Ella agarró su bolso, se lo apretó contra el pecho y respiró hondo.
–No es que le asuste, le aterra. Espero que se le pase algún día, he intentado hacer que se le quitara el miedo, pero sin éxito. Debe de estar con un ataque de pánico. Tengo que ir a casa lo antes posible.
–Sí, por supuesto. Venga, vamos.
Pedro la agarró de la mano, se despidieron rápidamente y salieron del hotel… Y les recibió una ráfaga de viento de gran violencia. Pedro comenzó a caminar de espaldas, protegiendo a Paula con su cuerpo lo mejor que podía, hasta que cruzaron la zona donde estaban aparcados los coches y llegaron al suyo. Abrió la portezuela, la sujetó para que Paula se sentara, y el viento se la cerró. Cuando, por fin, él logró sentarse al volante y cerrar su puerta, estaba congelado, agotado y temblando del esfuerzo físico.
–Se me había olvidado lo que ocurre cuando sopla el mistral en esta región –comentó él.
Ella, que tenía una mano aferrada a la manija de la puerta y que se había apretado el cinturón de seguridad, no contestó. Despacio, Pedro la hizo soltar el cinturón.
–Vamos, relájate. Paula, sólo alrededor de tu asiento hay seis bolsas de aire, la misma tecnología de seguridad de los coches de carreras. No te va a pasar nada.
–En ese caso, ¿Por qué se necesitan seis bolsas de aire? – preguntó ella con voz estridente al tiempo que el poderoso motor rugía.
–No todos los conductores son tan hábiles como yo – respondió Pedro con una sonrisa, bromeando, tratando de hacer que se tranquilizara–. Pero necesito tu ayuda. ¿Te importaría ir mirando por si ves alguna rama caída en la carretera?
Ella miró hacia delante con expresión de horror mientras Pedro, con cuidado, sacaba el coche a la carretera y los faros iluminaban el daño causado a los árboles y arbustos a ambos lados del camino. Iba a ser una noche bastante accidentada. Paula se detuvo en lo alto de las escaleras. Nicolás estaba sentado en la cama, en su habitación, con un brazo alrededor del cuello de Simba y, con la otra mano, sostenía la linterna más grande que tenían en la casa. La linterna apuntaba hacia arriba, el rostro del niño estaba blanco y el resto quedaba en la sombra. Había encendidas unas gordas velas de iglesia, pero la luz que proyectaban no podía compararse a la de la gigantesca linterna eléctrica. La dura luz contrastaba con el infantil pijama de rayas y el albornoz que Nicolás llevaba puestos, y el corazón se le encogió mirando a su hijo. A Nicolás siempre le había asustado la oscuridad, pero hacía mucho que no le veía tan pálido y asustado. Ella hizo un esfuerzo por subir los últimos peldaños con la cabeza alta y, como si no pasara nada, entró en el cuarto de su hijo. Tenía que ser positiva, tenía que ayudarle a pasar la noche.
–Hola. ¿Todavía estás despierto? Esto es muy divertido, ¿Verdad? ¿Has oído el viento? ¡Vaya, ya veo que has encontrado la antorcha que estaba en la cocina! Buena idea.
Ella se sentó en la cama y abrazó a su hijo con fuerza.
–Eres un chico muy listo. Ah, y gracias por ayudar a Rosa.
–Tenía que ayudar a buscar la linterna –logró responder el niño por fin–. Pero el viento me asustó un poco.
–Bueno, en vista de lo valiente que has sido, creo que puedes bajar un ratito para contarle a Pedro todo lo que has hecho.
Al instante, Nicolás se levantó de un salto. Ella le tomó la mano y utilizó la linterna para alumbrarse hasta salir al pasillo, que estaba iluminado por la luz que venía de fuera. Aunque Rosa ya había vuelto a su casa, Pedro había dejado los faros del coche encendidos y apuntando a la casa y al panel de cristal encima de la puerta delantera. Se merecía un beso por eso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario