martes, 24 de octubre de 2023

Rivales: Capítulo 1

Paula Chaves movió un centímetro hacia la derecha la ramita de albahaca que coronaba una pechuga de pollo salteada, sobre una cama de risotto y puntas de espárrago. Luego dió un paso atrás y la observó junto con la editora de la revista Home Chef.


—Sigue sin quedar bien del todo —dijo la editora.


Tampoco sabía bien, pero Paula se guardó el comentario. La comida preparada para las sesiones fotográficas siempre se cocinaba poco para que retuviera humedad, y al arroz le faltaba sal. Pero como estilista, no le correspondía juzgar.


—A mí no me gusta el plato cuadrado —dijo.


Hacía que el plato resultara asiático en lugar de italiano, pero lo había sugerido la editora y Lara sabía por experiencia que era mejor hacerle caso y que ella misma se diera cuenta de que se había equivocado. Tal y como esperaba, la mujer tardó unos segundos en acceder al cambio. Paula llamó a su asistente.


—Trae el plato redondo con el borde dorado. Y cambiemos las velas y los servilleteros —también habían sido sugeridos por la editora—. La plata resulta demasiado formal.


Cuarenta y cinco minutos más tarde, con la mesa preparada al gusto de Paula, el fotógrafo tomó las fotografías que se publicarían en la portada de la revista de la edición de octubre.


—Otra fantástica sesión —comentó la editora mientras recogían el estudio—. Debería seguir siempre tus consejos. Nadie consigue que la comida parezca tan apetitosa como tú.


Paula aceptó el cumplido con una inclinación de la cabeza. El estilismo gastronómico era su trabajo y lo hacía bien. Su obsesión por el detalle la había convertido en una afamada profesional. Quizá por eso seguía doliéndole que su padre la considerara una fracasada. «Los que saben cocinar, cocinan. Los que no, se dedican al estilismo culinario». Esas eran las palabras del legendario restaurador Luis Chesterfield. Tras pagarle los estudios en la mejor escuela de cocina del país, la había enviado dos años al extranjero para aprender técnicas de cocina en La Toscana y en el sur de Francia. Su padre había decidido que Paula seguiría sus pasos y que algún día dirigiría su emblemático restaurante de Nueva York, el restaurante al que él había dedicado cada hora de su vida desde que Lara tenía uso de razón. ¿No era lógico que hubiera desarrollado una fobia a los restaurantes y que le recriminara haber puesto su trabajo por delante de su familia? Por eso, con la arrogancia propia de los veinte años, se había rebelado… Violentamente.


Con la perspectiva que le daban sus treinta y tres años, Paula era consciente de que había llevado su oposición demasiado lejos. Había criticado públicamente a su padre y su amado restaurante, y se había casado con el único crítico de Manhattan que había osado dar una puntuación baja al Chesterfield. Su matrimonio con David Morales había durado tan poco como el aire en el suflé de un aprendiz, pero para entonces el daño estaba hecho y su padre le había retirado la palabra. Seis años más tarde, era lo bastante adulta y madura como para saber que se había perjudicado a sí misma. La mayor ironía era que había decidido dejar el estilismo y dedicarse a la cocina con el deseo añadido de ganarse el respeto de su padre. Pero cuando había acudido a él, un año atrás, su padre había roto su silencio solo para decirle que no pensaba contratarla ni siquiera como pinche. Y puesto que él no la contrató, tampoco consiguió trabajo en ninguna de las cocinas de la ciudad. Tal era la reputación de Luis Chesterfield. Pero por fin tenía la oportunidad de demostrarle que podía ser una buena chef, y Paula no iba a desperdiciarla. Salió del estudio para tomar un taxi. Tenía el tiempo justo para llegar al centro. En el cielo se arremolinaban nubes cargadas de lluvia y no tenía paraguas. Se retiró el flequillo que el peluquero había insistido en dejarle en su última sesión y alzó el brazo para llamar a un taxi. En cuanto este se detuvo, corrió hacia él y llevó la mano a la manija en el mismo momento en que lo hacía un hombre. Sus dedos se rozaron y ambos retrocedieron.


—¡Oh! —exclamó Paula, no solo por la sorpresa, sino porque el hombre era espectacularmente guapo.


Mientras que la mayoría de los que se veían en la calle a aquellas horas tenían aspecto de ejecutivos, el que tenía delante iba con unos vaqueros gastados y una cazadora impermeable. Parecía un surfista. Tenía el rostro bronceado y un cabello castaño con mechas aclaradas por el sol. Una barba incipiente le sombreaba la mandíbula y enmarcaba una relajada sonrisa que parecía contrastar con la intensidad de sus ojos grises.

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