarlo, y besarlo, y besarlo apasionadamente.
—Pedro...
—Oh, Dios, ángel.
La penetró y los dos se mecieron al mismo ritmo, dulcemente. Paula  se estremeció, recorrida por un escalofrío de emoción y de fuego. Arqueó las caderas para facilitarle la entrada y lo rodeó con las piernas.
Pedro se movía contra ella y ella podía sentir el dulce sudor que se deslizaba entre sus cuerpos. La estaba llevando al límite y ya podía sentir el elusivo pulso que surgía de las profundidades de su interior. Empujó contra él y fue catapultada a las llanuras del olvido, a la culminación de los sentidos.
—¡Pedro! —gritó, aferrándose a él.
—Paula—murmuró él como respuesta y siguió empujando, una y otra vez, hasta derrumbarse.
Se quedó inmóvil sobre ella un buen rato, aferrados el uno al otro como si tuvieran miedo a escapar, y al cabo de unos minutos, Pedro se separó de ella y se apoyó en un codo.
—He ganado —dijo.
—¿Qué has ganado?
—Yo te he hecho perder el control antes —dijo Pedro, tumbándose de espaldas y arrastrándola a ella sobre sí—. ¿Cuál es mi premio? ¿Un millón? ¿Un viaje a las Bermudas?
Paula sonrió. Aún estaba sumergida en la sensación de lo que acababa de ocurrir y, sorprendentemente, cuando Pedro la acarició entre los hombros, sintió una oleada de placer. Se retorció y la expresión de sus ojos se iluminó.
—Creía que era una broma —dijo.
«Es ridículo», pensó, «acabas de hacerlo y ya tienes ganas de repetir».
Pedro respiraba agitadamente.
—¿Que sugieres?
Paula se inclinó sobre él y lo besó lujuriosamente.
—Que me des la revancha —dijo, al cabo de unos segundos.
—Solo si tú me la vuelves a dar a mí en caso de que pierda —dijo él, con la respiración entrecortada.
—Hecho.

Desafiando Al Amor: Capítulo 30

Paula lo miró como si le hubiera dicho que tenían que matar a alguien.
—Hum, no importa. No, prefiero que no te lo quites —dijo él, balbuceando—. Tengo que decirte unas cuantas cosas y prefiero que no me interrumpas.
Paula escuchó con atención, mordiéndose el labio inferior. Pedro se dijo que pequeños gestos como aquel no podían distraerlo.
—Paula, hemos... —comenzó, y se detuvo—. Lo que quiero decir es que... —«Venga, Pedro, decídete ya—». Nos hemos besado, Paula. Mucho.
Paula se lo quedó mirando, luego se echó a reír.
—Eso ya lo sé. Estaba ahí, ¿recuerdas?
Su risa ayudó a relajar la tensión del momento.
—Parece que me olvido con quién estoy hablando. Paula, de verdad que tengo que hablar contigo...
—¿Qué es lo que quieres decirme exactamente?
A Pedro se le quedó en blanco la mente por un instante.
—Yo... bueno, supongo que olvidé que eras tú cuando te besaba.
Paula hizo una mueca.
—Eso no me ha quedado bien —dijo Pedro—. Deja que lo intente otra vez. Quiero decir, sé que eras tú, pero tiendo a olvidar lo que tú... conllevas.
—Y besarme, ¿qué conlleva?
Pedro sonrió.
—Lo que quiero decir es... desde que has cambiado de aspecto, me cuesta tratarte como a una amiga y ahí está el problema. Tu aspecto, durante todos estos días, me ha hecho olvidar quién eres. He olvidado que eres Paula, pero como eres Paula pues... en fin, ya sabes lo que quiero decir.
—Pues no estoy segura.
¿Cuánto iba a durar aquella agonía?, se preguntó Pedro.
—Quiero decir que no debería hacerte nada parecido a lo que te he hecho. Tú eres especial, Paula... —explicó—. Eres especial tal como eres.
Paula suspiró y sin decir una palabra se levantó y se dirigió al dormitorio de Pedro.
Él parpadeó, perplejo. Todo marchaba peor de lo que esperaba.
La siguió.
—¿Estás bien?
Paula había tirado el abrigo en el suelo y revolvía entre los cajones de la cómoda. ¿Qué demonios llevaba puesto?, se preguntó Pedro.
Dejó de respirar. Oh, Dios. Llevaba un vestidito azul de seda. Era más corto por los muslos que en la entrepierna, donde ya era muy corto y estaba cerrado por delante con una cinta que pedía a gritos «desátame». Paula dio media vuelta y lo miró. Sus ojos eran grandes y brillaban como perlas oscuras.
—¿Tienes alguna sudadera? —preguntó.
Pedro se aclaró la garganta.
—¿El qué?
—Una sudadera —repitió ella, sonrojándose. Un sonrojo que cubría la mayor parte de su cuerpo... y bien podía decirlo él, que veía, en efecto, la mayor parte de él—. ¿No tienes una sudadera, un chándal?
A Pedro se le secó la boca. Trató de mirar a todas partes, a la vez, mientras el pulso se le aceleraba.
Paula volvió a rebuscar en los cajones.
—Mira, la verdad es que me siento muy estúpida al respecto. Tendría que haberlo sabido... Oh, no he sido más que una beep. Sí, claro, yo he cambiado mucho, pero nosotros siempre hemos sido amigos. Supongo que comenzaba a creerme mi propia publicidad, la «transformación» y todas esas cosas, pero no, sigo siendo la misma de siempre. Ya se sabe, los problemas comienzan cuando empiezas a creer lo que dicen de tí...
Pedro apenas la escuchaba. Se daba cuenta de que decía algo que no la dejaba bien parada, pero no podía entender lo que decía. Una parte de él quería consolarla, pero otra parte había comenzado a cambiar.
—Lo unico que quiero es ponerme una ropa cómoda y tumbarme a ver la televisión hasta que me olvide de todo este... ¡eh!
Pedro se había acercado a ella y la había tomado por la cadera.
Con impaciencia, le quitó la cinta del pelo, que cayó suelto a ambos lados de la cabeza y antes de que ella pudiera quejarse, la besó en la boca. Sabía a fruta tropical. Dulce, deliciosa, exótica. Y él se dio un festín.
—Lo intenté, maldita sea —dijo él entre dientes—. Lo intenté.
—Esta vez sí sabes quién soy —dijo Paula, con la respiración entrecortada.
—Eres la mujer a quien me he dicho que no podía desear, pero a la que necesito como el aire que respiro. Eres mi droga —dijo Pedro, con una mirada brillante y feroz—. Eres la mujer a la que esta noche voy a hacer perder el control, ¿satisfecha?
Paula comenzó a asentir.
—Bueno, todavía no —dijo—, pero creo que lo estaré.
Aquello era justo lo que necesitaba, se dijo. Devolvió el beso con una intensidad de a que no sabía que era capaz. Enredó los dedos en su pelo castaño. Cayeron sobre la cama y se rió, disfrutando del momento.
Pedro también se rió.
—Muy bien —dijo—, creo que he esperado durante demasiado tiempo este momento como para precipitarme ahora.
—Ten cuidado —dijo ella con una mirada seductora—. No eres la única persona capaz de hacer perder el control a alguien —concluyó, besándolo en la barbilla.
Pedro  enarcó las cejas con gesto divertido ante aquel desafío y le acarició el cabello y el rostro con la misma atención de un hombre ciego que quisiera aprehender cada uno de sus rasgos y retenerlos en su memoria.
—Eres hermosa —dijo, con voz grave—. No lo dudes nunca.
Por sus ojos ella se sentía hermosa. Le temblaban las manos al desabrocharle la camisa, la emoción de ver su cuerpo descubriéndose ante ella era indescriptible, se pasó un minuto contemplando su ancho y hermoso pecho. Luego deslizó por él los dedos, moviéndose con dulzura, sintiendo cómo los músculos se tensaban bajo sus manos impacientes.
Pedro esbozó la maliciosa y seductora sonrisa que encendía en ella hogueras de pasión.
—Ahora me toca a mí —murmuró él y tiró de los extremos de la cinta que cerraba el vestido. Luego le bajó los tirantes—. Este vestido me gusta mucho, creo que tienes que ponértelo más veces, sobre todo para recibirme.
—Bueno, ya sabes lo que pasa... mañana me toca lavar la ropa sucia y no tenía otra cosa que ponerme.

Desafiando Al Amor: Capítulo 29

 Al cabo de unos días Pedro se dio cuenta de que su reacción en la fiesta de inauguración de la casa de Luciana, había sido exagerada. Estaba sentado en su despacho y era ya de noche. Sí, al cabo de una semana de la fiesta el tiempo transcurrido le decía que, en efecto, había exagerado lo ocurrido.
—Jefe...
—Adelante.
Se trataba de Manuel, su joven ayudante.
—Se trata de esto —dijo, entregándole varias hojas de papel.
Pedro frunció el ceño.
—¿Qué pasa con ello?
—Esta carta no tiene ningún sentido, jefe. Quiero decir, en el primer párrafo comienza a hablar de los riesgos de una fusión y en el segundo dice que hay que olvidarse de todas las cautelas y firmar mañana mismo. ¿Qué quiere decir exactamente?
Pedro se quedó mirando las cartas como si fueran serpientes vivas.
—¿Yo escribí eso?
—Lo más extraño es que me parece que ni siquiera tenemos intenciones de fusionarnos con esa compañía, creía que solo queríamos aumentar la cooperación —Manuel se aclaró la garganta—. Suelo mandar todas sus cartas, jefe, pero ésta en concreto...
—Esto... Gracias, Manuel —dijo Pedro, dejando las cartas a un lado—. No sé dónde tengo la cabeza. A propósito, ¿qué hora es? —dijo, consultando el reloj con ojos cansados—. ¿Las ocho? ¿Qué haces aquí todavía?
Manuel se encogió de hombros.
—Si usted trabaja, yo también.
—Te lo agradezco, pero, ¿estás loco o qué? —dijo Pedro, riendo. Sentía un dolor en la espalda, señal de que llevaba sentado demasiado tiempo—. Que tu jefe se esté convirtiendo en un adicto al trabajo no significa que tú tengas que seguir su ejemplo.
—Creía que estaba trabajando en algo importante —dijo Manuel—. Lleva muchos días viniendo a las siete de la mañana y quedándose hasta las nueve.
—Pues... He pasado un trimestre muy relajado y estaba poniéndome al día, pero no creo que la situación dure mucho tiempo —dijo Pedro, mirando a su ayudante con aprecio—. Y espero que respetes tu horario laboral a no ser que quedemos en otra cosa, ¿de acuerdo?
—Muy bien, como quiera, jefe —dijo Manuel, y desapareció.
Pedro suspiró, apagando su ordenador. Más le valía admitirlo. Había hecho todo lo posible por olvidar el fantasma de Paula. Había salido a correr por la playa, hecho pesas hasta la extenuación, leído hasta cansar la vista. Cualquiera cosa para no pensar en ella. Pero eso no le había protegido contra su subconsciente. Se dormía cada noche saboreando sus labios, se despertaba recordando el roce de sus cabellos, soñaba con la escena del sótano todas las noches... Y lo que era peor, cuando lograba vencer en su lucha por reprimir el deseo que sentía por ella, se veía abrumado por una sensación todavía más desconcertante. La echaba de menos.
Había tratado de no llamarla, pero sus dedos marcaron su número en muchas ocasiones sin él quererlo. Había faltado a la partida de póker, por no encontrársela, y sus movimientos se reducían a ir de su casa al despacho y del despacho a su casa. Sus únicas salidas se circunscribían a las carreras por la playa, y esto porque sabía que allí no la encontraría. No dejaba de pensar en ella, era cierto, y a pesar de ello, sabía que la relación entre ellos había cambiado, quizás definitivamente.
El único responsable de aquel cambio, por otro lado, era él, que había propuesto aquella estúpida y maldita apuesta. Ahora que todo había empezado a cambiar, no sabía en qué podía acabar aquello, lo único que sabía era que la echaba de menos y que no quería vivir sin ella.
Quizás si se sentaran a discutir el asunto... Quizás ella tendría la solución para que las cosas volvieran a su cauce. Porque él no sabía qué hacer. Primero había tratado de estar cerca de ella, y la situación había acabado en la escena del sótano. Luego se apartó de ella, y se daba cuenta de que aquello no podía seguir así.
Tenían que hablarlo. Era lo más maduro, lo que debían hacer, lo más razonable. Suspiró profundamente y descolgó el teléfono.
—¿Díga?
—¿Paula? —dijo, aclarándose la garganta—. Soy Pedro.
Hubo una pausa al otro lado de la línea.
—Creí que ya no me hablarías —dijo ella, al cabo de unos instantes.
—No funciona, Paula. Necesito verte.
Otra pausa. La voz de Paula esta vez fue más profunda, como si hablara con cierta dificultad.
—Esta bien, ¿cuándo y dónde?
Pedro consultó de nuevo su reloj.
—Sigo en la oficina, pero tengo que ir a casa a cambiarme, puedo pasar a buscarte luego.
—Tengo una idea mejor —murmuró ella—. ¿Por qué no quedamos en tu casa? ¿Dentro de media hora?
Pedro suspiró. Media hora. Sí, le daba tiempo suficiente para recobrar los nervios.
—De acuerdo, a las ocho y media.
—Me alegro de que hayas llamado, Pedro—dijo ella, y él pudo oír el tono de satisfacción—. Te echaba de menos.
Pedro oyó cómo colgaba y volvió a colocar el teléfono en su sitio.
—Yo también te he echado de menos —dijo en voz alta. Si aquello salía bien, además, nunca más tendría que volver a echarla de menos.

Paula se quedó mirando el teléfono durante un minuto largo.
«Ha llegado el momento. Es ahora cuando debes decirle a Pedro lo que sientes por él».
Estaba de pie, temblando. Necesitaba un milagro.
Suspiró profundamente y se sentó a la máquina de coser. Había creado ya bastantes modelos para poner una boutique propia, se dijo, con orgullo. Sentía una gran satisfacción al haber disfrutado de algo que antes le parecía tan frívolo y que ahora encontraba desafiante y expresivo.
Recogió su última creación. Era sencilla y elegante. Se trataba de un vestido corto, de seda, azul marino, atado por delante con una cinta. Realzaba todo lo que tenía que realzar y era devastadoramente sexy. Hacía falta muchos redaños para ponérselo, pero para hacer lo que se proponía también.
Suspiró profundamente, tratando, desesperadamente de mantener la calma.
La operación seducción había comenzado. Aunque más apropiado sería llamarla misión imposible.

Pedro se había puesto una ropa cómoda y esperaba a Paula. No la dejaría hablar y no se acercaría a ella. Presentaría el problema como si se tratara de una reunión de negocios, y esperaría su respuesta. Pero lo fundamental era no tocarla, si lo lograba, saldría de aquella cita con vida. Aunque si ella se ponía uno de aquellos modelitos que últimamente diseñaba quizás pudiera ponerle encima algo que la cubriera nada más entrar y así se ahorraría aquellas visiones deliciosas y que tanto lo torturaban.
Miró el armario, ¿y si se levantaba e iba por la toalla?
Sonó el timbre y se sobresaltó.
—Tranquilo, tranquilo, no pasa nada —se dijo, y haciendo acopio de todas sus fuerzas se dirigió a la puerta.
Paula  llevaba el pelo recogido y el maquillaje resaltaba sus ojos, de un brillo arrebatador. Sus labios... Pedro apartó la vista de su rostro, era lo mejor. Gracias a Dios, llevaba un abrigo... sobre un vestido peligrosamente corto... apartó la vista de sus piernas.
—Entra —dijo, nerviosamente—. ¿Quieres algo?
—Hum, un vaso de agua —dijo ella. Resultaba extraño, pero también ella parecía nerviosa. Probablemente como reacción a su propio nerviosismo y quizás recordando la última vez que se habían visto.
—¿Me das tu abrigo?

martes, 27 de octubre de 2015

Desafiando Al Amor: Capítulo 28

Paula abrió los ojos de par en par. Pablo asintió.
—Claro, adelante.
Paula frunció el ceño.
—Seguro que puede esperar —dijo.
—No, tengo que hablar contigo ahora mismo —dijo, y tomándola del brazo la empujó hacia el pasillo.
—Volveré ahora mismo —le dijo a Pablo, y se volvió hacia Pedro—. ¿Qué haces?
—Salvarte —dijo Pedro—. Este sitio está lleno hasta los topes y tengo que hablarte en privado. Dónde... por aquí, ven —dijo, y abrió una puerta que conducía al sótano.
Paula se sentía algo frustrada.
—Será mejor que sea algo importante, Pedro—dijo, mirando a su alrededor la oscuridad que los rodeaba. El aire era húmedo y fresco, con ligero olor a detergente.
—¿Te has dado cuenta de lo que ese tipo estaba a punto de decirte? —dijo Pedro, tirando de la cuerda de la bombilla que colgaba del techo para encenderla—Tienes suerte de que pasara por ahí.
—¿Perdón? —replicó ella con estupor.
—Me escuchaste. Ese tipo estaba a punto de atacar —dijo Pedro, sonriendo con satisfacción—. Se las sabe todas. Tú no habrías sabido rechazar un montón de mentiras sobre el matrimonio y esas cosas.
—¿Y por qué iban a ser mentiras? —dijo ella—. Muy bien, de acuerdo, puede que quisiera «atacar», ¿y qué? ¡Ya era hora de que alguien lo hiciera!
—¿Hablas en serio? —replicó Pedro, apretando los dientes—. Esta sí que es buena, yo me rompo los cuernos por protegerte y lo único que se te ocurre decir es que te da igual.
—¿Protegerme? —dijo ella, con un gesto de impaciencia—. ¡Por favor! Cuántas veces voy a tener que decirte que puedo cuidar de mí misma. Soy una mujer adulta, hecha y derecha, perfectamente capaz de tratar con un hombre que tiene en la mente algo más que un beso por descuido.
—¿De verdad? —replicó Pedro con sarcasmo—. Tiene gracia. Ahora mismo creo recordar a cierta mujer «hecha y derecha» totalmente nerviosa después de besar a un tipo en el sofá de su casa. Creo recordar a una mujer «hecha y derecha» que me dijo que le faltaba práctica en los aspectos físicos de una relación —dijo, con los ojos inyectados en sangre—. ¿O son imaginaciones mías?
—Es que, como me falta práctica, estoy pensando en que Jack me ayude a recuperar el tiempo perdido.
—Y un cuerno —gruñó Pedro—. Paula, no importa lo que pienses, no sabes dónde te estás metiendo. Estás mal de la cabeza, ¡ni siquiera conoces a este tipo!
—¡Claro que lo conozco!
—¿Después de dos semanas? —preguntó Pedro, dando un paso adelante, inflamado—. Entonces dime, ¿cuál es su deporte favorito? ¿Y su película favorita? ¿Y su helado preferido?
Paula se acercó a él, estaban a unos centímetros.
—No es un fanático del deporte, como tú, pero a veces ve algún partido de béisbol. Su película favorita es Espartaco y su helado preferido el mismo que el tuyo: de chocolate.
Pedro frunció el ceño.
—¿Y en la cama? ¿Qué tal en la cama?
Paula se quedó en shock.
—¡Cómo te atreves!
—Claro, en esa cuestión no nos puedes comparar —dijo Pedro con una fría sonrisa—. Aunque puede que te dé una idea de lo que prefiero, para que Pablo sepa lo que me gusta.
Antes de que pudiera moverse, Pedro la tomó por la cabeza y se echó sobre ella besándola violentamente.
Con esfuerzo sobrehumano, Paula se separó de él.
—¡Cómo te atreves! —dijo, con la respiración entrecortada.
Pedro la miró con ánimo incendiario. También a él le costaba respirar, pero, poco a poco, lograba controlarse y no dejarse llevar.
La voz de Paula vibró con la energía que le corría por las venas.
—En tu vida, escúchame bien, en tu vida vuelvas a hacer eso. Me da igual que te pueda tu impulso de macho. No eres Tarzán y yo no soy Jane —dijo, apretando los dientes—. Cuando quiera besar a alguien, no lo haré de rabia, ni por frustración, ni por lo que sea. Cuando bese a alguien será porque lo deseo, pura y simplemente. ¿Me oyes?
—Te oigo, sí.
—Mejor —respondió Paula, y sin más le echó los brazos al cuello, hundiendo los dedos en sus cabellos y lo besó apasionadamente.
Si pensaba que podía controlar las sensaciones que le provocaba aquel beso, se equivocaba. Pensó, vagamente, que quería demostrar algo, pero en aquel momento solo podía aferrarse al hecho de que necesitaba sentir sus labios, sus brazos, su cuerpo entero.
Pedro se quedó de piedra, sin poder reaccionar durante unos segundos, luego respondió con un abrazo, tomándola por la cintura, estrechándose contra ella. Trazó con la lengua el perfil de los labios de Paula y luego la deslizó dentro de su boca, para saborearla. Paula sintió una oleada de calor y fue como si un rayo de pasión y ardor la recorriera de arriba abajo. No pensaba porque no podía pensar. Solo podía desear... y actuar.
Pedro  la empujó contra la lavadora, sentándola en ella. Paula se aferró a sus hombros y separó las piernas para recibirlo entre ellas. Pedro  le acarició la espalda, poco a poco, dulcemente. Ella sentía las yemas de sus dedos, como si trazaran una senda de fuego que aumentaba su pasión.
—Paula—susurró él, con la respiración entrecortada, besándola detrás de las orejas, deslizando la lengua por el cuello. Ella arqueó la espalda para sentir su presión en los senos.
—Pedro—susurró ella, guiándolo hacia sus labios. El nuevo beso fue largo, dulce, cálido, pero no menos apasionado. Metían y sacaban la lengua en sus bocas, en un recordatorio de lo que ambos estaban deseando.
—¿Pedro, Paula, están ahí?
Paula dió un respingo al tiempo que Pedro se separó de ella, llegando hasta el otro extremo de la pequeña bodega.
Luciana se asomó, con curiosidad.
—¿Están bien? ¿Pasa algo?
—Subimos dentro de un momento —dijo Pedro. Su voz era ronca, casi ahogada, y le daba la espalda a la escalera.
—¿Puedes subir una caja de cervezas? —dijo Luciana , y cerró la puerta.
Paula lo miró con un brillo en los ojos.
—Pedro, tenemos que dejarnos de interrupciones.
—Paula, esto es una locura —dijo él, volviendo a su lado y besándola de nuevo sin dejar de hablar—. Si vuelve Luciana, ¿qué le vamos a decir?
—¿Qué tal esto: «Luciana, ¿te importaría volver después de que hagamos el amor en tu lavadora»? —dijo ella, y se echó a reír, aunque dejó de hacerlo al darse cuenta de que era eso precisamente lo que acabarían haciendo si no se detenían a tiempo. Sin embargo, a la alarma le siguió una nueva idea: ¿y qué? ¿qué importaba nada?; y lo besó de nuevo.
Pedro, no obstante, se separó de ella y retrocedió.
—Paula, no puedo hacer esto.
Su rechazo fue para Paula como un trago de ácido.
—Claro que no —dijo ella, y cerró los ojos para recibir un nuevo beso de él.
—Es una estupidez —dijo Pedro, besándola en el cuello—, porque sé que somos solo amigos, y... —volvió a besarla— ...los dos sabemos que esto no conduce a ninguna parte, ¿no?
—Claro —dijo ella, devolviéndole el beso—. Lo que tú digas.
—Si lo intentamos los dos, estoy seguro de que olvidaremos todo esto —dijo y la besó de nuevo, larga y dulcemente.
—Claro —respondió ella cuando pudo, sin saber muy bien por qué le daba la razón.
Luego, Pedro se separó de ella, dirigiéndose al otro extremo de la sala.
—Muy bien, de acuerdo. Yo puedo controlar la situación —dijo tomando aire. Luego cerró los ojos y al cabo de unos segundos dijo—: Vete de mi lado, Paula. Sé que entre tú y Pablo hay algo y sé que no debí dejar que esto llegara tan lejos, pero no pude evitarlo. Te lo juro si me das unos días... una semana, me olvidaré de todo lo que ha pasado. ¿De acuerdo?
—Pedro, ¿de qué estás hablando?
—Eres mi mejor amiga —dijo él, depositando un beso en sus labios—. Por favor, por el bien de los dos, mantente lejos de mí.
Y con estas palabras, desapareció.
Abanicándose la cara con una mano, Paula se apoyó en la pared. Lo que había ocurrido era...¡increíble!
«Él te desea».
No es que no le gustara físicamente, no es que la viera solamente como una amiga. Pedro pensaba que ella no estaba interesada en él, que de él solo quería la amistad.
Pero aquella sensación, la dejó perpleja. Si ella estaba enamorada de Pedro y si también sabía que él la deseaba, solo dependía de ella averiguar si una relación entre ellos podía salir adelante. No obstante, la situación era complicada. Resultaba sencillo penar por su amor, pero ahora que podía tenerlo a su alcance, resultaba mucho más difícil saber si era lo que realmente quería. Porque no se trataba de analizar sus sentimientos, o su amistad, sino de algo más importante, era una cuestión de amor... y de dejar de lado sus miedos y decidirse a buscar lo que realmente quería.
Si recordaba bien, había en La guía un capítulo dedicado a la seducción. Pues bien, había llegado la hora de poner a prueba aquel libro.

Desafiando Al Amor: Capítulo 27

 Pedro levantó los ojos al cielo. Si Pablo había recibido la aprobación de Luciana, más le valía irse preparando para soportar una gran presión.
—Me encantan sus ojos —dijo Zaira—. ¿Qué es lo que más te gusta de él, Paula? ¿O no puedes decírnoslo?
—Lo que más me gusta de Pablo es que es muy tierno y no me presiona nunca. A diferencia de ustedes dos.
«Ésa es mi chica», pensó Pedro. «Duro con ellas».
—Oh, vamos, amiga —dijo Zaira—. Me parece que no te pusimos una pistola en el pecho para que aceptaras la apuesta de Pedro. Te metiste en el lío tú solita. Pero ahora eso da igual, Pablo es el hombre más guapo y más simpático con el que has salido, ¿qué tiene de malo en que insistamos en que no lo pierdas?
Paula no dijo nada y Pedro sintió la tensión del silencio.
—Si no les importa, no quiero hablar del tema.
Pedro se mordió el labio en un gesto de frustración.
—¿Paula, qué ocurre? —preguntó Luciana con preocupación—. ¡Estás blanca!
Pedro dio un paso adelante. ¿Paula enferma? No estaría...
—No es nada, es solo que no he dormido bien —dijo Paula y Pedro suspiró, si le ocurriera algo serio, lo habría dicho, sin duda—. Y además no he desayunado, últimamente como muy poco.
—Muy bien, lo primero que haremos es darte de comer —dijo Luciana , adoptando un tono maternal—. ¿Sabes lo que parece? Que estás enamorada.
¿Enamorada?
¿Paula enamorada de aquel niño bonito?
—¿Han visto a Pedro? —preguntó Paula, y Luciana se echó a reír.
—Muy bien, si quieres cambiar de tema, cambiaremos de tema —dijo Zaira—. Pedro debe estar viendo algún partido en la tele, pero te diré una cosa, no, no puedes ir a buscarlo.
—Francamente, Paula, ¿qué va a pensar Pablo si te ve ver la tele con el beep de mi hermano? —añadió Luciana.
Pedro suspiró. Ya tenía bastante problemas con Paula  como para que Luciana y Zaira echaran más leña al fuego.
—Yo no pensaba ver la tele y no creo que Pablo pensara nada malo de mí, pero llevo sin hablar con Pedro una semana.
Se hizo un prolongado silencio.
—Muy bien, ¿qué es lo que pasa, Paula? —intervino Zaira, con evidente preocupación.
—¿Qué quieres decir?
—Si no vas a ver el partido y no hablas con Pedro desde hace una semana es que pasa algo muy malo —dijo Zaira—. Así que dinos qué es.
Pedro se inclinó hacia delante.
—No comes, no duermes y estás... un momento —dijo Luciana , lentamente—. ¿No estarás embarazada?
Pedro se agarró a los abrigos con tanta fuerza que estuvo a punto de echar abajo el perchero.
—¿Qué? ¡No!
—¿Seguro?
—Seguro, a no ser que baste con un apretón de manos y un beso de despedida.
Pedro respiró de nuevo. No tenía por qué alegrarse de que Paula no se hubiera acostado con Pablo, pero se alegraba, infinitamente. Fue como si le quitaran un gran peso de encima. Y entró en la cocina.
—Ah, Paula, estás aquí.
Las tres mujeres se callaron. Su hermana y Zaira tenían rostros culpables y sonreían disimuladamente. Paula se lo quedó mirando fijamente.
—¿Estaban hablando de algo que yo debería saber, señoritas?
—Era solo una conversación entre amigas —dijo Paula—. Nada que te interese.
—Bueno, pues podríamos hablar de otra cosa, ¿no?
—Tengo una idea —dijo Luciana , con ánimo desafiante—. ¿Qué te parece si hablamos del hecho de que Paula está a punto de ganar la apuesta?
—Pablo es el partido del siglo —dijo Zaira.
Pedro no dejaba de mirar a Paula a los ojos.
—¿Por qué no me hablas de Pablo, Paula? —dijo, bajando la voz—. La verdad es que no sé si están muy unidos o no.
—No hay mucho que contar —dijo Paula, elevando un poco la barbilla, clara muestra de orgullo, según Pedro sabía muy bien—. Quiero decir, Pablo es un gran partido. Le gusta estar conmigo y a mí estar con él. Si él quiere algo más, bueno pues ya veremos, pero de momento solo estoy tratando de pasar mi tiempo con alguien con quien sí puedo imaginar un futuro —dijo, enarcando una ceja y sin dejar de mirar a Pedro, a quien aquella situación le resultaba familiar—. ¿Representa eso algún problema para tí, Pedro?
Pedro apretó los dientes.
—Claro que no —replicó—. ¿Por qué iba a serlo?
—Creo que voy a ir por Pablo —dijo Paula, sonriendo—. Quería enseñarle el cuadro que te regalé, Avril . Si me disculpan...
Desapareció sin más palabras.
—Bueno —dijo Zaira—, ya te lo había dicho.
—Está preciosa —dijo Luciana—, y no es tanto su nueva ropa, aunque parece claro que el verde le sienta muy bien, como la actitud.
—Sí, pero la ropa me encanta —adujo Zaira—. Nuestra pequeña se ha convertido por fin en una mujer.
—¿Qué te parece, Pedro? —dijo Luciana, sonriendo.
—Creo que deben dejar de presionarla —dijo Pedro ásperamente y las dos mujeres se quedaron boquiabiertas.
—No la estamos presionando —protestó Zaira—.. Solo estamos...
—Claro que la estan precionando. Nunca les ha gustado su manera de ser y ahora está cambiando por complacerlas —dijo Pedro, frunciendo el ceño. Su temor era otro, que Paula cambiara y lo abandonara—. Me alegro de que haya ganado confianza en sí misma, ¿quién no se alegraría por eso? Pero no necesita que las dos insistan en que se comience una relación para la que no está preparada.
Luciana  parecía confusa, pero Zaira contraatacó.
—Es más fuerte de lo que tú crees.
—Es más frágil de lo que tú crees —replicó Pedro—. Confía en mí, lo sé muy bien, yo mismo le he hecho bastante daño. Así que lo único que digo es que tengan cuidado, ¿lo harán?
Luciana asintió.
—Muy bien, por nada del mundo le haría daño a Paula.
—Claro que no —dijo Zaira, suspirando—. Bueno, muy bien, Pedro, pero te digo una cosa, no creo que esta vez se sienta presionada, es que está muy implicada en su relación con Pablo.
—Puede ser —dijo Pedro y salió al pasillo. Quería comprobar hasta qué punto estaba implicada con Pablo. Era su mejor amiga y como tal responsabilidad suya, y no permitiría que nadie le hiciera daño... ni Zaira, ni Luciana, ni Pablo ni siquiera ella misma.

—Ha sido genial, Paula—dijo Pablo, sonriendo—. Gracias por invitarme.
—Por nada —dijo Paula, tomando un trago de su refresco. Se alegraba de que Pablo lo estuviera pasando tan bien. Ella por su parte lo estaría pasando mucho mejor si supiera dónde andaba Pedro, que la había evitado desde su corta conversación en la cocina; aunque solo le había dicho la verdad, así pues, ¿por qué ocultarla?
—Tienes unos amigos estupendos —dijo Pablo—. Son como una familia. Tanto que me han hecho echar de menos a la mía —dijo, y suspiró—. Puede que sean un poco pesados, pero te quieren, ¿sabes?
Paula abrió mucho los ojos.
—¿Puedes decir eso después de haber pasado con ellos solo un par de horas?
Pablo se echó a reír.
—Hablaba de mi familia, Paula. No dejan de presionarme para que me case.
—Sé muy bien a qué te refieres.
—Un día de estos voy a relacionarme con alguien solo para que me dejen en paz.
—Eso me suena.
—Paula—dijo Pablo, poniéndose muy serio—, ¿has pensado...?
—Hola.
Paula se giró. Pedro se colocó a su lado.
—¿Pedro?
—Hola, Pablo, ¿te importa que te robe a Paula un momento? Tengo que hablar con ella.

Desafiando Al Amor: Capítulo 26

 «Estúpida, estúpida, estúpida, estúpida».
Paula estaba mirando fijamente el teléfono de su cuarto, preguntándose cómo podría explicarle a Luciana que no podía acudir a la fiesta de inauguración de su nueva casa. «Hola, Luciana, no puedo ir porque sé que Pedro estará allí y llevo evitándole durante una semana. ¿Por qué? Porque el otro día perdí la cabeza. Estaba medio dormida y le ataqué como una amazona en celo.» Intentó decirlo en voz alta, por probar, y se dio con la almohada en la cabeza. «¡Estúpida!»
Aquella noche, en el sofá de Pedro, había perdido la cabeza por completo. Por supuesto, no había ido a su casa con la intención de seducirlo. Cómo seducir a Pedro, que tenía a muchas mujeres, como aquella rubia del restaurante, dispuestas a bailar desnudas ante él para conseguir su atención. En cualquier caso, él se habría reído ante un intento por su parte en tal dirección.
Una imagen del beso le cruzó por la mente, una imagen parecida a las muchas que llevaban atormentándola durante toda la semana. En medio de una reunión de trabajo, o en el supermercado, o cuando trataba de concentrarse en sus dibujos. O por la noche, antes de dormirse.
En realidad, ese era el peor momento.
Suspiró profundamente. Había salido corriendo de su casa, disculpándose, pidiéndole que olvidara lo ocurrido, cosa que él, a aquellas alturas, probablemente ya habría hecho. Ella, sin embargo, no podía dejar de olvidar lo ocurrido. Sabía bien que no era aquello lo que él quería. No, no deseaba mantener una relación con ella, el beso había sido algo placentero, agradable, pero estaba segura de que Pedro no quería mantener una relación con ella. Ella, por su parte, deseaba algo más..
Ella estaba enamorada de él.
Era algo que debería haber admitido mucho antes. Estaba enamorada de su mejor amigo. Cuando no tenía confianza en sí misma, con la amistad le bastaba. De hecho, en muchas ocasiones se había dado cuenta de que su amistad era mucho más de lo que ella merecía, pero ahora, cuando cada vez tenía más confianza en sí misma y mayor conciencia de sus deseos, tenía la sensación de que el matrimonio, la familia, los hijos, eran posibilidades al alcance de su mano.
Es decir, eran posibilidades con cualquier hombre en general, solo que ella quería a uno muy en concreto, quería a Pedro. Ahí estaba el problema.
Suspiró. El no quería ser el señor Adecuado de nadie. ¿Por qué iba a querer si podía salir con cualquier mujer que quisiera? Su vida, como él mismo admitía, era «perfecta» y no tenía el menor deseo de cambiarla. No, nunca se enamoraría de ella.
«¿Y ya está?», le dijo, indignada, la voz de su conciencia. «¿Y ahora qué?»
En cualquier tiempo pasado, se habría conformado con su situación, la habría sufrido en silencio, pero ahora no. Se sentía atractiva y confiaba en sí misma. ¿Por qué iba a quedarse suspirando por su suerte, esperando a que él entrara en razón? ¡Tenía otras opciones!
Un nuevo ánimo la impulsaba. Buscó el bolso y sacó un trozo de papel con un número de teléfono.
—Hola, ¿Pablo? —sonrió, mirando un vestido que acababa de confeccionar—. Soy Paula. Me preguntaba si te gustaría acompañarme a una fiesta esta noche.
Que Pedro hiciera lo que le diera la gana, se dijo, mientras Pablo aceptaba la invitación. Ella tenía que vivir, no podía hipotecar su vida a un sueño que no podía hacerse realidad.

Pedro llevaba media hora sentado en el sofá del salón de la casa de Luciana . Trataba de reunir la energía suficiente para mantener un nivel mínimo de sociabilidad. Desde el episodio sucedido con Paula no tenía humor para relacionarse con nadie y en realidad solo había acudido a la fiesta por ver si hablaba con ella.
Habían hablado por teléfono un par de veces, pero era obvio que algo la molestaba, porque se mostraba distante y evasiva. Lo más probable era que se sintiera incómoda con lo que había sucedido en su casa el domingo anterior, quizás sintiera cierta vergüenza. Incluso había admitido hasta qué punto le faltaba práctica, como si fuera un crimen.
Bueno, muy bien, pero él se encargaría de recuperar la normalidad. En realidad, ¿qué había de malo en que dos amigos se besaran? El había sentido una gran confusión con respecto a aquel asunto, era cierto, pero probablemente aquello no era nada comparado con lo que la pobre mujer estaría pasando.
«Sí, claro; por eso te has portado igual que un ermitaño desde que todo esto empezó».
«Cállate, conciencia», se dijo. «Ahora mismo no me haces falta».
Sí, él conseguiría que ella volviera a sonreír y su relación de amistad recobraría su pulso normal. Le iba mucho mejor y la ropa que diseñaba parecían haber abierto un camino enteramente nuevo para ella, de hecho, pensaba proponerle la compra de algunos de sus diseños para su línea femenina. Si pudiera hablar con ella aunque no fuera más que cinco minutos, si pudiera...
—¡Paula! —dijo Luciana , corriendo hacia la puerta de entrada y dándole a su amiga un gran abrazo—. Qué pena, amiga, que no nos hayamos visto desde la boda, pero la mudanza, ya sabes... además, sabía que estabas en las capaces manos de Zaira.
—Hola, Luciana—interrumpió Paula—. Quiero presentarte a mi amigo, Pablo Landor. Pablo, ella es Luciana Alfonso... digo, Luciana Alfonso de Gonzalez, que acaba de casarse.
—Enhorabuena. —La voz de Pablo  emergió desde la espalda de Paula. Pedro abrió los ojos de par en par—. Paula me ha hablado mucho de tí. ¿Qué tal en Hawái?
¿Pablo Landor estaba allí? ¿Con Paula? ¿Qué demonios estaba pasando?
—Precioso, precioso —dijo Luciana , colgándose del brazo de Pablo—. Pero lamento haber estado fuera tanto tiempo, me he perdido la diversión. Para mi gusto, Paula y yo apenas hemos podido hablar de tí—dijo mirando de reojo a Paula con una enorme sonrisa.
—Bueno, pues yo voy a estar por aquí algún tiempo, así que nos va a ser fácil remediar la situación —dijo Pablo con una sonrisa.
Luciana se echó a reír, acompañando a la pareja a la cocina.
—¿Quieres algo de beber...?
«Genial», pensó Pedro. Al parecer, uno de los dos se las había arreglado para olvidar lo sucedido el último domingo como si no tuviera ninguna importancia... y no se trataba de él.
Se levantó y se dirigió a la puerta de la cocina, pero sin entrar.
—¿Así que esta es tu nueva casa? —oyó que decía Pablo.
—Este es su dulce hogar, sí —intervino Zaira—. Alejandro, ¿por qué no le enseñas la casa a Pablo? Paula ya la conoce y además tenemos muchas cosas de qué hablar. Tengo que ponerme al día.
Pedro se refugió detrás de la percha de los abrigos para que Pablo y Alejandro no lo vieran, y siguió escuchando. Sabía que no debía hacerlo, pero como mejor amigo de Paula tenía derecho a saber de su vida. Al menos esa era la justificación que pensaba decir en caso de que lo sorprendieran.
—¡Oh, Dios mío! ¡Es guapísimo! —dijo Luciana.
—¿No te lo había dicho? —intervino Zaira.
—Sí, pero no te das cuenta de hasta qué punto si no lo ves en persona. Qué rubio, qué sonrisa, Dios mío, casi me derrito.

Desafiando Al Amor: Capítulo 25

La había besado una vez, la había visto medio desnuda, pero eso formaba ya parte del pasado. Desde aquel día serían amigos. Era perfecto. Ahora lo único, que hacía falta era salir a comer una pizza y sellar el pacto. A partir de aquel día todo iría viento en popa.
—Levanta, pequeña —le susurró al oído—. Hay una deliciosa pizza margarita esperándote.
—Hum —masculló Paula, encogiéndose de hombros.
—Vamos, vamos. Si sigues durmiendo esta noche no tendrás sueño —dijo Pedro, frotándole los hombros—. En cuanto comas algo te sentirás mejor.
—Oh —se quejó ella.
—¿Te he hecho daño?
Paula dejó escapar un suspiro.
—No —seguía medio dormida.
—Estás loca, no sé cómo pudiste estar cosiendo toda la noche —dijo Pedro, e incrementó la presión de los dedos—. Relájate y déjame a mí. Llámame Gunther, tu masajista sueco...
Paula se acomodó para recibir mejor el masaje de Pedro.
—Así, así.
Pedro recorrió el cuerpo de Paula con la mirada. Tenía las largas piernas estiradas y la espalda arqueada como si fuera una gata.
Y él comenzaba a sentir deseos de besarla. «Lo estabas haciendo muy bien», se dijo, «no lo estropees ahora».
—Bueno, ya está bien —dijo, y le dio la vuelta para que lo mirara—. Levántate, ya, Paula.
Ella parpadeó. Tenía los ojos entreabiertos y muy pesados. Luego sonrió.
—Pedro...
Antes de que él pudiera reaccionar, le echó los brazos al cuello. Antes de que pudiera pensar, tiró de él hacia sí.
Cuando él se dio cuenta de lo que estaba pasando, ya no quiso ni reaccionar ni pensar siquiera.
Comenzó suavemente, como en un lento susurro, rozando sus labios contra los suyos. Susurró su nombre, lo cual provocó en su estómago una especie de intenso fuego. Trató de recobrar el control, pero ella lo sostuvo con más firmeza y se apretó contra él.
El deseo de controlarse, no obstante, desapareció muy pronto. Se echó sobre ella, recostándola sobre los cojines. Ella se estremeció y él se dio perfectamente cuenta de ello. Sintió sus pezones erizados a través de la tela de su camiseta. La besó apasionadamente, disfrutando del sabor de sus labios, de su lengua.
Le acarició el cuello y ella tembló y gruñó en su boca. El beso se hizo más intenso aún cuando él le acarició un seno y ella se lo facilitó, separándose un poco, agradeciendo y buscando aquella deliciosa caricia. Pasó un dedo por un pezón y ella se arqueó, acoplándose a él con una pasión tan intensa que le hizo retorcerse de placer.
De pronto, sin saber cómo había llegado a aquella postura, Pedro se vio entre las piernas de Paula, con las caderas dulcemente aprisionadas entre ellas. Y se dio cuenta de que Maite se acomodaba para sentir su erección.
Era una sensación intensa, tóxica. Estaba fuera de control. Su corazón latía con tanta fuerza que podía oír sus latidos con la fuerza de un tambor de guerra.
¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!
Un momento... ¡No se trataba de su corazón!.
—¡Pedro...! ¿Estás ahí?
Levantó la cabeza con esfuerzo. Los dos se quedaron muy quietos, mirando hacia el pasillo de donde provenía el sonido de los golpes.
—Abre, sabemos que estás en casa —parecía Francisco—. ¡No nos obligues a derribar la puerta!
Pedro se puso en pie de un salto. Los dos respiraban con dificultad.
—No te muevas —dijo y bajó a toda prisa.
Abrió la puerta.
—¿Qué?
Francisco, Germán y Lucas estaban junto a su puerta.
—Tranquilo. Solo queríamos que supieras que hay olas de más de dos metros, perfectas para hacer surf. ¿Vienes?
—¿Casi tiran la puerta para decirme que hay olas de dos metros?
—Pues, claro —dijo Germán, levantando la vista con un gesto de impaciencia—. ¿Qué demonios te pasa?
Francisco estudió la expresión de Pedro durante un momento, luego sonrió.
—Me da la impresión de que hemos venido en mal momento...
—Más o menos —dijo Pedro.
—Lo siento, Pepe, de verdad —intervino Germán, retrocediendo—. En serio. Haz lo que tengas que hacer.
Francisco se echó a reír, pero Lucas se fijó en los coches que había aparcados en la calle y luego lo miró con gesto preocupado.
—¿Seguro que estás bien?
—Lo estaré en cuanto te lleves a estos payasos de aquí.
Lucas dio media vuelta y los tres amigos se alejaron hacia la playa.
Pedro cerró la puerta, echó el cerrojo y volvió arriba.
Paula había metido toda su ropa en las bolsas y estaba recogiendo los dos blocs de dibujo.
—Creo que es mejor dejar esa pizza para otra ocasión —dijo, sin levantar la vista.
—Paula, con respecto a lo que pasó...
—Fue culpa mía —dijo ella—. De verdad, supongo que estaba cansada, o soñando o lo que sea.
—Fue un pequeño accidente, ángel —dijo él, tomando su barbilla para mirarla a los ojos—. No hay que echarle la culpa a nadie.
Paula seguía sin mirarlo directamente a los ojos.
—Tengo que ir a casa y terminar de perfilar estos bocetos, creo que puedo sacar de ellos algunos vestidos. Y de verdad que tengo que... hacer mandados, por mi casa.
Un momento, ¿él se estaba consumiendo vivo y lo único en que ella podía pensar era en hacer unos mandados?
—Paula, ¿estás bien?
—No quería que... —dijo, mirándolo por fin a los ojos—. Ocurriera lo que acaba de ocurrir. Créeme, de verdad. Sé que ha sido una tontería, pero llevamos siendo amigos mucho tiempo y seguro que lo comprendes. No significa nada en absoluto.
No significa nada en absoluto.
—La verdad es que me falta práctica —prosiguió ella sonrojándose—. Y ahora, con el asunto de la apuesta y el cambio de actitud... supongo que surgen muchas cosas que ni siquiera sospechaba.
Pedro asintió.
—Ahora me voy y será como si esto nunca hubiera ocurrido, ¿de acuerdo?
—Claro.
Era exactamente lo que él quería que sucediera con los dos besos que se habían dado, ¿o no?
Paula esbozó una sonrisa de disculpa y se puso de puntillas como si quisiera darle un beso, pero luego cambió de opinión y se dirigió a la puerta. Pedro estaba desconcertado.
—Hasta luego —dijo, abriéndole la puerta.
—Hasta luego, te llamaré luego.
La vio subirse al coche y marcharse. Luego se dirigió a la cocina, sacó una cerveza del frigorífico y volvió al salón. Allí se dejó caer en el sofá y abrió la lata de cerveza.
Por supuesto, lo que había ocurrido debía hacerle sentirse más feliz. Implicarse en una relación con Paula solo podría traerles muchas complicaciones a los dos. Para empezar, pondría fin a su amistad, lo cual por supuesto sería desastroso.
Sí, Paula tenía razón, razonó. Eran tan solo amigos, de modo que lo mejor era dejarse de besos y fingir que no había pasado nada. Solo así podría él conseguir lo que tanto deseaba, ¿no? Es decir, que todo volviera por sus cauces, que todo permaneciera como siempre y él no tendría que preocuparse por perderla. Resultaba extraño, pero de un modo algo peculiar su «cita» había acabado tal como él había planeado.
Suspiró y apuró la cerveza. Maldita sea, ¿por qué entonces no se sentía mejor que antes?

sábado, 24 de octubre de 2015

Desafiando Al Amor: Capítulo 24

 Aquello lo estaba matando, se dijo Pedro. El asunto de la «cita» había sido una idea francamente mala.
Paula se puso la falda y la parte de arriba.
—¿Qué te parece? —preguntó, girando sobre sí misma—. Tienes que pensar en los zapatos de tacón, claro. Y además la tela es de una pieza de exhibición en la que estaba trabajando, pero sirve para hacerse una idea.
—Muy..., muy bonito.
—¡Espera, espera! Este es mucho mejor —dijo Paula revolviendo de nuevo entre las bolsas. Pedro  suplicó a Dios que le diera fuerzas para soportar la situación. Paula , por su parte, volvió a quitarse la ropa que llevaba.
—Muy bien, ¿por qué no llevamos toda esta ropa al baño, Pau? —dijo Pedro, desviando la vista de su amiga y recogiendo algunas prendas. ¡Aquello era más de lo que un hombre con sangre en las venas podía soportar!
—Pedro, tienes en la mano el vestido que quería enseñarte...
—No sé por qué te empeñas en hacerme un desfile aquí mismo —espetó él, sin mirarla. «Cálmate, puedes convencerla con buenas palabras», se dijo—. Lo que me has enseñado me parece estupendo, creo que vas por buen camino. Pero ya me conoces, no soy muy buen juez de la moda.
—Pedro —dijo ella—, eres el vicepresidente de una firma de ropa deportiva.
—Oh —<<¡Vaya! ¿Por qué tenía que mencionar lo obvio?>>—. Me refiero a la ropa de mujer.
—¿No tienes una línea femenina?
—Bueno, me refiero a la ropa que te pones tú —dijo él, y se volvió por fin.
Ojalá no lo hubiera hecho. Aquella vez vislumbró algo más que una rápida visión de su ropa interior. Paula estaba en el centro de la habitación. Sus braguitas parecían la parte de abajo de un bikini. Estaba de brazos cruzados y uno de los tirantes del sujetador le colgaba a un lado. Su pelo estaba húmedo y rizado.
El deseo le golpeó con la fuerza de un huracán.
—Me estás tomando el pelo, ¿no?
Pedro tardó un segundo en hilvanar una frase coherente.
—No.
Paula sonrió.
—Estupendo, entonces pásame ese vestido malva que tienes en la mano izquierda.
—Paula, te lo digo en serio, creo que deberías cambiarte en otra habitación.
—¿Por qué? Eres mi mejor amigo y no hay nada que yo tenga que tú no hayas visto ya en otra mujer.
Pedro se sentó. En efecto, él era su mejor amigo y resultaba evidente que aquella situación no le causaba ningún problema. Y si a ella le daba igual desvestirse delante de sus narices, ¿por qué no le iba a dar igual a él? Había visto a muchas mujeres guapísimas con mucha menos ropa de la que llevaba Paula en aquellos momentos.
Claro que con esas mujeres él no había tenido por qué cortarse ni un pelo.
Se quedó allí sentado, controlando como pudo la situación, viendo a Paula probarse un modelito tras otro. Lo cierto es que no estaban mal, y tenían cierto estilo. Aquellas prendas parecían cómodas, asombrosamente sencillas y le daban un aspecto muy, muy seductor.
Por fin llegó el momento de enseñar el último conjunto y volvió a ponerse los vaqueros y la camiseta. Pedro estaba bañado en sudor. El corazón le latía como si hubiera corrido la maratón.
—Bueno, ¿qué te pareció? —preguntó Paula con evidentes ganas de conocer su opinión.
¿Qué le había parecido? Había perdido diez años de su vida durante aquella tortura.
—Pues,.. muy bonito.
—¿Bonito? —repitió Paula con el ceño fruncido—. Eso es una opinión de compromiso. Yo buscaba una ropa sexy, devastadora. Vamos, Pedro, dame tu verdadera opinión.
—Muy bien —dijo él, suspirando—. Ha sido increíble. Harías que un monje budista se pusiera a babear como un perro. Si Dios ha hecho algo mejor, en este mundo desde luego no lo ha puesto. ¿Satisfecha?
Lo dijo como de mala gana y se daba cuenta de ello, pero aquello era como echar sal a sus heridas.
Se levantó y se dirigió a la cocina apresuradamente, a buscar agua helada. Se le pasó por la cabeza echársela en la entrepierna, pero en vez de ello bebió un vaso entero de un trago.
—Babear como un perro, ¿eh? —dijo ella sonriendo.
—Eres demasiado, ángel —dijo él con un suspiro.
—Eso es lo que quería oír —concluyó Paula, y se dejó caer en el sofá—. ¿A qué hora empieza el partido?
Pedro se sentó, por cautela, en el otro extremo del sofá, con el mando a distancia en la mano.
—Dentro de media hora, pero podemos ver el programa previo, ¿te parece?
—Ok —dijo ella, y volvió a bostezar.
Pedro sonrió con ternura. Ahora que Paula estaba completamente vestida y sin maquillaje se sentía mucho más caritativo hacia ella. Qué bonita estaba medio dormida. Y qué inofensiva.
—¿Lista para irte a la cama, ángel?
Paula asintió.
—Supongo. Estaba tan emocionada con los diseños que tenía la sensación de que podía seguir sin parar, ¿entiendes? Y quería venir a enseñártelos.
—Y tenías tanta prisa que tenías que hacerlo en el salón, ¿no? —dijo él, con una sonrisita que le pareció tonta incluso a él.
—Bueno, me parecía una estupidez pasar de una habitación a otra. Ya sabes cómo soy cuando estoy inspirada —dijo Paula, hundiéndose todavía más en el sofá—. Además, Pedro, cuando me entro la inspiración tú fuiste la primera persona en la que pensé. Quería que los vieras antes que nadie.
Pedro se sintió absurdamente conmovido.
—Bueno... gracias, Paula. Es un honor.
—Eres mi mejor amigo, Pedro —murmuró Paula—. Sin tí no habría podido llegar tan lejos. Todo esto te lo debo a tí.
—No me debes nada —dijo él suavemente, viendo como ella se dormía—. Lo has hecho todo por tí misma.
Paula musitó unas palabras incomprensibles y se durmió.

Horas más tarde, Pedro se despertó en una habitación oscurecida. La pantalla de la televisión brillaba vacía y azul. Pau se había despertado brevemente en el descanso del partido y en la primera mitad de la película, en la segunda mitad los dos se habían quedado dormidos. La cinta de vídeo había llegado al final y se había rebobinado. Miró los números rojos del vídeo. Eran las siete. ¡Había dormido dos horas!
Se estiró para desperezarse y su mano tocó un cuerpo blando y cálido. Iluminada por la luz azulada de la pantalla, Paula estaba tumbada en el sofá a su lado. Él apartó la mano.
Sonrió. Lo había conseguido, había pasado con ella el día entero, haciendo todo lo que le gustaba y a pesar de su tortuoso comienzo se las había arreglado para no tocarle ni un pelo.

Desafiando Al Amor: Capítulo 23

 A las diez en punto de la mañana del domingo, Pedro estaba aspirando el suelo de su casa. Lo cual era ya bastante extraño por sí mismo. Normalmente dedicaba las mañanas de los domingos a una sola cosa, siempre la misma: dormir hasta el mediodía. Aquel domingo, sin embargo, había abierto los ojos a las seis de la mañana y no había podido volver a cerrarlos.
Amigos o no, el caso era que tenía una «cita» con Paula.
No se trataba de «salir» en el sentido estricto de salir con una mujer, claro; ya se había preocupado él de dejarlo lo suficientemente claro, se decía, aspirando la alfombra del salón. Todo formaba parte de un plan cuidadosamente ideado. Ella iría a su casa, los dos disfrutarían de todas sus actividades favoritas y así Paula tomaría buena cuenta de lo maravillosa que era la vida que llevaba antes de decidirse a ganar la estúpida apuesta. Recordaría lo feliz que era antes de cambiar de imagen, de conocer a Pablo, antes de que él hubiera abierto su enorme bocota; y dejaría la busca y captura de hombres para mejor ocasión, volvería a su antiguo estilo de vestir y las cosas volverían a su cauce.
Pedro desenchufó la aspiradora y fue a buscar un plumero para quitar el polvo. Ojalá pudieran recuperar lo que siempre habían tenido.
Lo cierto era que la noche anterior había sentido pánico, verdadero pánico al verla con aquel vestido rojo de satén. Un pánico seguido de auténtico deseo sexual, deseo que no se había disipado tras recordarse quién era en realidad aquella mujer, un recordatorio al que había tenido que recurrir varias veces durante el resto de la noche. Al verla salir con Pablo, le dieron ganas de estrangular a alguien. Salió tras ellos con la idea, completamente falsa, de «protegerla». Si Pablo tuviera la mitad de las hormonas de un hombre normal, habría hecho todo lo posible por llevarse a Paula a la cama. Él al menos lo habría hecho, se dijo, limpiando nerviosamente el polvo de la estantería.
Guardó la aspiradora y fue a buscar limpia cristales y unos trapos para limpiar los cristales. El problema era que, por muy buena idea que fuera aquel asunto de la «cita», Pedro no estaba seguro de si sabría salir adelante con él. Su cuerpo empezaba a controlar su mente, y su conciencia... aunque, en realidad, su conciencia siempre llegaba dos minutos tarde como para ser de utilidad.
Había deseado a Paula. Aquel beso había sido una absoluta sorpresa justo cuando él más tranquilo se encontraba. Paula, seguramente, se había quedado muy sorprendida, pero él no se había quedado el tiempo suficiente para comprobarlo.
Guardó los artículos de limpieza y se dejó caer en el sofá.
Muy bien, era obvio que ambos sentían aquella extraña atracción. Conocía demasiado bien a las mujeres como para no darse cuenta del extraño brillo de su mirada, de su ligero sonrojo, de cómo se le había acelerado el pulso. Pero también sabía que aquella reacción se debía a que hacía muchos años que no la besaban. Solo se trataba de una vuelta al mundo de la sensualidad. Sin embargo, aquella idea solo le servía a él para sentir aún mayor deseo, pues no podía dejar de pensar en cuánto podía enseñarla.
Pero tenía que controlarse. Por varias razones:
Uno. Ella no sentía hacia él los mismos sentimientos, era obvio, en caso contrario lo habría invitado a quedarse en su casa.
Dos. Ella era nueva en el mundo de la sensualidad, lo que la hacía doblemente peligrosa: porque no sabía controlarse y no conocía su propio poder.
Tres. Él sí sabía cómo controlarse... y sabía que ella podía resultar letal.
De modo que, ¿cuál era la respuesta?
La respuesta era la siguiente: no podía tocarla siquiera, no podía hacer nada que pudiera conducir a «algo».
Sabía muy bien lo que hacía, por supuesto, se dijo, sintiéndose mejor que nunca desde que aquella estúpida apuesta comenzara a arruinar su vida poco a poco. Ninguna mujer había llegado a tentarle lo bastante como para que él diera la espalda a una amistad y mucho menos a una amistad tan importante como aquella.
—¿Pedro?
Era Paula, que llamaba desde la escalera.
—Sube.
Todo estaba en orden y bajo control. Por fin. Paula entró cargada de bolsas y con dos blocs de dibujo.
—¡Pedro, no puedes imaginar lo que pasó!
—Tienes razón, no puedo —dijo Pedro, volvía a ser el de siempre.
—He sido tocada por una varita mágica o algo por el estilo—dijo ella, dejando los blocs de dibujo sobre la mesa y abriéndolos. Los dibujos eran increíbles, aunque eran todos diseños de moda cuando lo que ella solía hacer eran diseños para empresas o imaginativos logotipos. Aquellos dibujos poseían una vitalidad insospechada.
—La verdad es que me parecen muy buenos —dijo Pedro—. ¿Qué pasó?
—Pues... bueno, no es necesario entrar en los porqués —dijo ella apartando la vista—, pero por fin descubrí lo que fallaba. Lo único que había hecho hasta ahora era seguir las indicaciones de Facundo, o los deseos de Luciana o de Zaira. Pero en cuanto supe realmente lo que quería, ¡Fué magnífico! No me gustan los volantes y odio los colores pastel —dijo con entusiasmo—. Se puede ser sencillo y cómodo y al mismo tiempo resultar atractivo.
Pedro se echó a reír ante tanta energía.
—Sería muy interesante verlo.
—¡Espera, puedo enseñarte algo! —rebuscó en una de las bolsas y luego en otra y en otra. Pedro observó divertido cómo su inmaculado cuarto de estar se iba llenando de ropa aquí y allá—. Desempolvé la máquina de coser que tenía en el colegio y me puse a confeccionar un par de muestras.
Pedro miró a su alrededor, sorprendido deja cantidad de prendas de ropa que había a su alrededor.
—¿A qué hora te fuiste a la cama? —dijo, examinando lo que parecía una falda.
—¿Eh? Bueno, todavía no lo he hecho. Me bañé y me cambie antes de salir —dijo, y sin más preámbulos se quitó la camiseta.
—¡Eh! —exclamó él, pero antes de que pudiera detenerla, Paula se había desabotonado los jeans y había empezado a bajárselos antes de que tuviera tiempo de llegar hasta ella—. ¿Qué haces?
—Quería enseñarte lo que hice. Me cuesta creer que soy yo la que va a decirlo, pero me parecen increíblemente sexys. Tienes que verlo.
—No —dijo Pedro, tratando, desesperadamente, de contener la sensación que se le acumulaba en la entrepierna. Verla en braguitas y sujetador deliciosamente blancos era ya bastante sexy de por sí.
—Quiero decir, ¿por qué no te cambias en el baño?
Paula se echó a reír.
—¿Has visto la cantidad de ropa que traje? Si tuviera que ir al baño a cambiarme, no acabaría nunca —se quitó los jeans de una patada y buscó un modelito azul—. Bueno, vamos a ver, ¿dónde está la parte de arriba de esto?