–¿Quieres probar la tarta de albaricoque antes de marcharte?
Pero entonces, Pedro le agarró la mano, con tranquilidad y firmeza.
–Hace seis meses, mi padre sufrió lo que los médicos llaman un mini ataque al corazón.
Ella jadeó y volvió a sentarse.
–No sabes cuánto lo siento. ¿Se encuentra bien ya?
Pedro asintió despacio.
–Fue muy pequeño y, en cuestión de días, estaba ya recuperado.
Pedro alzó la cabeza y la miró.
–Me asustó, por supuesto. Mi trabajo exige que me haga pruebas médicas periódicas, pero bastante generales. Nada por lo que haya necesitado indagar en el historial médico de la familia.
Pedro tenía ahora los ojos fijos en la palma de la mano de ella y comenzó a acariciársela antes de continuar:
–Le pedí al médico de la empresa que me hiciera unas pruebas, por si tenía alguna enfermedad hereditaria. El médico es amigo mío, muy amigo. Así que, cuando vino a mi despacho y cerró la puerta, me di cuenta de que se trataba de algo serio.
Ella creyó que el corazón iba a dejar de palpitarle.
–Dios mío, no. ¿Qué te dijo?
Pedro entrelazó los dedos con los de ella.
–Dijo que tenía que hablar con mi padre. Dijo que había examinado nuestra sangre varias veces y que era imposible que estuviera equivocado… Dijo que Horacio Alfonso no podía ser mi padre natural.
–¿Qué hiciste? –preguntó Paula en un susurro–. Supongo que debió de ser un golpe terrible para tí.
Pedro asintió.
–Sí, lo fue. Había dos posibilidades: o había sido adoptado, o mi madre había tenido relaciones con alguien antes de casarse con mi padre. De cualquier forma, sabía que tenía que hablar con mi padre, cara a cara, y pedirle que me dijera la verdad.
–¡Ya entiendo! ¡Las fotos de la boda! Estaba embarazada de tí cuando se casó –Paula hizo una pausa–. Pero tú no imaginabas eso, ¿verdad? ¿Qué te dijo tu padre?
Pedro se recostó en el respaldo de la silla, estiró los brazos encima de la mesa y separó los dedos de los de ella.
–Esperé a que mi padre saliera del hospital y se recuperase. Entonces, al cabo de unos días después de que él hubiera vuelto a casa, cuando estaba preparando un viaje, fui a su casa, le enseñé los resultados de las pruebas que me habían hecho y le dije que ya era mayor para conocer la verdad, y que prefería oírla de sus labios.
Pedro se levantó de la silla y comenzó a pasearse por la cocina. Cuando se volvió de cara a ella de nuevo, su ira era visible.
–Pero me contestó que lo olvidara, que «Agua pasada no mueve molino». Y que no quería volver a hablar de ello nunca –lanzó un gruñido y sacudió la cabeza–. Yo le dije que no tenía intención de olvidarlo. Y él me respondió que era un cabezota y que lo que debería hacer era vivir mi vida y nada más.
Pedro agarraba el respaldo de la silla con tal fuerza que tenía los nudillos de las manos blancos, en contraste con la turbulenta expresión de su rostro.
–Entonces regañamos. Yo le eché en cara haberme llevado a un país extraño, a un lugar del que ni siquiera conocía la lengua. Y él me echó en cara haber hecho que Nora se marchara. Y, a partir de ahí, empeoró todo.
Pedro flexionó los dedos en un intento de hacer circular la sangre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario