–Son demasiados cambios y todo demasiado rápido. ¡Y ha sido un día sumamente ajetreado!
–No tienes que tomar una decisión en este momento. Pero… ¿Me prometes que lo pensarás? Mañana tengo que marcharme, tengo una reunión, pero volveré para cuando venga Nora. ¿Podríamos hablar de esto otra vez dentro de unos días? ¿Sí? En ese caso, buenas noches, cielo. Buenas noches.
Pedro bajó el rostro y la besó con todo el amor y la devoción de que era capaz, con todo su corazón.
Paula cerró la maleta de Nicolás. Había llegado el momento de dejar atrás el pasado. Había llegado el momento de hacer las paces con los padres de Cristian. Naturalmente, aún sufrían y siempre sufrirían. Habían perdido a su único hijo. A ella se le encogió el corazón al pensar en perder a su pequeño, era demasiado horrible. Cristian vivía a través de Nicolás y el niño debía pasar algún tiempo con sus abuelos y, a través de ellos, conocer a su padre, el joven inteligente y muy humano del que ella se enamoró. Pedro tenía razón. El matrimonio Martínez quería a Nicolás y ella sabía que el niño no podría estar mejor que con sus abuelos. Era ella quien tenía que aceptar que lo único que les interesaba era el bienestar de Nicolás. Y ella lo respetaba. Ahora, sólo le quedaba hacer que confiaran en ella. Tenía que demostrarles que era la mejor madre que el niño pudiera tener. Simba ladró, llamando así a Bobby, debajo de la ventana del dormitorio de Nicolás, y ella se asomó y vió los macizos con flores que constituían el pequeño mundo que había creado para su hijo y para sí misma. ¿Era una cobarde por no querer abandonar la seguridad que tanto le había costado levantar alrededor de su hijo y de ella misma? En unos días, Nora iría allí a celebrar su cumpleaños. Pedro le había prometido quedarse en Francia para verla. Entonces, ella tendría que enfrentarlo y darle una respuesta. ¿Podía hacerlo? ¿Podía ignorar que pasaba cada segundo del día pensando en él, preocupada por él, preguntándose qué y dónde estaría? Porque una vez que él se sincerara con Nora e hiciera las paces con ella, nada le retendría en aquel pequeño pueblo francés lleno de dolorosos recuerdos. Unos ladridos resonaron por la escalera y sonrió, respiró hondo, se echó una bolsa al hombro y agarró la pequeña maleta. A pesar de lo preocupada y angustiada que estaba por su futuro, tenía que intentar disimular por Nicolás. Al fin y al cabo, iban a pasar varias horas juntos en el tren. Ella dejó el equipaje en el vestíbulo, fue a la cocina y, al llegar a la puerta de fuera, cruzó los brazos con gesto normal. El niño estaba sentado de espaldas a la mesa de piedra, casi sin mirar a Simba ni a Bobby, que jugaban bajo la luz del sol matutino. Los perros eran adorables y ella sabía que, en cualquier otro momento, Nicolás habría estado jugando con ellos y revolcándose por el suelo. Nicolás tenía algo en las manos. Al acercarse a él, le besó en la cabeza y, cuando su hijo se volvió, vió lo que tenía en las manos. Y casi se deshizo. «Echa de menos a Pedro. Lo mismo que yo». ¿No debería haber aceptado la oferta de Pedro en el momento? ¿Tanto por el bien de Nicolás como por el suyo? ¿No podrían encontrar la forma de ser felices en Sídney? No. Ella lo había intentado en Barcelona y no lo había conseguido. Tenía que estar segura.
–Hola, cielo. ¿Listo para ir a ver al abuelo y a la abuela en España? La tía Sabrina va a venir con su coche en cualquier momento para llevarnos a la estación. No queremos perder el tren, ¿Verdad?
Nicolás se sorbió la nariz y el labio inferior le tembló.
–No quiero ir, quiero quedarme aquí.
Ella se sentó al lado de su hijo, en el suelo del patio, tiró de él hacia sí, le puso un brazo sobre los hombros y lo abrazó. Ser el hombre de la casa a los seis años era muy duro.
–Sabes que Pedro tenía que trabajar. Pero… ¿Qué es esto? – le preguntó ella a su hijo, mirando la cadena y la medalla que el niño tenía en las manos–. ¿Te dió eso Pedro ayer, cuando fue a despedirse de tí?
Nicolás asintió un par de veces. Después, vaciló durante unos instantes antes de decir de corrido:
–Me dijo que su abuela le dio esta medalla cuando él tuvo que marcharse al país donde viven los canguros. Le libró de los peligros cuando tenía miedo, pero ya no la necesita.
Su hijo agrandó los ojos y la miró con todo el cariño del mundo, y ella tuvo que hacer un esfuerzo por no echarse a llorar.
–Anoche me asusté de lo oscuro que estaba y tenía la linterna abajo, pero cuando toqué la medalla me sentí mejor. Ya no estaba asustado. ¿La puedo llevar siempre colgando, mamá?
–Claro que puedes. Dámela, deja que te la ponga y te abroche la cadena. Pedro ha sido muy bueno dándote esto, ¿No? ¡Ahora ya puedes enfrentarte a cualquier cosa! A taxis, a trenes y a tus primos españoles.
Abrazó a Nicolás antes de volver a enderezarse.
–Los abuelos están deseando verte. Llevan desde Navidades sin estar contigo. Y ya dices muchas cosas en español, les vas a dejar atónitos.
–Me da un poco de miedo no estar contigo, mamá.
«Y a mí también».
–¿Y si Simba se olvida de mí?
–¡Eh! ¿Se te ha olvidado la cámara mágica para el ordenador que te dió ayer Pedro? Tú te llevas una para el abuelo, para que así yo pueda verte y hablar contigo en el ordenador del abuelo, y Simba también te podrá ver, todos los días. Te lo prometo. ¿De acuerdo? Además, sólo van a ser dos semanas. Y después, el resto del verano para divertirnos juntos. ¿No es estupendo? Podríamos invitar a los abuelos para que vengan aquí a pasar unos días con nosotros, ¿Qué te parece? Podrías enseñarles tu habitación, y el colegio, y todo lo demás. ¿Te parece bien?
El niño se quedó pensativo un momento; después, asintió enérgicamente.
–Entonces, en marcha.
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