—Debería ir a casa. Tengo que hacer una colada.
—¿Vas a dejarme por poner una lavadora? —preguntó él, fingiéndose desolado.
Paula esbozó una sonrisa y añadió:
—También tengo que limpiar el frigorífico.
—Eso sí que me hace sentir mejor. ¿Y no tienes pendiente una partida de Candy Crush?
—¿Cómo lo has adivinado? —la sonrisa de Paula prácticamente paró el corazón de Pedro.
—Ahora eres tú quien tiene que mejorar sus habilidades sociales.
—Está bien —Paula suspiró exageradamente—. Me tomaré un café contigo.
Pedro se alegró más de lo conveniente de que aceptara la invitación.
—Conozco un café aquí cerca que tiene unos cantuccinni excelentes.
—¿El Isadora?
—¿Lo conoces? —preguntó Pedro, sorprendido.
—Tienen los mejores cantuccinni de Manhattan. Y el café también está bueno.
Caminaron hacia el café. Pedro observó que Paula alargaba el paso para mantenerse a su altura. Aunque sus piernas no fueran tan largas como las de Ángela, las tenía delgadas y estaba seguro que, dado cómo llenaban los pantalones, bien torneadas. A pesar de ser menuda, no llevaba tacones ridículamente altos, sino unos prácticos zapatos planos con un femenino lazo.
—Suelo ir al Isadora al menos dos veces a la semana — comentó Paula.
A Pedro le sorprendió no haber coincidido con ella antes.
—Yo suelo ir casi todos los días. ¡Qué raro que no nos hayamos visto!
—¿A qué hora vas tú? Yo llego a las siete y me llevo el café.
Pedro silbó.
—Eso lo explica todo. A esa hora yo estoy en la cama. No llego hasta las nueve.
—¿Eres noctámbulo?
—No habitualmente —Pedro se encogió de hombros—. Pero estoy trabajando de chef privado, así que dependo de mi clienta.
—¿Tienes una clienta? ¿Te da libertad para diseñar el menú o ella te dice lo que quiere y cómo lo quiere?
Pedro no pudo contener la risa.
—Haces que suene como si fuera un gigoló.
—Lo siento.
Pedro le quitó importancia con un ademán de la mano. Pero Lara volvió a meter la pata.
—Debe pagarte bien. ¿Si no por qué…? —Paula entornó los ojos—. Perdona, me he expresado mal.
—No pasa nada —de hecho Pedro también sentía a veces que se había vendido, pero necesitaba ganarse la vida y al menos así podía seguir cocinando—. La respuesta a tu primera pregunta es que suelo preparar los menús. Y trabajo hasta tarde porque le gusta organizar cenas. De hecho, hoy no me acostaré hasta las tres.
—¡Pero si es miércoles!
—Ya. Bienvenida al mundo de los ricos ociosos.
El Isadora estaba al otro lado de la calle. Mientras esperaban a que cambiara el semáforo, Pedro preguntó:
—Espero que no seas de esas mujeres que toma café descafeinado con leche desnatada.
—¿Y si lo fuera?
—Tendría que convencerte de las delicias de una sencilla taza de café francés recién tostado
—Estoy de acuerdo contigo: La sencillez se infravalora.
—Así es. Todo el mundo tiende a complicar las cosas.
Pedro ya no hablaba del café, sino de la dirección que había tomado su restaurante, pues seguía considerando al Rascal’s como de su propiedad, bajo el mando de Candela y Lucas. En sus tiempos, hacían comida tradicional con un toque personal y creativo. En el presente, dominaba la influencia francesa, que chocaba con la decoración informal e irreverente del local.
—Personalmente, prefiero el café ecológico colombiano de comercio justo. ¿Eso me hace exigente o una víctima de la moda? —dijo Paula.
—Ni una cosa ni otra: Solidaria —dijo Pedro, riendo.
Llegaron a la puerta y Pedro la abrió para dejarla pasar. A aquella hora no había demasiada gente. Algún ejecutivo, un grupo de jovencitas y un par de veinteañeros concentrados en sus ordenadores.
—¿Barra o mesa? —preguntó Paula.
—Decide tú.
Paula fue hacia una mesa junto a la ventana, que era la que él solía ocupar para ver pasar a la gente. Una camarera se aproximó al instante. Pidió su café solo, como Pedro. Otro punto a su favor. En su opinión, mientras que la comida requería ser sazonada, un buen café debía disfrutarse puro.
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