Una luz aún más fuerte salió del cuarto de estar, tanto que Paula tuvo que ponerse una mano por encima de los ojos para hacerse sombra.
–Eh, chicos, espero que no os importe que haya encendido la chimenea. ¿Y qué me decís de esta linterna? No está mal, ¿Eh?
Nicolás apuntó a la alfombra con su linterna y luego miró a Pedro.
–La tuya es mejor que la mía –dijo el niño con voz temblorosa. Después, miró a una linterna y a otra, y añadió– : Necesito una como ésa.
–¿Qué te parece si cambiamos? Toma, prueba ésta. Pero ten cuidado, pesa bastante.
Nicolás corrió hasta Pedro, agarró su linterna y luego lanzó un soplido.
–¡Sí que pesa! –entonces, empezó a moverla de un lado a otro–. Mira, mamá, ahora lo veo todo.
–Qué bien. En ese caso, puedes guiarnos hasta la cocina. Me apetece un chocolate caliente. ¿Y a qué no adivinas qué me ha pasado esta noche?
Pedro alzó la cabeza y miró a su madre con curiosidad en la expresión.
–¿También te has quedado sin luz?
–No, nada de eso. Pero Seb me ha asustado mucho con el coche en el camino de vuelta a casa. ¿Qué te parece?
–¡Eh, no ha sido tan terrible! –protestó Pedro riendo, y le guiñó un ojo al niño, que sonrió traviesamente.
Pero cuando Pedro echó a andar por el corto pasillo camino de la cocina, Paula notó que fue la mano de él la que Nicolás agarró, no la de ella. Y eso la entristeció mucho.
Horas más tarde, con Nicolás en los brazos, Pedor subió a la habitación del niño, guiado por Paula que alumbraba el camino con la linterna. Habían tomado chocolate caliente y después se habían sentado delante de la chimenea del cuarto de estar. Seb había corrido las pesadas cortinas, pero nada había podido acallar el rugir del viento ni las corrientes de aire que, de vez en cuando, bajaban por la chimenea. A Nicolás se le había encomendado la tarea de sujetar la linterna grande mientras Pedro echaba leña al fuego y encendía unas velas aromáticas. A él le había parecido lo más natural del mundo entretener a Nicolás con historias sobre lugares lejanos, calurosos y polvorientos que había visitado, y sobre las plantas exóticas y los pájaros que había visto el mes anterior en el norte de Australia. Historias sobre canguros y koalas, y pueblos remotos donde la gente conducía durante horas sin ver a otro ser humano. Lugares donde la gente necesitaba ordenadores y teléfonos, lugares en los que eran muy importantes los sistemas de comunicación que ellos creaban. Una hora más tarde, Nicolás estaba acurrucado contra Simba y su madre en el sofá, medio dormido y bostezando, a pesar de pedir que le contaran más cosas sobre los canguros. Pedro depositó a Nicolás en la cama con cuidado, mientras Paula sujetaba el edredón, y luego le tapó.
–Las puertas, mamá. Las puertas.
Nicolás abrió los ojos y Pedro se apartó para que Paula pudiera abrir la enorme puerta del armario e iluminar su interior con la linterna con el fin de que el niño pudiera ver sus ropas y sus juguetes. Y que no había monstruos. Ella se agachó para dar un beso a su hijo y luego, sigilosamente, salió de la habitación. Justo cuando Pedro iba a salir, Simba trató de saltar a la cama, pero necesitaba la ayuda de Nicolás para conseguirlo. Por eso, él ayudó al animal y, al hacerlo, Nicolás le tiró de la manga.
–¿Has mirado dentro? ¿Ahí? Porque ahí no puedo ver. No quiero preocupar a mamá.
Pedro lanzó una mirada al rincón oscuro al lado del armario y entonces lo iluminó con la linterna, aliviado de que la batería fuera nueva. Nicolás alzó la cabeza, miró en esa dirección, volvió a tumbarse y lanzó un suspiro de alivio. Pedro dejó la linterna encima de la mesilla de noche. Por si Nicolás la necesitaba otra vez. Entonces, sin pensar ni titubear, susurró al niño:
–Buenas noches, Nicolás. Que duermas bien.
Y la voz de un niño encantador le respondió:
–Buenas noches, Pedro.
En el cuarto de estar aún hacía frío, a pesar de la chimenea, que estaba algo mortecina. Y Pedro echó más leña.
–Supongo que los cortes de luz son una de las desventajas de vivir en una granja en medio del campo. Algunas cosas no han cambiado en absoluto –dijo él, y miró a Paula.
A Pedro le sorprendió ver un rostro lacrimoso y angustiado devolviéndole la mirada, y pálido a pesar del resplandor ámbar del fuego.
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