—En la televisión parece distinto —comentó Pedro.
Tenía razón. En la pantalla resultaba más pequeño, casi íntimo; simulaba la cocina de un restaurante y no lo que era: un estudio gigante lleno de cables y equipos técnicos. Los hornos y los puestos se alineaban en dos paredes; en la tercera había una despensa, un espectacular botellero de vino y un frigorífico de dos puertas, así como una máquina de helados, un equipo de congelación rápida y otros aparatos eléctricos. El espacio permitía el libre movimiento de los concursantes y de los cámaras. Y a partir del lunes, el presentador, Diego St. John, estaría presente, narrando lo que sucedía y entrevistándolos mientras trabajaban. Eso preocupaba a Paula, que en el colegio siempre había obtenido malas notas en sus presentaciones orales. Según su profesora, titubeaba demasiado, hablaba deprisa y no miraba a la audiencia.
—Les recomiendo que superen el pánico escénico —dijo Gustavo—. Además de ustedes doce, habrá aquí docenas de personas trabajando. Las cámaras los enfocarán constantemente, registrando cada uno de sus gestos.
—¡Qué tranquilizador! —masculló Paula.
Pedro, que estaba a su lado, emitió una risa que más pareció un gruñido. Gustavo siguió:
—Cuando el programa se emita, los espectadores votarán a sus favoritos, así que queremos darles tanta información como sea posible —le sonó el teléfono y dijo—: Lo siento, tengo que contestar. Ahora vuelvo —y salió.
—¿Estás nerviosa? —preguntó Pedro.
Paula sacudió la cabeza fingiendo una calma que estaba lejos de sentir.
—Y yo que creía que eras sincera —bromeó él.
—Bueno, un poco —admitió ella—. Pero no por la parte de cocina, sino por la de entretenimiento. Soy chef, no actriz —hizo un gesto con la mano—. Supongo que las cámaras nos ponen nerviosos a todos.
—A mí no. Si quiero ganar, no puedo estar nervioso.
—Querer no es poder.
Pedro le dedicó una sonrisa arrebatadora e, inclinándose, dijo con total convicción:
—Voy a ganar.
—Ni lo sueñes, Papel —dijo Paula con firmeza.
Pedro rió.
—No me equivocaba al intuir que eras una Piedra. Pero mi único sueño en este momento… —Pedro fijó la mirada en los labios de Paula y rectificó—. Lo único con lo que puedo permitirme soñar es con ser el último chef que quede en esta cocina.
—Ya somos dos.
—O mejor doce —dijo con sorna un joven que estaba a la derecha de Paula.
Paula se había olvidado de la existencia de los demás concursantes mientras Pedro y ella mantenían aquel intercambio cargado de insinuaciones. Se trataba de Kevin Algo. No podía leer su apellido. Apenas superaba los veinte años y tenía un pelo que parecía cortado a machetazos.
—Pero podemos ser amables —la que habló fue una mujer rubia, de mediana edad, robusta: Fiorella Gimball, según ponía en su broche.
—Exactamente. Aun así, yo voy a ganar —se pavoneó un hombre de voz grave con la cabeza rapada, orejas perforadas y una larga perilla.
Su aspecto, completado con unos brazos profusamente tatuados, parecía apropiado para un bar de moteros. Como correspondía a su obvia actitud de rebeldía, no llevaba el broche con su nombre, pero en el cuello llevaba un tatuaje que en letra gótica decía: Rafael; y Paula asumió que ese era su nombre o su apellido.
—Vale —masculló ella.
Le costaba imaginarlo en la cocina de su padre, entre otras cosas porque Luis odiaba los tatuajes.
—¿Decías algo? —preguntó Rafael, retador.
Era un hombre alto y llevaba un cuchillo para filetear, enfundado, en el cinturón. Lara tragó saliva mecánicamente, y lo lamentó en cuanto lo vio sonreír como si oliera su miedo.
—Tranquilo, chico —Pedro la tomó por sorpresa al interponerse entre ellos—. Elige a un contrincante de tu tamaño.
Rafael rió despectivamente.
—No sabía que compitiéramos por parejas. ¿Qué pasa, guapito, vas a ser su pinche?
El comentario fue recibido con risitas.
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