martes, 17 de octubre de 2023

Eres Para Mí: Capítulo 48

Y mientras Pedro le besaba la sien y la garganta, sintió su barba incipiente. Cada beso le dejó una deliciosa y lánguida sensación. Él era totalmente intoxicante. La ternura y exquisita delicadeza de cada uno de los besos de él era mucho más de lo que había imaginado posible viniendo de Pedro. Más cariñoso. Más amoroso. Sí, amoroso. Eran los besos de un amante. De su amante. Y le pareció algo completamente natural. Por eso fue por lo que hizo algo que, hasta hacía un par de días, no había creído posible que volvería a hacer. Se abrazó al cuello de Pedro y alzó la cabeza hacia él. Y con los ojos cerrados, Paula le besó en la boca. Durante un momento, Pedro se quedó muy quieto y ella, con miedo, contuvo la respiración, temerosa de haber cometido un terrible error. Hasta ese momento, era él quien la había besado. Aquello lo cambiaba todo. ¿Y si había malinterpretado todo lo que Pedro le había dicho? ¿Y si a él sólo le interesaba llevar la voz cantante, no compartir? Por fin, se atrevió a abrir los ojos y se encontró con una amplia sonrisa. Al instante, la sonrisa se desvaneció y Pedro la besó con ardor y pasión, disipando cualquier duda que ella hubiera podido albergar de lo mucho que la deseaba, tanto como ella necesitaba su pasión. Ella lanzó un suspiro de alivio y ocultó el rostro en el cuello de Pedro. Él le acarició la espalda mientras le besaba las cejas y la cabeza. Besos naturales y tiernos, besos que había esperado toda la vida. Fue él quien rompió el silencio.


–Y ahora, ¿Vas a confiar en mí? –preguntó Pedro con voz ronca.


–Es posible. Te estás refiriendo al baile, ¿No?


La cálida risa de él le llenó el corazón de alegría.


–Por supuesto. Aunque tengo que pedirte una cosa. Verás, tengo una cita con una dama muy especial a quien no he ido a visitar en dieciocho años. Me gustaría presentártela. ¿Te importa que, de camino, pasemos a saludarle?



Pedro Alfonso se quedó en silencio al pie de la tumba del pequeño cementerio del pueblo y, con calma, depositó en ella un ramo de rosas blancas de Mas Tournesol, las rosas preferidas de su madre. Dió un paso atrás, rodeó la cintura de Ella con un brazo y luego leyó las palabras esculpidas en el granito de la tumba: "Ana Zolezzi Alfonso. Querida hija, esposa y madre". Cerró los ojos unos segundos y pensó en la foto encima de la chimenea del cuarto de estar de la casa que había sido su hogar. Pensó en aquella encantadora mujer sonriéndole, sin que nada les hubiera preparado para el sufrimiento y el dolor que su muerte les había causado. Su padre había pasado seis meses de agonía antes de hacer el equipaje y emigrar a Australia, abandonando aquel hermoso pueblo en Languedoc donde Helene había formado su hogar, arrastrándole a él consigo.


–Mi padre eligió la inscripción. Dijo que no había palabras para describir lo maravillosa que mi madre había sido. Y tenía razón. ¿Cómo se puede describir con palabras la alegría y la energía de una mujer tan inteligente, divertida y creativa como era mi madre? Es imposible. Lo único que se puede hacer es recordarla tal y como era y venerar su recuerdo.


–Oh, Pedro… Lo siento.


Pedro suspiró cuando Paula le abrazó y apoyó la cabeza en su pecho.


–¿Cómo ocurrió? –preguntó ella tras un prolongado silencio.


–Un tumor cerebral. Le empezaron a dar dolores de cabeza, pero ella lo achacó al sol y al vino con la comida –Pedro tragó saliva–. Nunca se quejó. Un día, un sábado por la mañana, mi padre entró del jardín a la casa y la encontró tirada en el suelo de la cocina, como con un ataque.


Pedro alzó la cabeza y se quedó contemplando los árboles.


–Nunca se me olvidará aquel día –continuó él–. Yo estaba en casa de mi abuela y nos íbamos a reunir todos para almorzar. Era un precioso día de primavera. Pero cuando llegamos al Mas, nos encontramos con una ambulancia en la puerta.


Pedro no se atrevió a mirarla.


–Al principio, creían que se trataba de un infarto. Mi madre aún podía hablar, andar y fingir que estaba bien, pero los ataques se hicieron más frecuentes. Al final, resultó que los médicos no pudieron hacer nada por ella. Mi madre pidió que la sacaran del hospital, quiso pasar sus últimos días en casa, en el lugar que quería más que cualquier otro. 


Ella tomó aire.


–El Mas. ¿Murió...?


Pedro asintió. 


–Le preparamos un dormitorio aquí abajo, al lado de la cocina, donde ahora está el cuarto de estar. Hoy es el aniversario de su muerte, dieciocho años atrás. Mi padre y yo estábamos con ella. Mi madre estaba mirando por la ventana, a sus rosas, sonriendo; yo salí corriendo al jardín, arranqué una rosa blanca y, cuando volví para dársela, había muerto.


Las lágrimas le corrieron por las mejillas. Ella se volvió y le abrazó hasta que, por fin, se calmó.


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