La madre de Pedro había fallecido en aquella casa, la casa que ella limpiaba, en la que cocinaba y en la que criaba a su hijo. ¿Cómo no iba él a sentir emociones contradictorias? Y Nora era su madrastra y, para ella, Mas Tournesol era una casa de vacaciones, un lugar en el que dar fiestas en verano. Paula parpadeó. ¡No! Al darse cuenta, alzó los brazos, le rodeó el cuello a Pedro y le acarició la cabeza. Nora iba a celebrar su cumpleaños allí unos días después del aniversario de la muerte de la madre de él. «Oh, Nora. ¿Te das cuenta de lo importantes que para Pedro son estas fechas?». Se puso de puntillas y le besó. Pero sabía que no era suficiente.
–Hoy, por fin, he descubierto quién es Andrés Morel. Resulta que mis sospechas eran ciertas. Abandonó a mi madre, pero no del modo como yo suponía.
–Oh, Pedro… –murmuró ella tomándole las manos.
–Andrés tenía diecinueve años cuando le pidió a mi madre que se casara con él. Al parecer, unos días antes de la boda les dijo a sus padres que le daba miedo casarse, que no quería hacerlo. No estaba preparado para sentar la cabeza, ser un marido y trabajar en el banco como su propio padre.
Pedro la miró y aventuró una valiente sonrisa.
–Y mi madre le dejó partir. No quería que se sintiera atrapado. Le quería lo suficiente para dejar que la abandonara y se fuera a ver el mundo sin ella.
–Debió de ser una mujer excepcional –murmuró Paula–. ¿Y qué hay de Horacio Alfonso? ¿Cómo le conoció?
–Horacio era el jefe de Andrés y amigo de él y de mi madre, iba a ser el padrino. La familia Morel sospechaba que estaba enamorado de mi madre, lo que nadie sabía era que la quería tanto como para ofrecerle el matrimonio cuando se enteró de que estaba embarazada. ¿Sabes qué es lo más raro de todo esto? Para la familia Morel, se trató de un amor de la adolescencia y mi madre se enamoró de Horacio Alfonso cuando Andrés la dejó. Mi madre nunca le habló a Andrés de mí.
–Así que él no sabe que tiene un hijo. ¿Qué vas a hacer?
Pedro miró sus manos entrelazadas.
–Podría averiguar la dirección de Andrés y su familia en Canadá y llamar por teléfono, pero no voy a hacerlo. Yo ya tengo un padre y resulta que es un padre extraordinario. Uno de estos días puede incluso que se lo diga en persona.
–Qué alegría, Pedro. Tu padre te quiere, aunque seas el hijo natural de otro.
Ella alzó las manos y le acarició el cuello una vez más, alrededor de la cadena que Pedro llevaba. Entonces, con curiosidad, tiró de la cadena y le sacó una medalla de San Cristóbal. La acarició en silencio, esperando a que él hablara.
–La última vez que estuve aquí fue con mi abuela materna. Fue ella quien me dió esta cadena y la medalla, me la colgó al cuello y me dijo que me mantendría a salvo hasta que volviera. Desde entonces, siempre la he llevado conmigo. Supongo que parecerá algo anticuado, pero significa mucho para mí.
Pedro la miró y esbozó una sonrisa ladeada.
–Las mujeres que ha habido en mi vida han tenido siempre la mala costumbre de tener razón. Supongo que será mejor que me acostumbre a ello –añadió Pedro.
A Paula le dió un vuelco el corazón.
–¿Qué quieres decir, Pedro? ¿Que soy parte de tu vida?
La sonrisa de él se agrandó y se volvió ligeramente para agarrarle una mano. Ella suspiró, satisfecha, y miró en torno suyo. Era un cementerio pequeño y bonito.
–Hacía dieciocho años que no pasaba por aquí. Y te he elegido a tí para compartir este momento. ¿Contesta eso a tu pregunta, Paula?
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