martes, 31 de octubre de 2023

Rivales: Capítulo 12

Paula rió, relajándose.


—¿Y qué consigue el ganador?


Pedro sabía lo que quería, pero no podía decirlo en alto. Tragó saliva.


—La versión larga.


—¿Qué saco yo con eso? —preguntó ella, sonriendo.


—Hacerme cualquier pregunta.


—¿Cualquier?


A pesar de que la mirada de curiosidad de Paula lo inquietó, Pedro se limitó a asentir.


—¿Trato hecho? —preguntó. Paula chocó su taza con la de él y la dejó en el plato. Luego estiró el brazo y Pedro dijo—: A la de tres.


En aquella ocasión ella sacó el puño cerrado y él optó por dejar la mano extendida. Él ganaba.


—El papel envuelve a la piedra —dijo él, cubriéndole el puño con la mano.


El contacto fue cálido, reconfortante.


—¿Qué quieres saber? —preguntó ella con cautela.


Pedro quería preguntar muchas cosas, pero la que escapó de su boca fue: 


—¿Estás saliendo con alguien?


Paula se sintió desconcertada, halagada, preocupada y excitada a un tiempo. La preocupación prevaleció.


—No sé si es el momento de… —preguntó con aspereza.


—¿De qué? —Pedro alzó las manos—. Solo quiero aclararme. Si estás saliendo con alguien…


Pensando más en sí misma que en él, Paula dijo:


—Creo que hemos empezado mal.


—¿Por qué? ¿He dicho algo que te haya ofendido?


—No, nada.


De hecho, en el poco tiempo que se conocían, Pedro había hecho todo bien. Y eso mismo hacía que fuera peligroso.


—Escucha, Pedro, con Rafael y Ángela y los demás sé en qué posición estoy, y que serían capaces de sacarme el hígado por ganar. Pero tú…


—Mis motivos te resultan sospechosos.


—No. Sí. No lo sé —Paula suspiró—. No sé qué quiero decir.


—Creo que yo sí, Paula. Te refieres a que nos hemos conocidoen el momento equivocado.


Efectivamente. ¿Cómo iba a empezar una relación con un hombre al que ni siquiera podía decirle su verdadero apellido? Hizo un nuevo esfuerzo para explicarse.


—Tengo que ganar.


—Lo sé. Yo también —Pedro tragó saliva—. Nada va a interponerse en mi camino.


Por tanto, estaban de acuerdo. Pero Paula no pudo evitar contestar al fin: 


—No estoy saliendo con nadie, Pedro. Desde… Hace tiempo. Mentiría si dijera que no te encuentro atractivo, pero — apretó la taza entre las manos— es mejor que paremos lo que sea que está empezando entre nosotros.


Pensó que Pedro iba a protestar, pero se limitó a decir: 


—Tienesrazón. Nos jugamos demasiado.


Tras llegar a esa conclusión, pasaron varios minutos de incomodidad, tratando de mantener una conversación intrascendente. Una vez en la calle, llamaron a un taxi y sus manos se rozaron al alargarla ambos hacia la manija, exactamente igual que aquella misma mañana. Pero la sonrisa de Pedro no reflejó el buen humor de la mañana, sino un sentimiento de pesar.


Rivales: Capítulo 11

 —Y un cantucco con nueces de macadamia y arándanos —dijo Paula.


—Que sean dos —era lo que Pedro pedía siempre. 


Cuando la camarera se fue, Paula comentó: 


—Le hemos simplificado el trabajo.


—Si quieres podemos poner a prueba su paciencia y quejarnos de la calidad del café.


—Seguro que ya le ha tocado algún cliente así. He trabajado en suficientes cocinas como para saber que hay gente que se queja solo por molestar.


Pedro ladeó la cabeza y la miró fijamente.


—Creía que eras estilista gastronómica.


—¿Te das cuenta de que lo dices en tono despectivo?


—No creo.


—Claro que sí.


—Bueno, puede que un poco. Me parece una manera de desperdiciar tu talento —era evidente que lo tenía, o no habría sido aceptada en el concurso.


—Lo dice el hombre que se ha vendido al mejor postor —dijo ella, molesta.


—Estamos hablando de ti. Ya llegaremos a mi historia más tarde —Pedro quería saber más de Paula—. ¿Te gusta tu trabajo?


—Se me da bien.


—Eso no es lo que te he preguntado.


La camarera les llevó lo que habían pedido y Paula sumergió su galleta en el café.


—Si no me gustara no lo haría —contestó finalmente—. La imagen es importante.


—También puede ser engañosa.


Eso era verdad tanto de la comida como de una mujer de aspecto natural y con unos ojos que parecían esconder secretos.


—Sí y no. Me apuesto lo que quieras a que Rafael no canta en el coro de una iglesia —bromeó Paula.


Pero Pedro dudaba que Rafael tuviera nada que ocultar. Mientras que no lo tenía tan claro en el caso de Paula Chaves.


—Está bien —dijo Lara con un resoplido—. Prefiero cocinar.


—¿A qué escuela de cocina fuiste?


Paula mencionó la misma a la que él había acudido, aunque en su caso, algunos años antes. Cuando dijo que había continuado su preparación con dos de los mejores chefs del mundo, Pedro expresó su admiración con un silbido.


—¿Cómo lo conseguiste? Solo suelen admitir veteranos.


—Por mi padre 


—¿Por tu padre?


Paula dió un bocado al cantucco y Pedro tuvo la impresión de que intentaba ganar tiempo para preparar su respuesta.


—Es amigo de los dos.


—¡Qué suerte tienes!


Paula miró por la ventana y dijo en tono de resignación: 


—Sí, mucha.


Su actitud aguzó la curiosidad de Pedro, pero decidió no insistir:


—¿Cómo es posible que con tu formación acabaras dedicándote al estilismo?


Paula volvió la mirada hacia él y habló con una calma que el brillo de indignación de sus ojos contradecía.


—Eso suena definitivamente despectivo.


—Puede que me haya expresado mal —Pedro dió un sorbo al café—. Pero es un hecho.


Paula guardó silencio unos segundos y él temió haberla insultado.


—Está bien —dijo ella finalmente. Y Pedro se inclinó hacia ella, atraído por sus ojos verdes—. ¿Quieres la versión corta?


A Pedro le habría interesado más la larga, pero asintió. Se conformaría… Por el momento.


—Fue puramente circunstancial —Paula se llevó la taza a los labios.


—¿Eso es todo? Seguro que puedes contarme algo más.


—No sé por qué. Prefiero ser un enigma. Un poco de misterio sienta bien a… La competición.


En aquel momento, el concurso era lo que menos preocupaba a Pedro. Mirándola fijamente dijo: 


—Te hago una proposición.


—¿Qué tipo de proposición? —preguntó ella con forzada indiferencia.


—Una física —Pedro tuvo que contener una sonrisa al ver que a Paula le temblaron levemente las manos—. Te reto a otra partida de Piedra, Papel o Tijera.

Rivales: Capítulo 10

 —Debería ir a casa. Tengo que hacer una colada.


—¿Vas a dejarme por poner una lavadora? —preguntó él, fingiéndose desolado.


Paula esbozó una sonrisa y añadió:


—También tengo que limpiar el frigorífico.


—Eso sí que me hace sentir mejor. ¿Y no tienes pendiente una partida de Candy Crush?


—¿Cómo lo has adivinado? —la sonrisa de Paula prácticamente paró el corazón de Pedro.


—Ahora eres tú quien tiene que mejorar sus habilidades sociales.


—Está bien —Paula suspiró exageradamente—. Me tomaré un café contigo.


Pedro se alegró más de lo conveniente de que aceptara la invitación.


—Conozco un café aquí cerca que tiene unos cantuccinni excelentes.


—¿El Isadora?


—¿Lo conoces? —preguntó Pedro, sorprendido.


—Tienen los mejores cantuccinni de Manhattan. Y el café también está bueno.


Caminaron hacia el café. Pedro observó que Paula alargaba el paso para mantenerse a su altura. Aunque sus piernas no fueran tan largas como las de Ángela, las tenía delgadas y estaba seguro que, dado cómo llenaban los pantalones, bien torneadas. A pesar de ser menuda, no llevaba tacones ridículamente altos, sino unos prácticos zapatos planos con un femenino lazo.


—Suelo ir al Isadora al menos dos veces a la semana — comentó Paula.


A Pedro le sorprendió no haber coincidido con ella antes.


—Yo suelo ir casi todos los días. ¡Qué raro que no nos hayamos visto!


—¿A qué hora vas tú? Yo llego a las siete y me llevo el café.


Pedro silbó.


—Eso lo explica todo. A esa hora yo estoy en la cama. No llego hasta las nueve.


—¿Eres noctámbulo?


—No habitualmente —Pedro se encogió de hombros—. Pero estoy trabajando de chef privado, así que dependo de mi clienta.


—¿Tienes una clienta? ¿Te da libertad para diseñar el menú o ella te dice lo que quiere y cómo lo quiere?


Pedro no pudo contener la risa.


—Haces que suene como si fuera un gigoló.


—Lo siento.


Pedro le quitó importancia con un ademán de la mano. Pero Lara volvió a meter la pata.


—Debe pagarte bien. ¿Si no por qué…? —Paula entornó los ojos—. Perdona, me he expresado mal.


—No pasa nada —de hecho Pedro también sentía a veces que se había vendido, pero necesitaba ganarse la vida y al menos así podía seguir cocinando—. La respuesta a tu primera pregunta es que suelo preparar los menús. Y trabajo hasta tarde porque le gusta organizar cenas. De hecho, hoy no me acostaré hasta las tres.


—¡Pero si es miércoles!


—Ya. Bienvenida al mundo de los ricos ociosos.


El Isadora estaba al otro lado de la calle. Mientras esperaban a que cambiara el semáforo, Pedro preguntó:


—Espero que no seas de esas mujeres que toma café descafeinado con leche desnatada.


—¿Y si lo fuera?


—Tendría que convencerte de las delicias de una sencilla taza de café francés recién tostado 


—Estoy de acuerdo contigo: La sencillez se infravalora.


—Así es. Todo el mundo tiende a complicar las cosas.


Pedro ya no hablaba del café, sino de la dirección que había tomado su restaurante, pues seguía considerando al Rascal’s como de su propiedad, bajo el mando de Candela y Lucas. En sus tiempos, hacían comida tradicional con un toque personal y creativo. En el presente, dominaba la influencia francesa, que chocaba con la decoración informal e irreverente del local.


—Personalmente, prefiero el café ecológico colombiano de comercio justo. ¿Eso me hace exigente o una víctima de la moda? —dijo Paula.


—Ni una cosa ni otra: Solidaria —dijo Pedro, riendo.


Llegaron a la puerta y Pedro la abrió para dejarla pasar. A aquella hora no había demasiada gente. Algún ejecutivo, un grupo de jovencitas y un par de veinteañeros concentrados en sus ordenadores.


—¿Barra o mesa? —preguntó Paula.


—Decide tú.


Paula fue hacia una mesa junto a la ventana, que era la que él solía ocupar para ver pasar a la gente. Una camarera se aproximó al instante. Pidió su café solo, como Pedro. Otro punto a su favor. En su opinión, mientras que la comida requería ser sazonada, un buen café debía disfrutarse puro.

Rivales: Capítulo 9

 —Sí. Por eso sé que cuanto más fresco es el producto, mejor aspecto tiene —dijo ella, cuadrándose de hombros—. Además de saber mejor. No me gustaría que la calidad del producto afecte la puntuación que me dé el jurado.


—Tiene razón —dijo Pedro. Y otros participantes asintieron—. No podemos arriesgarnos a que un ayudante inexperto elija mal la verdura.


Paula agradeció su apoyo.


—Puedo asegurarles que eso no pasará. Compramos donde lo hacen los mejores restaurantes y siempre a productores locales. La calidad no va a ser un problema, se lo aseguro —dijo Gustavo. Y mirando a Pedro, añadió—: Al menos la de los ingredientes.


En lugar de sentirse ofendido, Pedro se limitó a sonreír y dijo:


—Touché.


Era curioso que pudiera ser tan intenso, pero que al mismo tiempo supiera reírse de sí mismo. A Lara esa característica le gustaba. Tanto su padre como su exmarido habían carecido de ella.


—Una cosa a tener en cuenta —dijo Gustavo, alzando un dedo—, es que la despensa solo se repondrá después de cada tanda de competición. Si algún ingrediente se acaba durante un programa, habrá que esperar al siguiente.


—Así que el primero que llegue tiene ventaja —dijo Rafael. Y con una sonrisa cínica, añadió—: Acostumbrense a verme el primero de la fila.


Paula rezó para que también fuera el primero en ser eliminado.


—Esta es una competición para poner a prueba su habilidad, señor Surkovsky —continuó Gustavo. Y Paula dedujo que era el apellido de Rafael—. Hasta las mejores cocinas se quedan a falta de un ingrediente en alguna ocasión y hay que improvisar y usar la cabeza. En su caso, lo que tiene entre los pendientes.


Mientras Pedro se había tomado bien la broma de Gustavo, Rafael enrojeció y entornó los ojos hasta que se convirtieron en dos amenazadoras rayas. Lara tuvo la seguridad de que a Gustavo solo lo salvaba de un puñetazo su posición en el programa.


—En la primera cocina en la que trabajé, nos quedamos sin salchichas. Fue un desastre porque era el bar de un campo de béisbol —dijo Pedro en alto.


Paula estuvo segura de que lo había dicho para despejar la tensión. Y lo logró. Gustavo y los demás concursantes, excepto Rafael, rieron.


—Te has creado un enemigo —susurró Paula cuando siguieron a Gustavo a otra zona del estudio.


—¿Te refieres a Rafael? —Pedro se encogió de hombros—. No estoy aquí para hacer amigos.


Aunque fueran amables el uno con el otro, Paula se dijo que no debía olvidar que competían entre sí y que cada uno tenía sus propios intereses. En esas circunstancias, no era posible ni una amistad ni ningún otro tipo de relación. Por eso la tomó por sorpresa que, al finalizar la sesión y cuando ya salían del edificio, Pedro le preguntara:


—¿Quieres ir a tomar un café o cualquier otra cosa?


Paula pensó que estaba metida en un lío al darse cuenta de que lo que le interesaba verdaderamente era el «Cualquier otra cosa». Añadir una pizca de picante.


—Creía que no estabas aquí para hacer amigos, Pedro —dijo — Y así es.


—¿Pero estás dispuesto a hacer una excepción conmigo?


Pedro le dedicó una sonrisa que tuvo un peligroso efecto en su corazón.


—Digamos que si tuvieras el aspecto de Rafael no te habría hecho la oferta —dijo.


—¿Y si tuviera el de Ángela?


—¿Quién es Ángela?


—La de la mirada sensual y labios como Angelina Jolie —Paula parpadeó provocativamente—. Por no mencionar unas piernas que le empiezan en la barbilla.


—Tus piernas no tienen nada que envidiar —ni ninguna otra parte de su anatomía—. No es mi tipo —Pedro deslizó la mirada a los labios de Paula y continuó—: Prefiero la sutileza y la complejidad.


—¿Estás hablando de mujeres o de comida?


—Supongo que de las dos cosas —dijo Pedro, riendo.


—Sigo sin entender por qué quieres tomar un café conmigo.


Tampoco Pedro los sabía, así que dijo:


—¿No has oído nunca el dicho: «Mantén a tus amigos cerca y a tus enemigos aún más cerca»?


—¡Tú sí que sabes halagar a una chica!


Pedro rió. Siempre le habían gustado las mujeres con sentido del humor.


—La verdad es que tengo un trabajo dentro de un par de horas cerca de aquí y no me compensa volver a casa. Prefiero matar el tiempo acompañado.


—Matar el tiempo —repitió Paula, y Pedro hizo una mueca al darse cuenta de lo mal que había elegido las palabras—. Es una invitación poco tentadora. Vas a tener que mejorar tus habilidades sociales, Papel.


Pedro pensó que no le faltaba razón. Hacía un par de años, desde el divorcio, que no flirteaba. Había estado demasiado ocupado… Y amargado. Pero en aquel momento sentía emociones mucho más agradables.


—¿He de tomarme eso como un «No»?

jueves, 26 de octubre de 2023

Rivales: Capítulo 8

Cinco cuchillos básicos estaban pegados a una barra magnética situada en la pared de detrás del fogón de cada participante.


—¿Vas a usarlos? —preguntó Pedro.


—¡Por favor! —dijo Paula con sorna. Cualquier cocinero sabía que los cuchillos eran el utensilio más personal y que cada uno tenía sus favoritos. Por eso eran los únicos elementos que se les permitía llevar de casa—. ¿Bromeas?


Pedro se encogió de hombros.


—Era para comprobar qué tipo de cocinera eres.


El tipo que merecía conseguir un puesto en el Chesterfield, a lo que Paula pensaba dedicar todos sus esfuerzos. Gustavo, que debía haber escuchado la conversación, comentó:


—Recuerden que pueden traer un máximo de siete —iba recorriendo el estudio con las manos a la espalda, como un policía—. ¿Funciona todo bien?


—Por ahora sí —dijo Pedro.


Paula asintió.


En cuanto Gustavo se alejó, Pedro dijo con sorna:


—Supongo que Rafael se presentará con todos sus cuchillos a la cintura. Es un demente.


—Yo más bien diría que es peligroso. Por cierto, gracias por lo de antes.


Aunque no hubiera necesitado que interviniera, había apreciado su gesto.


—Estaba claro que intentaba desarmarte psicológicamente — dijo él.


Por una fracción de segundo, Paula se preguntó si también Pedro estaba jugando psicológicamente con ella, haciéndose el simpático y tratando de ganársela. Quería creer que no, pero tal y como había dicho Gustavo, los concursantes podían usar cualquier estrategia para ganar.


—¿Qué te hizo apuntarte al concurso? —preguntó Pedro.


Paula optó por la respuesta más obvia.


—Quiero el trabajo. ¿Tú?


—Lo mismo —respondió él precipitadamente.


Se observaron por un instante.


—Es una gran oportunidad —dijo Paula, sonriendo.


—Desde luego, aunque en cierta forma es humillante tener que pasar por esto para dirigir una cocina.


—No es una cocina cualquiera. Es el Chesterfield. Dos presidentes han comido allí, además de los jueces más importantes. Cualquier noche puedes cruzarte con varios actores famosos…


Paula calló bruscamente, consciente de que empezaba a sonar como su padre cuando su madre se quejaba del tiempo que pasaba en el restaurante. Por su parte, Pedro no parecía especialmente impresionado. Ni siquiera cuando, inclinándose hacia ella, añadió:


—Olvidas que tiene tres estrellas Michelín.


—¿No te parece digno de admiración? —preguntó Paula, desconcertada.


—Claro. Si no, no estaría aquí. La cuestión es saber qué motiva a los demás participantes.


—¿Qué quieres decir? —preguntó Paula, intrigada, mirando a su alrededor.


—Que sus motivos determinan la pasión que pongan en ganar.


Pedro dejó en el imán el cuchillo que tenía en la mano y dedicó a Paula la misma sonrisa que había desplegado tras cederle el taxi y pedirle un beso. El efecto fue tan embriagador como entonces, y ella sintió que la piel le ardía. Dejaron de hablarse durante varios minutos, mientras se familiarizaban con el estudio.


La despensa consistía en varias estanterías metálicas, en las que había toda una clase de cuencos y frascos etiquetados.


—Así que eso es una cebolla roja —dijo Kevin, el del peinado extraño.


Paula, Pedro y varios participantes más rieron. Gustavo se puso unas gafas y dijo:


—Las etiquetas son para los televidentes, pero puede que también les vengan bien a ustedes.


—Algunos están vacíos, Gustavo —Fiorella señaló un cuenco marcado como "Pimientos Italianos".


—No te preocupes. El lunes estará lleno.


—¿Dónde hace el programa la compra? —preguntó Paula.


—Tú eres la estilista culinaria, ¿No? —preguntó Gustavo.


Aunque hubiera usado un alias, Paula había intentado ser tan veraz como le fue posible en todo lo demás, Rafael hizo una mueca despectiva. Evidentemente compartía la mala opinión que su padre tenía de su profesión.


Rivales: Capítulo 7

Cuando encontró su puesto, rió quedamente. Poner distancia entre él y Paula Chaves iba a resultarle difícil dado que tendrían que trabajar uno al lado del otro. Pero en ese momento no fue precisamente su lado lo que llamó su atención. Lara estaba inclinada, inspeccionado el horno, y pedro tuvo que reprimir un gemido al tener una perfecta visión de su trasero. En conjunto, era demasiado delgada para ser considerada voluptuosa, pero la curva de su trasero llenaba plenamente sus vaqueros ajustados. Si solía probar sus platos, tal y como acostumbraban a hacer los cocineros, estaba claro que hacía ejercicio para quemar calorías. Tragó saliva cuando se preguntó cuál sería su ejercicio favorito. Paula se incorporó en ese momento, sonriendo.


—Nos encontramos de nuevo —dijo él para disimular la vergüenza que le produjo que lo descubriera mirándole el trasero.


La potente luz de los focos arrancaba destellos a su cabello, y Pedro se preguntó si sería tan suave al tacto como parecía.


—Eso me recuerda que no me he presentado —Paula le tendió la mano—. Soy…


—No es necesario —¿le daba la mano cuando ya se habían besado?—. Sé quién eres.


—¿De-de verdad? —preguntó ella, palideciendo.


A Pedro le extrañó su reacción, que pareció más de culpabilidad que de sorpresa.


—Llevas un broche con tu nombre —dijo como si fuera una obviedad.


—Ah, claro, el broche —Paula rió llevándose la mano al pecho, que para Pedro tenía el tamaño ideal. Ella indicó la superficie que tendrían que compartir—. Vamos a tener que trabajar juntos.


Pedro encontró la idea de colaborar con ella demasiado atractiva para su paz interior, así que aclaró:


—No, Paula. Vamos a competir entre nosotros. Y, como te he dicho, pienso ganar.


Paula alzó la barbilla, inmune a su arrogancia, y Pedro encontró su altanería extrañamente excitante cuando dijo:


—Sigue soñando, Papel, sigue soñando.


Paula habría querido abofetearse. Lo único positivo de que se le diera tan mal mentir, era que demostraba que lo hacía raramente. Engañar no estaba en su naturaleza. Eso era más propio de su madre. Incluso con su padre, o mejor, especialmente con él, siempre había sido honesta. Directa y brusca, pero nunca mentirosa. Al menos Pedro había dejado de mirarla como si tuviera dos cabezas. De hecho, ni la miraba, porque estaba ocupado estudiando su puesto, que era lo que ella debía estar haciendo dado que solo tenían una hora en el estudio. Una vez se aseguró de que el horno y los quemadores funcionaban bien, se volvió hacia la superficie de trabajo. Toda la preparación, e incluso el emplatado, tendría lugar en la encimera de acero inoxidable, y a ella le tocaba compartirla con un hombre guapo que le hacía pensar en usos, muy diferentes, que podían darse a una superficie horizontal.


 —¿Algo va mal? —preguntó Pedor.


Paula se ruborizó.


—No, todo bien —dijo ella, obligándose a desviar la mirada de Pedro y fijarla en los contenedores con cubiertos y botellas de aceite que delimitaban el espacio entre uno y otro chef—. Solo pensaba que no tenemos demasiado sitio.


—¿Temes que me aproveche de tí?


Paula sintió que enrojecía a la vez que se le pasaban por la cabeza un par de imágenes totalmente inapropiadas. Más que temer, lo deseaba.


—Confío en que no seas de esos cocineros que invaden el espacio de los demás.


—Si tú haces lo mismo, me mantendré dentro de mi espacio — dijo Pedro. Y para apoyar sus palabras, movió una de las botellas hacia su lado—. Mejor así.


—Depende —Paula puso los brazos en jarras y preguntó, bromeando—: ¿Eres limpio? No aguanto a los cocineros sucios.


De hecho, era una de las pocas cosas en las que coincidía al cien por cien con su padre.


—Inmaculado. ¿Tú?


—Me gusta «Cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa».


—Si es así, nos vamos a llevar maravillosamente.


—Sí, somos muy… —Paula bajó la mirada a los labios de Pedro— . Muy…


La forma en que Pedro sonrió le indicó que había adivinado en qué pensaba.


—Compatibles —concluyó él por ella—. ¿Es esa la palabra que buscabas?


Paula no tenía la menor duda. Miró en otra dirección y dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.


—Los cuchillos no están mal.

Rivales: Capítulo 6

Paula apreciaba la caballerosidad de Pedro, pero no podía permitir que la percibieran como frágil. Adelantándose a él, dijo a Rafael: 


—Lo cierto es que sí iba a decir algo, pero prefiero que sea mi cocina quien hable por mí.


—Si es así, solo escucharemos silencio —dijo una mujer voluptuosa con el nombre Ángela Horvarth en el broche.


Sus inflados labios se curvaban en una cínica sonrisa, y Paula intuyó que no le convenía darle la espalda. Ni a ella ni a ningún otro concursante. Pedro incluido. Todos tenían un único objetivo: Ganar. Y eso, como él mismo había dicho, los convertía en adversarios. Gustavo había sido testigo de la última parte del intercambio y dio una palmada para reclamar su atención.


—Chefs, no me importa que se ataquen. De hecho, crear inseguridad en los demás participantes es una buena estrategia, pero reservarlo para las cámaras. Los próximos dos días estaremos demasiado ocupados como para perder tiempo con sus egos.


Paula miró a Pedro de soslayo. La sonrisa relajada había sido sustituida por una expresión que se correspondía con la intensidad de su mirada. Esa sería su cara durante la competición, y Lara no pudo evitar lamentarse de no haberlo conocido en otras circunstancias.


Mezclar bien


Los concursantes contaron con una hora exacta para familiarizarse con sus puestos. Finn reprimió el impulso de correr al suyo, tal y como hicieron otros chefs, porque sabía que en la cocina la precipitación siempre conducía al caos.


Pedro había pasado su vida de adulto en cocinas profesionales e incluso había tenido su propio restaurante, el Rascal’s, que había montado con su esposa y mejor amiga. Ex esposa y ex amiga en el presente. Entre cacerolas, sartenes y utensilios, se sentía como en casa, pero en aquella situación no estaba tan cómodo. Aunque no lo hubiera admitido, la idea de cocinar delante de las cámaras lo inquietaba tanto como a Paula. Era capaz de cocinar sus platos estrella en cualquier cocina, pero la televisión representaba un contexto desconocido y que se escapaba de su control. Al principio de cada programa, el presentador mostraría tres tarjetas. En una se especificaba el tiempo del que disponían; en otra, el plato que debían preparar, aperitivo, plato principal o postre. La última tarjeta desvelaría el nombre del chef famoso que haría de juez. Otro factor desestabilizador era la simpática y guapa Paula Chaves. Si la atracción inicial lo había dejado sin respiración, al encontrarla en la sala de espera había recibido un gancho que lo había dejado noqueado. ¿Cómo era posible que la primera mujer que le interesaba desde que Candela lo traicionara fuera alguien con quien debía competir para conseguir la mejor oportunidad de su vida? «Ten claras tus prioridades, Alfonso», se amonestó. El sexo y su vida social ocupaban un lugar secundario frente a recuperar lo que había perdido. Y gracias a Candela y a Lucas, lo había perdido todo. Por mucho que todos los demás estuvieran decididos a ganar, su caso era diferente. Coronarse como el chef ejecutivo del Chesterfield representaba tanto una meta como un trampolín para preparar su retorno a la gran cocina. Nada ni nadie se interpondría en su camino.

Rivales: Capítulo 5

 —En la televisión parece distinto —comentó Pedro.


Tenía razón. En la pantalla resultaba más pequeño, casi íntimo; simulaba la cocina de un restaurante y no lo que era: un estudio gigante lleno de cables y equipos técnicos. Los hornos y los puestos se alineaban en dos paredes; en la tercera había una despensa, un espectacular botellero de vino y un frigorífico de dos puertas, así como una máquina de helados, un equipo de congelación rápida y otros aparatos eléctricos. El espacio permitía el libre movimiento de los concursantes y de los cámaras. Y a partir del lunes, el presentador, Diego St. John, estaría presente, narrando lo que sucedía y entrevistándolos mientras trabajaban. Eso preocupaba a Paula, que en el colegio siempre había obtenido malas notas en sus presentaciones orales. Según su profesora, titubeaba demasiado, hablaba deprisa y no miraba a la audiencia.


—Les recomiendo que superen el pánico escénico —dijo Gustavo—. Además de ustedes doce, habrá aquí docenas de personas trabajando. Las cámaras los enfocarán constantemente, registrando cada uno de sus gestos.


—¡Qué tranquilizador! —masculló Paula.


Pedro, que estaba a su lado, emitió una risa que más pareció un gruñido. Gustavo siguió:


—Cuando el programa se emita, los espectadores votarán a sus favoritos, así que queremos darles tanta información como sea posible —le sonó el teléfono y dijo—: Lo siento, tengo que contestar. Ahora vuelvo —y salió.


—¿Estás nerviosa? —preguntó Pedro.


Paula sacudió la cabeza fingiendo una calma que estaba lejos de sentir.


—Y yo que creía que eras sincera —bromeó él. 


—Bueno, un poco —admitió ella—. Pero no por la parte de cocina, sino por la de entretenimiento. Soy chef, no actriz —hizo un gesto con la mano—. Supongo que las cámaras nos ponen nerviosos a todos.


—A mí no. Si quiero ganar, no puedo estar nervioso.



—Querer no es poder.


Pedro le dedicó una sonrisa arrebatadora e, inclinándose, dijo con total convicción: 


—Voy a ganar.


—Ni lo sueñes, Papel —dijo Paula con firmeza.


Pedro rió.


—No me equivocaba al intuir que eras una Piedra. Pero mi único sueño en este momento… —Pedro fijó la mirada en los labios de Paula y rectificó—. Lo único con lo que puedo permitirme soñar es con ser el último chef que quede en esta cocina.


—Ya somos dos.


—O mejor doce —dijo con sorna un joven que estaba a la derecha de Paula.


Paula se había olvidado de la existencia de los demás concursantes mientras Pedro y ella mantenían aquel intercambio cargado de insinuaciones. Se trataba de Kevin Algo. No podía leer su apellido. Apenas superaba los veinte años y tenía un pelo que parecía cortado a machetazos.


—Pero podemos ser amables —la que habló fue una mujer rubia, de mediana edad, robusta: Fiorella Gimball, según ponía en su broche.


—Exactamente. Aun así, yo voy a ganar —se pavoneó un hombre de voz grave con la cabeza rapada, orejas perforadas y una larga perilla.


Su aspecto, completado con unos brazos profusamente tatuados, parecía apropiado para un bar de moteros. Como correspondía a su obvia actitud de rebeldía, no llevaba el broche con su nombre, pero en el cuello llevaba un tatuaje que en letra gótica decía: Rafael; y Paula asumió que ese era su nombre o su apellido.


—Vale —masculló ella.


Le costaba imaginarlo en la cocina de su padre, entre otras cosas porque Luis odiaba los tatuajes.


—¿Decías algo? —preguntó Rafael, retador.


Era un hombre alto y llevaba un cuchillo para filetear, enfundado, en el cinturón. Lara tragó saliva mecánicamente, y lo lamentó en cuanto lo vio sonreír como si oliera su miedo.


—Tranquilo, chico —Pedro la tomó por sorpresa al interponerse entre ellos—. Elige a un contrincante de tu tamaño.


Rafael rió despectivamente.


—No sabía que compitiéramos por parejas. ¿Qué pasa, guapito, vas a ser su pinche?


El comentario fue recibido con risitas.

martes, 24 de octubre de 2023

Rivales: Capítulo 4

Los ojos grises que la observaban se abrieron, desconcertados, antes de que la boca se curvara en una sonrisa.


—Mi nombre es Pedro. Pedro Alfonso—se quitó la cazadora, empapada, y la dejó en un colgador—. ¿Has disfrutado del trayecto?


—Sí, gracias. ¿Has tenido que esperar mucho a otro taxi?


—He tenido que caminar tres manzanas antes de conseguir uno.


Una gota de agua le bajó por la sien. Lara reprimió el impulso de secársela con la mano y le dio un paquete de pañuelos de papel.


—Gracias.


—Es lo mínimo que puedo hacer. De haber sabido que íbamos al mismo sitio podríamos haber compartido el taxi.


Él sacó dos pañuelos, se secó y le devolvió el paquete.


—Así que eres chef —comentó.


—Sí —y aunque estaba segura de saber la respuesta, preguntó—: ¿Tú?


—Uno de los mejores —la sonrisa con la que acompañó su fanfarronería fue tan encantadora que evitó que sonara arrogante.


—Seguro que todos los que están en esta habitación podrían decir lo mismo —respondió ella, cortante.


—Supongo que esto significa que somos adversarios —dijo él, tirando el pañuelo a una papelera.


—Eso parece —dijo Paula.


Él deslizó la mirada hacia sus labios y tras una pausa, comentó: 


—¡Qué lástima!


Antes de que Paula pensara en una respuesta apropiada, un hombre salió de uno de los despachos. Debía estar en la treintena, llevaba traje y gafas, y tenía unas pronunciadas entradas. Ella lo reconoció por la ronda preliminar que había ganado hacía dos semanas. Se llamaba Gustavo Wembley y trabajaba para la cadena como productor.


—Bienvenidos a los estudios Sylvan y a su programa Desafío Chef. Enhorabuena por haber llegado hasta aquí, lo que demuestra que son grandes chefs. Otros ciento ochenta y dos no lo han conseguido. Hoy les enseñaremos la cocina del estudio; mañana y el viernes, grabaremos algunos anuncios para promocionar el programa y el lunes empezamos a grabar. Tienen que llegar a las siete de la mañana y deben calcular al menos diez horas de grabación.


—¡Diez horas! —exclamó alguien.


—Más bien doce —replicó Gustavo, impertérrito.


Aunque el programa se emitía un día a la semana, los chefs competirían tres días durante cuatro semanas. El tono animado de Gustavo se transformó en amenazante cuando añadió: 


—Miren bien a su alrededor porque la semana que viene a esta misma hora, uno de ustedes habrá sido expulsado y otra u otro estará a punto de serlo.


Paula miró a su alrededor preguntándose quién sería el primero. Cuando llegó a Pedro, este resopló:


 —A mí no me mires. Yo pienso llegar hasta el final.


Lara se estremeció.


—Espero que no.


Pedro enarcó las cejas.


—Al menos eres sincera.


Gustavo dió una palmada.


—Muy bien, chefs. Siganme.


Pedro caminó junto a Paula.


—Supongo que ahora te arrepientes del beso de buena suerte —comentó.


Ella miró alrededor para asegurarse de que nadie lo había oído.


—Tanto como tú de cederme el taxi —contestó ella en un tono tan bajo que él se inclinó para oírla y habría jurado que sentía la caricia de su aliento.


—Lo ganaste —Pedro miró de nuevo sus labios—. No me arrepiento de nada. Ha sido… Agradable.


—¿Agradable? —repitió ella como si la descripción no le pareciera acertada. 


—¿Se te ocurre una adjetivo mejor? —la retó él.


Paula sacudió la cabeza.


—La verdad es que es un poco perturbador —continuó Pedro.


—No sé a qué te refieres —dijo Paula inocentemente.


—Yo creo que sí —dijo él, sonriendo con satisfacción al ver que la había alterado. Luego añadió—: Quiero pedirte perdón por adelantado.


—¿Por qué?


—Por ganarte —dijo Pedro con una sonrisa maliciosa.


—Eres un arrogante —dijo Paula, pero contuvo la risa a duras penas.


Por delante de ellos, Gustavo continuaba hablando:


—A cada uno se les ha asignando un puesto de trabajo al azar. Todos son idénticos. Hoy tendrán una hora exacta para familiarizarse con él y adaptarlo a sus necesidades. Si algo no funciona, tienen que notificarlo al personal antes de irse. Una vez empecemos a grabar el lunes, no se admitirán reclamaciones — concluyó con expresión severa.


El grupo había llegado a la puerta del estudio. Como estilista culinaria, Paula contaba con la ventaja de estar familiarizada con las cámaras y los focos, pero cuando entraron, se unió a las exclamaciones de admiración de sus compañeros.

Rivales: Capítulo 3

Suerte.


Justo lo que no había tenido Pedro Alfonso desde su divorcio, dos años atrás. Y en aquel momento llegaba tarde a la mejor oportunidad de su vida por una mala jugada del azar. Aun así, viendo el taxi alejarse, no conseguía arrepentirse. La mujer que viajaba en él no era espectacular. Tenía una nariz pequeña y pecosa; unas cejas que prácticamente desaparecían bajo el flequillo y unos labios menos llenos de lo que estaba de moda. Sus ojos verdes, de cerca, tenían pequeños reflejos dorados. Pero en cuanto sus manos se habían tocado, Pedro había sentido una descarga eléctrica y por primera vez en mucho tiempo, se había sentido atraído por una mujer. Con tanta fuerza que por un instante se había quedado sin respiración. Y la sensación era maravillosa. Llevaba muerto demasiado tiempo. Pero aquel beso… Sentía el calor de la sangre correrle por las venas. Puso los brazos en jarras y sacudió la cabeza, perplejo. El azar, caprichoso siempre, eligió aquel momento para hacer unas de sus apariciones. La lluvia que los había respetado durante el juego de Piedra, Papel o Tijera empezó a caer como si fuera el chorro de una manguera. Aun así, Finn solo pudo sonreír. Quizá no le iría mal una ducha de agua fría.


Pelar y cortar.



Para cuando Paula llegó a su destino había conseguido apartar el recuerdo del sexy desconocido, pero no dominar sus nervios. Pagó al taxista y, cubriéndose la cabeza con el bolso, corrió al edificio esquivando a los viandantes. En el mostrador del vestíbulo se registró, se puso el broche con el nombre Paula Chaves, y fue hacia el ascensor dando un suspiro de alivio. Primer obstáculo superado. Había temido ser reconocida a pesar del flequillo y del nombre falso. La sala de espera de los estudios Sylvan, en el piso quince, estaba llena de gente. La flor y nata de la industria, un grupo ecléctico de seres, desde los chefs vanguardistas y sofisticados, a los de aspecto normal o incluso desaliñado. Lara sabía bien que no debía descartar a ninguno basándose en su aspecto. Todos ellos habían superado la prueba preliminar y estaban allí por lo mismo que ella: Un trabajo. No un trabajo cualquiera, sino el que le habría correspondido de no haberse rebelado. Solo su padre era capaz de restregar sal en la herida y, tras proclamar públicamente que necesitaba un sucesor, convocar a través de la televisión por cable Cuisine, un concurso: Desafío Chef. En el último episodio, ya en otoño, ella o uno de los once mejores chefs del mundo, prepararía el menú del Chesterfield. Había entrado en la competición sin que su padre lo supiera y en la televisión, nadie sabía que estuviera relacionada con Luis o con el restaurante. Había podido contar con el anonimato porque el programa era grabado. Si llegaba a la última ronda, que iba a juzgar su padre personalmente, tendría que desvelar su identidad. Entre tanto, debía preparar la mejor y más creativa comida de toda su vida. Miró a los seis hombres y cuatro mujeres que ocupaban la sala. Con ella hacían once, así que faltaba alguien. Estaba al lado de la puerta, mirando sus correos en el móvil, cuando oyó que se abría. El concursante número doce. Paula se volvió y se encontró cara a cara con…


—Papel —musitó, sorprendida.

Rivales: Capítulo 2

 —¿Piedra, Papel o Tijera? —preguntó él.


—Vale —dijo Paula, confiando en que no empezara a llover.


—A la de tres —dijo el hombre. Paula asintió con la cabeza. Y al unísono, dijeron—: Una, dos, tres.


Él extendió la mano boca arriba mientras que Paula sacó dos dedos e imitó el movimiento de una tijera a la vez que decía:


—La tijera corta el papel.


Él sacudió la cabeza.


—Estaba seguro de que ibas a sacar una piedra.


—Siento haberte desilusionado.


—Yo no diría que me hayas desilusionado.


El hombre abrió la puerta para ella, pero antes de cerrarla, se inclinó hacia el interior. Su expresión se había transformado y reflejaba la misma intensidad que sus ojos.


—Ya que me dejas sin transporte, puedo… ¿Puedo pedirte un favor?


—Supongo que sí —contestó Paula con cierta inquietud.


Pero el hombre sacudió la cabeza, y a la vez que hacía ademán de erguirse, dijo:


—Olvídalo. Es una locura.


 Pero Paula insistió.


—En serio, dímelo. Es lo menos que puedo hacer.


El hombre vaciló brevemente.


—Voy de camino a una cita que puede cambiarme la vida.


—¿Una entrevista de trabajo?


—En cierta forma, sí.


Paula asintió comprensiva. Era su misma situación.


—¿Qué favor querías pedirme?


Él le miró los labios.


—¿Puedo… Puedo pedirte un beso de buena suerte?


Paula dejó escapar una risita nerviosa al tiempo que sintió un hormigueo en el estómago.


—Tengo que darte puntos por originalidad. Nunca había oído nada igual.


El hombre apretó los ojos con un gesto de mortificación que ella encontró preocupantemente encantador.


—¡Qué vergüenza! Olvídalo.


Volvió a erguirse. En un segundo cerraría la puerta y el taxi arrancaría. También ella necesitaba suerte. Y qué tenía de malo dar un beso a un desconocido. En una ciudad de ocho millones de habitantes, era imposible que volvieran a coincidir. Sin pensárselo dos veces, Paula le tiró de la chaqueta y lo atrajo hacia sí. Sus labios chocaron torpemente antes de acomodarse. La presión de los de él fue firme y delicada. Lara supuso que con eso, él se incorporaría y ella seguiría su camino. Pero el hombre posó una mano en su mejilla y se la acarició con el pulgar antes de deslizar los dedos hacia su cabello. Ella cerró los ojos y suspiró.


—¿Va a entrar o qué? —preguntó el taxista, malhumorado.


Su intervención fue como un jarro de agua fría sobre la hoguera que había estallado en el interior de Paula. El hombre sonrió, azorado. Ella, que era poco dada a las demostraciones afectivas en público, sintió lo mismo.


—No, la señora ha ganado justamente —dijo él.


—Buena suerte —Paula alargó la mano para apretarle los dedos.


—Gracias —el hombre miró sus manos unidas—. Puede que ya no la necesite.


Luego cerró la puerta y alzó el pulgar al conductor. Cuando el coche arrancó, ya no sonreía. De hecho, sacudía la cabeza con la mirada en el suelo. Pero parecía más desconcertado que molesto, incluso cuando el cielo se abrió y empezó a diluviar.


Paula tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para recuperar la concentración. No era el momento de pensar en guapos desconocidos con labios sensuales. Se miró en el espejo retrovisor y vió que estaba despeinada y se le había borrado el lápiz de labios. No pudo evitar sonreír al pensar que había valido la pena. Sacó su bolsa de maquillaje y aprovechó el trayecto para retocarse. Una segunda capa de mascara contribuyó a disimular el cansancio de sus ojos. Había dormido mal por los nervios. Aquel era un gran día. Iba a saber quiénes se interponían entre ella y el lugar que le correspondía por derecho propio en la cocina del Chesterfield.

Rivales: Capítulo 1

Paula Chaves movió un centímetro hacia la derecha la ramita de albahaca que coronaba una pechuga de pollo salteada, sobre una cama de risotto y puntas de espárrago. Luego dió un paso atrás y la observó junto con la editora de la revista Home Chef.


—Sigue sin quedar bien del todo —dijo la editora.


Tampoco sabía bien, pero Paula se guardó el comentario. La comida preparada para las sesiones fotográficas siempre se cocinaba poco para que retuviera humedad, y al arroz le faltaba sal. Pero como estilista, no le correspondía juzgar.


—A mí no me gusta el plato cuadrado —dijo.


Hacía que el plato resultara asiático en lugar de italiano, pero lo había sugerido la editora y Lara sabía por experiencia que era mejor hacerle caso y que ella misma se diera cuenta de que se había equivocado. Tal y como esperaba, la mujer tardó unos segundos en acceder al cambio. Paula llamó a su asistente.


—Trae el plato redondo con el borde dorado. Y cambiemos las velas y los servilleteros —también habían sido sugeridos por la editora—. La plata resulta demasiado formal.


Cuarenta y cinco minutos más tarde, con la mesa preparada al gusto de Paula, el fotógrafo tomó las fotografías que se publicarían en la portada de la revista de la edición de octubre.


—Otra fantástica sesión —comentó la editora mientras recogían el estudio—. Debería seguir siempre tus consejos. Nadie consigue que la comida parezca tan apetitosa como tú.


Paula aceptó el cumplido con una inclinación de la cabeza. El estilismo gastronómico era su trabajo y lo hacía bien. Su obsesión por el detalle la había convertido en una afamada profesional. Quizá por eso seguía doliéndole que su padre la considerara una fracasada. «Los que saben cocinar, cocinan. Los que no, se dedican al estilismo culinario». Esas eran las palabras del legendario restaurador Luis Chesterfield. Tras pagarle los estudios en la mejor escuela de cocina del país, la había enviado dos años al extranjero para aprender técnicas de cocina en La Toscana y en el sur de Francia. Su padre había decidido que Paula seguiría sus pasos y que algún día dirigiría su emblemático restaurante de Nueva York, el restaurante al que él había dedicado cada hora de su vida desde que Lara tenía uso de razón. ¿No era lógico que hubiera desarrollado una fobia a los restaurantes y que le recriminara haber puesto su trabajo por delante de su familia? Por eso, con la arrogancia propia de los veinte años, se había rebelado… Violentamente.


Con la perspectiva que le daban sus treinta y tres años, Paula era consciente de que había llevado su oposición demasiado lejos. Había criticado públicamente a su padre y su amado restaurante, y se había casado con el único crítico de Manhattan que había osado dar una puntuación baja al Chesterfield. Su matrimonio con David Morales había durado tan poco como el aire en el suflé de un aprendiz, pero para entonces el daño estaba hecho y su padre le había retirado la palabra. Seis años más tarde, era lo bastante adulta y madura como para saber que se había perjudicado a sí misma. La mayor ironía era que había decidido dejar el estilismo y dedicarse a la cocina con el deseo añadido de ganarse el respeto de su padre. Pero cuando había acudido a él, un año atrás, su padre había roto su silencio solo para decirle que no pensaba contratarla ni siquiera como pinche. Y puesto que él no la contrató, tampoco consiguió trabajo en ninguna de las cocinas de la ciudad. Tal era la reputación de Luis Chesterfield. Pero por fin tenía la oportunidad de demostrarle que podía ser una buena chef, y Paula no iba a desperdiciarla. Salió del estudio para tomar un taxi. Tenía el tiempo justo para llegar al centro. En el cielo se arremolinaban nubes cargadas de lluvia y no tenía paraguas. Se retiró el flequillo que el peluquero había insistido en dejarle en su última sesión y alzó el brazo para llamar a un taxi. En cuanto este se detuvo, corrió hacia él y llevó la mano a la manija en el mismo momento en que lo hacía un hombre. Sus dedos se rozaron y ambos retrocedieron.


—¡Oh! —exclamó Paula, no solo por la sorpresa, sino porque el hombre era espectacularmente guapo.


Mientras que la mayoría de los que se veían en la calle a aquellas horas tenían aspecto de ejecutivos, el que tenía delante iba con unos vaqueros gastados y una cazadora impermeable. Parecía un surfista. Tenía el rostro bronceado y un cabello castaño con mechas aclaradas por el sol. Una barba incipiente le sombreaba la mandíbula y enmarcaba una relajada sonrisa que parecía contrastar con la intensidad de sus ojos grises.

Rivales: Sinopsis

Todo el mundo sabe lo que pasa si se juega con fuego…


Tres años atrás, Pedro Alfonso lo había perdido todo, pero estaba decidido a recuperar el lugar que le correspondía, empezando por conseguir la victoria en un concurso de televisión que le aseguraría un puesto como chef ejecutivo en el restaurante más selecto de Nueva York. Lo que no había previsto era que la atracción por su rival, Paula Chaves, le desbaratara los planes.


Paula había sudado el delantal para conseguir aquella oportunidad y tenía que emplearse a fondo en el concurso. ¡Pero solo podía pensar en cuánto le gustaría sacar a su adversario de la cocina y llevarlo a la cama!

jueves, 19 de octubre de 2023

Eres Para Mí: Capítulo 54

El caliente sol de la tarde se reflejó en las ondulantes aguas del mar Mediterráneo y en los embellecedores cromados del lujoso yate. Pedro vió su imagen reflejada en el cristal de la ventana de la cabina principal y se pasó ambas manos por el cabello. Así que ése era el aspecto de un multimillonario. Había trabajado toda la vida para llegar donde estaba. Habían pasado el lunes entero negociando hasta bien entrada la noche, pero por fin habían cerrado el trato. En sólo dos días, Alfonso Tech formaría parte de PSN Media, y todos los empleados conservarían su empleo o conseguirían una jubilación anticipada muy jugosa. Y él iba a convertirse en el miembro más joven de la junta directiva, con un salario, un estatus y acciones de la empresa acordes con su nueva posición. Y la Fundación Ana Alfonso ya era una realidad. La pena era que nunca se había sentido tan mal y tan perdido en su vida. Echaba a Paula y a Nicolás tanto de menos que casi le dolía físicamente. Era con Paula con quien quería estar celebrando sus logros, no con hombres bien vestidos y buen champán mientras Fernando se cercioraba de que los contratos estaban redactados correctamente antes de que él los firmara. No había tardado en darse cuenta de que se había estado engañando a sí mismo. Había esperado que Paula sacrificara su vida para sustituirla por… ¿Por una bonita casa con todo lo que pudiera desear y todo tipo de facilidades educativas para Nicolás? Y, por supuesto, ningún miembro de la familia del niño. Sus abuelos, por Internet, no podían jugar al fútbol con él ni ir a sus fiestas de cumpleaños. Había querido que ella hiciera todos los sacrificios y dejara su hogar por la bonita jaula que él le había prometido, sin que él tuviera que renunciar a nada. Ella se merecía mucho más, por mucho que él la amara. ¿Amor? Contuvo la respiración. Sí, estaba enamorado de Paula Chaves y también quería a Nicolás como si fuera hijo suyo. Horacio Alfonso le había demostrado que era posible ser el padre del hijo de otro hombre, pero jamás había creído posible experimentarlo por sí mismo. Hasta ese momento. La idea le asustó, le entusiasmó y le llenó de felicidad. Pero aún no le había dicho a Paula lo mucho que les quería y lo especial que ella era para él. Había estado a punto de hacerlo la noche que le había dado a Nicolás su San Cristóbal, pero no se había atrevido a prometer algo que no sabía si podía cumplir. Y había sido un idiota. De repente, notó que Fernando le daba un codazo disimuladamente y que Antonio Smith, el presidente de PSN Media, sentado a la mesa de cristal, alzaba el rostro con un bolígrafo en la mano. Al instante, Pedro aceptó el bolígrafo de la mano de Antonio, estampó su firma en tres sitios diferentes y dió una palmada en el hombro a su nuevo jefe.


–Lo siento, chicos, pero tengo que marcharme. Se me hace tarde para una cita.




Paula miró por el parabrisas del sólido vehículo de tracción a cuatro ruedas que sus suegros le habían regalado apenas unas horas después de que les dijera que ya estaba lista para volver a conducir, e intentó no arañar la pintura con las ramas de los arbustos que flanqueaban el camino de Mas Tournesol. Había echado tanto de menos ese camino que los dos días que se había ausentado se le habían hecho casi como dos semanas. Y volvía decidida a no perder a Pedro. Anhelaba estar con él otra vez. Oyó un ladrido familiar y aminoró la velocidad hasta parar el coche. Algunas cosas no cambiaban nunca. Simba estaba tumbado en su lugar preferido, en medio de la carretera. Movió la cola rápidamente tan pronto como la reconoció.  Ella acababa de agacharse para acariciarle la cabeza cuando un coche deportivo rojo, que conocía muy bien, apareció por el camino y, haciendo chirriar las ruedas, se detuvo en seco, muy cerca de donde Simba estaba tumbado. Pedro saltó del coche y se acercó a ella antes de quitarse las gafas de sol y mirarla como si no pudiera dar crédito a lo que estaba viendo. Los dos guardaron silencio durante unos segundos; después, él sonrió y se llevó las manos a las caderas.


–Lo siento, señora, pero Sinba no habla inglés. ¿Puedo ayudarla en algo?


Ella, con el corazón latiéndole con fuerza, le siguió la broma, aunque estaba hecha un manojo de nervios.


–Hola –dijo ella tragando saliva–. Estoy buscando Mas Tournesol. ¿Es éste el camino?


–Sí, es éste, señora…


–Chaves. Paula Chaves.


–Hola, señora Chaves.


Y ambos se sonrieron.


–¿Está Nora aquí? –preguntó ella vacilante.


–Acaba de llegar –Pedro pasó una mano por el coche de ella al acercarse–. Bonito coche.


–Un regalo de los abuelos de Nicolás –entonces la intensidad de la sonrisa de Pedro hizo que su vacilación se desvaneciera y se atrevió a dar un paso hacia él–. ¿Está todo bien?


«¿Estás bien tú?».


Pedro suspiró.


–He ido a recoger a Nora al aeropuerto. Y hemos tenido una profunda conversación. Ahora iba de camino a Barcelona para tratar de hacerte cambiar de idea.


Ella sacudió la cabeza.


–Y yo he vuelto de Barcelona para hacerte cambiar de idea a tí. Pero… No lo comprendo. ¿Qué es lo que te ha hecho recapacitar? 


–Andrés Morel abandonó a las personas más importantes de su vida sólo porque tenía miedo, tenía miedo de sentar la cabeza y de estar casado. Le asustaba asumir esa responsabilidad. Yo no voy a cometer el mismo error.


Pedro se metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un llavero con unas llaves. Entonces, se acercó unos pasos hasta detenerse a unos centímetros de ella. Paula alzó la cabeza y le miró fijamente.


–Nora ha decidido vivir en Londres y en París, y yo le he hecho una oferta que no ha podido rechazar, con la promesa de que será bien recibida siempre que quiera venir.


Pedro depositó las llaves en la palma de la mano de ella y se la cerró.


–¿Nora te ha vendido la casa?


–Ésta es la casa a la que siempre he querido volver. Si soy sincero, siempre la he llevado dentro de mí. Ahora sé que no podría vivir en ninguna otra parte.


–¿Por qué? Dímelo.


–Porque tú estás aquí.


Pedro le puso las manos en el rostro, sus largos dedos le acariciaron la piel, sus profundos ojos castaños se clavaron en los suyos. Ella sintió el calor del aliento de Pedro mientras, con voz temblorosa y en tono bajo, le susurraba palabras que anhelaba oír:


–Te necesito, Paula. Te amo y quiero a Nicoás como si fuera mi propio hijo. Yo puedo trabajar en cualquier parte. Puedo ir a donde quiera. Y si me quieres, estaré encantado de hacer de este lugar mi hogar. No tienes más que decirlo. ¿Vas a darnos una oportunidad?


Ella apretó los labios contra los de él.


–Sí, claro que sí. Nunca pensé que volvería a sentir esto, Pedro. Te amo. Te amo y quiero compartir mi vida contigo. Estos días me has hecho feliz.


La amplia sonrisa de él la llenó de felicidad.


–Todo esto es nuevo para mí, Paula. No quiero perderte. Ni a Nicolás.


Pedro apoyó la frente en la de ella. 


–Tengo un puesto de trabajo nuevo. Aún tendré que viajar de vez en cuando, pero haré lo posible porque mis viajes sean en fines de semana y durante las vacaciones de Nico con el fin de que podamos ir los tres juntos.


Pedro se interrumpió un momento y, entusiasmado, añadió con voz temblorosa:


–¿Te imaginas a Nico en la selva o buceando en la Gran Barrera de Coral? ¿O viendo canguros por primera vez en su vida? ¡Quiero tenerlos a los dos conmigo!


Ella se echó a reír y le sonrió traviesamente, loca de emoción.


–¡Nicolás y canguros! Puede que tengas que comprar una granja más grande para que quepan todos sus animales.


–Entonces, quédate conmigo, Paula, y haz que mi casa vuelva a ser un hogar. Podríamos dar una fiesta para celebrarlo. Empezando hoy.






FIN

Eres Para Mí: Capítulo 53

 –Son demasiados cambios y todo demasiado rápido. ¡Y ha sido un día sumamente ajetreado!


–No tienes que tomar una decisión en este momento. Pero… ¿Me prometes que lo pensarás? Mañana tengo que marcharme, tengo una reunión, pero volveré para cuando venga Nora. ¿Podríamos hablar de esto otra vez dentro de unos días? ¿Sí? En ese caso, buenas noches, cielo. Buenas noches.


Pedro bajó el rostro y la besó con todo el amor y la devoción de que era capaz, con todo su corazón. 



Paula cerró la maleta de Nicolás. Había llegado el momento de dejar atrás el pasado. Había llegado el momento de hacer las paces con los padres de Cristian. Naturalmente, aún sufrían y siempre sufrirían. Habían perdido a su único hijo. A ella se le encogió el corazón al pensar en perder a su pequeño, era demasiado horrible. Cristian vivía a través de Nicolás y el niño debía pasar algún tiempo con sus abuelos y, a través de ellos, conocer a su padre, el joven inteligente y muy humano del que ella se enamoró. Pedro tenía razón. El matrimonio Martínez quería a Nicolás y ella sabía que el niño no podría estar mejor que con sus abuelos. Era ella quien tenía que aceptar que lo único que les interesaba era el bienestar de Nicolás. Y ella lo respetaba. Ahora, sólo le quedaba hacer que confiaran en ella. Tenía que demostrarles que era la mejor madre que el niño pudiera tener. Simba ladró, llamando así a Bobby, debajo de la ventana del dormitorio de Nicolás, y ella se asomó y vió los macizos con flores que constituían el pequeño mundo que había creado para su hijo y para sí misma. ¿Era una cobarde por no querer abandonar la seguridad que tanto le había costado levantar alrededor de su hijo y de ella misma?  En unos días, Nora iría allí a celebrar su cumpleaños. Pedro le había prometido quedarse en Francia para verla. Entonces, ella tendría que enfrentarlo  y darle una respuesta. ¿Podía hacerlo? ¿Podía ignorar que pasaba cada segundo del día pensando en él, preocupada por él, preguntándose qué y dónde estaría? Porque una vez que él se sincerara con Nora e hiciera las paces con ella, nada le retendría en aquel pequeño pueblo francés lleno de dolorosos recuerdos. Unos ladridos resonaron por la escalera y sonrió, respiró hondo, se echó una bolsa al hombro y agarró la pequeña maleta. A pesar de lo preocupada y angustiada que estaba por su futuro, tenía que intentar disimular por Nicolás. Al fin y al cabo, iban a pasar varias horas juntos en el tren. Ella dejó el equipaje en el vestíbulo, fue a la cocina y, al llegar a la puerta de fuera, cruzó los brazos con gesto normal. El niño estaba sentado de espaldas a la mesa de piedra, casi sin mirar a Simba ni a Bobby, que jugaban bajo la luz del sol matutino. Los perros eran adorables y ella sabía que, en cualquier otro momento, Nicolás habría estado jugando con ellos y revolcándose por el suelo. Nicolás tenía algo en las manos. Al acercarse a él, le besó en la cabeza y, cuando su hijo se volvió, vió lo que tenía en las manos. Y casi se deshizo. «Echa de menos a Pedro. Lo mismo que yo». ¿No debería haber aceptado la oferta de Pedro en el momento? ¿Tanto por el bien de Nicolás como por el suyo? ¿No podrían encontrar la forma de ser felices en Sídney? No. Ella lo había intentado en Barcelona y no lo había conseguido. Tenía que estar segura.


–Hola, cielo. ¿Listo para ir a ver al abuelo y a la abuela en España? La tía Sabrina va a venir con su coche en cualquier momento para llevarnos a la estación. No queremos perder el tren, ¿Verdad?


Nicolás se sorbió la nariz y el labio inferior le tembló.


–No quiero ir, quiero quedarme aquí.


Ella se sentó al lado de su hijo, en el suelo del patio, tiró de él hacia sí, le puso un brazo sobre los hombros y lo abrazó. Ser el hombre de la casa a los seis años era muy duro. 


–Sabes que Pedro tenía que trabajar. Pero… ¿Qué es esto? – le preguntó ella a su hijo, mirando la cadena y la medalla que el niño tenía en las manos–. ¿Te dió eso Pedro ayer, cuando fue a despedirse de tí?


Nicolás asintió un par de veces. Después, vaciló durante unos instantes antes de decir de corrido:


–Me dijo que su abuela le dio esta medalla cuando él tuvo que marcharse al país donde viven los canguros. Le libró de los peligros cuando tenía miedo, pero ya no la necesita.


Su hijo agrandó los ojos y la miró con todo el cariño del mundo, y ella tuvo que hacer un esfuerzo por no echarse a llorar.


–Anoche me asusté de lo oscuro que estaba y tenía la linterna abajo, pero cuando toqué la medalla me sentí mejor. Ya no estaba asustado. ¿La puedo llevar siempre colgando, mamá?


–Claro que puedes. Dámela, deja que te la ponga y te abroche la cadena. Pedro ha sido muy bueno dándote esto, ¿No? ¡Ahora ya puedes enfrentarte a cualquier cosa! A taxis, a  trenes y a tus primos españoles.


Abrazó a Nicolás antes de volver a enderezarse.


–Los abuelos están deseando verte. Llevan desde Navidades sin estar contigo. Y ya dices muchas cosas en español, les vas a dejar atónitos.


–Me da un poco de miedo no estar contigo, mamá.


«Y a mí también».


–¿Y si Simba se olvida de mí?


–¡Eh! ¿Se te ha olvidado la cámara mágica para el ordenador que te dió ayer Pedro? Tú te llevas una para el abuelo, para que así yo pueda verte y hablar contigo en el ordenador del abuelo, y Simba también te podrá ver, todos los días. Te lo prometo. ¿De acuerdo? Además, sólo van a ser dos semanas. Y después, el resto del verano para divertirnos juntos. ¿No es estupendo? Podríamos invitar a los abuelos para que vengan aquí a pasar unos días con nosotros, ¿Qué te parece? Podrías enseñarles tu habitación, y el colegio, y todo lo demás. ¿Te parece bien?


El niño se quedó pensativo un momento; después, asintió enérgicamente.


–Entonces, en marcha. 

Eres Para Mí: Capítulo 52

 –Porque no quería estropear nuestra velada. Nunca tienes tiempo para tí, Paula. Te mereces unas horas de diversión.


–¡No lo comprendes! Esta casa no es sólo mi trabajo, me encanta vivir aquí.


Paula miró en torno suyo frenéticamente y alzó una mano, indicando con ella la acuarela que había pintado del jardín y los dibujos de Nicolás que colgaban de la puerta del frigorífico.


–Éste es el único hogar que Nico y yo hemos tenido. Estos muros son como rocas. Necesito esto, Pedro. Necesito esta casa. Y Nico también.


Ella cerró los ojos y añadió:


–Ojalá el nuevo dueño necesite un ama de llaves. Nora me recomendará, de eso estoy segura. Cabe esa posibilidad, ¿No?


Pedro se levantó, rodeó la mesa, la abrazó y la consoló con sus palabras.


–Hay otra posibilidad. Verás, quiero que Nico y tú vengan conmigo. Sé que funcionará, Paula.


Las palabras de él la dejaron perpleja. Dió un paso atrás, sobrecogida por la confusión, el entusiasmo y el terror que sentía.


–¿Te refieres a ir contigo a Montpellier mañana o… A Sídney?


–A Sídney, por supuesto –respondió Pedro–. Ya sé que mi ático no es tan emocionante como una granja sin electricidad ni picnics en un establo en mitad de la noche, pero creo que os gustará –sonrió traviesamente–. Estar con Nico y contigo estos días me ha hecho ver lo que falta en mi vida. Podemos formar una familia, Paula.


El entusiasmo con que hablaba estaba lleno de energía, fuerza y vitalidad. Pedro le acarició el rostro y la sonrisa de él le llegó al alma, lo que le hizo aún más difícil apartarse de él y acercarse a la puerta, que estaba abierta. Necesitaba despejarse la cabeza. Y lo antes posible. Pedro la siguió, le rodeó la cintura con los brazos y ambos contemplaron el jardín a la luz de la luna, el jardín en el que sólo unas horas antes habían estado bailando.


–Ven a Australia conmigo. Sé mi amor.


Ella se dió la vuelta, en el círculo de los brazos de Pedro, le miró fijamente a los ojos, hizo acopio de valor y dijo: 


–Te deseo toda la suerte del mundo, Pedro, pero no puedo ir a Sídney contigo. Mi hogar está aquí, en este pequeño pueblo de Languedoc, no en una ciudad.


El rostro de él mostró confusión.


–Sé que esto ha sido muy súbito, pero puedes estar segura de que ni a Nico ni a tí les faltaría nada. Él tendría una educación excelente y tú podrías tener profesores de canto y comenzar a dar recitales donde quisieras. En unos pocos años podrías ser famosa. Sería maravilloso.


Ella sonrió, a pesar de las lágrimas.


–Sé que tu intención es buena y que me estás ofreciendo lo mejor que el dinero puede comprar. Pero necesitamos cosas más difíciles de encontrar en la ciudad.


–¿A qué cosas te refieres?


Ella se mordió los labios. Pedro había idealizado lo que sería su vida, juntos, en la ciudad. Lo mismo les había ocurrido a los padres de Cristian, y ahora comprendía que ellos lo habían hecho por cariño; pero la vida de la ciudad, en Barcelona, casi la había destruido.


–A la paz, la tranquilidad, la calma… A un jardín al que salgo a recoger fruta. A un lugar por el que Nico puede pasarse el día correteando. Un lugar seguro, un lugar en el que sus abuelos están cerca. Y, por supuesto, a su perro. Y a otra cosa aún más importante.


Ella le lanzó una penetrante mirada antes de añadir:


–¿Podrías entregarte a tí mismo, Pedro? ¿Podrías darnos tu tiempo, tu cariño y tu corazón? Nico necesita gente, no posesiones ni dinero. Y yo te necesito a tí. ¿Puedes anteponernos a todo lo demás? Porque, de no ser así, cometerías el mismo error que Horacio Alfonso cometió cuando murió tu madre.


Pedro apretó los labios y juntó las cejas, pero le permitió que continuara sin interrumpirle.


–¿Cómo te sentiste cuando te sacaron de aquí y te llevaron a un país extraño y lejano? ¿Lo entiendes ahora? De irme contigo, le haría a Nico lo mismo que te hizo a tí tu padre. Y eso no es justo para Nicolás.


Pedro le acarició la cabeza y luego la mejilla.


–He escuchado atentamente lo que me has dicho, Paula, pero… ¿Tan terrible te parece vivir en Sídney conmigo? Compraré una casa con jardín para Nicolás y puede tener tantos perros como quiera, y en la playa. Mi vida allí es buena y sería maravilloso compartirla con los dos.


Eres Para Mí: Capítulo 51

El rugido del poderoso motor del coche retumbó en la silenciosa cocina. El bonito coche deportivo rojo cruzó la hierba para acercarse al patio; desgraciadamente, tiró unos tiestos a su paso. Ella salió al jardín corriendo mientras Pedro daba la vuelta al coche para iluminar las puertas del establo, que estaban cerradas, con los faros. Trató de mover el picaporte, pero éste se había quedado atascado. Los ojos se le llenaron de lágrimas de frustración mientras luchaba contra el viento y el picaporte, aterrorizada de lo que pudiera encontrar dentro del establo. Él apareció a su lado y, entre ambos, lograron abrir la puerta por fin. Nicolás estaba sentado en un viejo sillón envuelto en el edredón de su madre, tenía un brazo alrededor de su perro y leía un cuento a la luz de la linterna. A su lado había una botella de zumo y un paquete de galletas vacío.


–Hola, mamá. Estábamos de picnic. La linterna de Pedro es estupenda. ¿Me vas a leer un cuento?


Ella se apoyó en la mesa de la cocina y cerró sus cansados ojos. Habían pasado tantas cosas desde que dejara a Nicolás con Rosa que era como si hubieran transcurrido días en vez de horas. Unas horas maravillosas a solas con Pedro en las que habían cenado y habían ido a un concierto. Sintió una punzada de dolor al pensar en lo que podía haberle ocurrido a Nicolás de haber pasado solo toda la noche. En cierto modo, se sentía orgullosa de que su pequeño hubiera sido lo suficientemente valiente para salir con aquel viento frío por estar con su perro, pero el miedo que había sentido al ver la cama de su hijo vacía había sido sobrecogedor. Se dejó caer en una silla de la cocina, alzó las piernas y se las abrazó, sin importarle las arrugas en su mejor vestido. Sólo había salido unas horas… ¡Y lo que había pasado! Pero de una cosa estaba segura: no iba a ser tan egoísta como para volver a anteponer sus intereses a los de Nicolás. Había sido decisión suya quedarse hasta más tarde de lo que había pensado, y Rosa la había animado, pero sus decisiones tenían consecuencias. Nicolás la necesitaba, tenía que cuidar de él. Y aquella noche… Le había fallado.  Durante unas horas, se había sentido como si volviera a su antigua vida, pero le había costado muy caro. El instinto no le había engañado, no podía compaginar ser madre con ser concertista. No eran compatibles. En ese momento, Pedro apareció en la cocina, la levantó de la silla y la rodeó con los brazos.


–Nicolás está profundamente dormido. ¡Vaya día que ha tenido el chico! Igual que su madre.


Ella se quedó mirando los encantadores ojos de Pedro e intentó sonreír. Al instante, él pareció notar su angustia y la estrechó contra sí.


–Sé que estabas asustada. Pero Nico está bien, está bien.


–Lo sé. No se trata de Nico, sino de mí. Esta vez, quien tenía miedo era yo.


Pedro le dió un apretón antes de soltarla, llevarla a la silla y hacer que se sentara otra vez. Después, se sentó frente a ella.


–No debes culparte –dijo Pedro en voz baja–. Los chicos hacen travesuras, es normal. Pero no te preocupes, he hablado con él y me ha prometido no volver a darles a tí ni a la niñera un susto semejante.


La sonrisa de Pedro la hizo sonreír a ella también.


–Gracias. Pero no puedo evitar pensar que debería haberlo visto venir. Nicolás sabe que sus abuelos le quieren, pero estar fuera de casa por dos semanas es mucho para un niño de seis años.


–¿Y cuando se tienen veintiocho? –Pedro hizo una pausa, le tomó las dos manos y la miró fijamente–. He hablado con Nora esta tarde, va a venir el martes, ya tiene los billetes. Y me ha dicho otra cosa, algo muy importante. Está pensando en vender la casa y empezar una nueva vida. Y eso significa un nuevo comienzo para Nico y para tí, Paula.


A Paula le subió la sangre a la cabeza. Trató de asimilar el significado de las palabras de Pedro al tiempo que intentaba rechazarlas mientras el terror se apoderaba de ella.


–No es posible que Nora venda la casa. Me dijo que le encantaba esto.


Ella apartó las manos de las de Pedro y, mirándole, sacudió la cabeza.


–Espera un momento. ¿Has dicho que has hablado con Nora esta tarde? ¡Tú lo sabías! ¡Mientras cenábamos, tú ya sabías lo que ella tenía pensado! ¿Cómo no me has dicho nada, Pedro? ¿Cómo no me has dicho que estoy a punto de perder mi hogar? 

Eres Para Mí: Capítulo 50

Paula sonrió, con lágrimas en los ojos y un nudo en la garganta. Pedro entrelazó los dedos con los de ella, dándole fuerza, mientras ella trataba de controlar la intensidad de lo que sentía por él. Como respuesta, asintió y susurró:


–Sí.


Pedro le dió un beso en la frente y Paula, por fin, reconoció que se estaba enamorando de Pedro Alfonso. Lo que era una locura. En apenas unos días, Nora y su fiesta de cumpleaños serían historia, Nicolás estaría en España con sus abuelos y Pedro en algún lugar a miles de kilómetros, pero no ahí, en el pueblo en el que se crió. Lo que significaba que salir con él aquella noche era también una locura.


–Rosa, ¿Aún estás despierta? –preguntó Paula en voz baja por miedo de despertar a Nicolás y asomándose al cuarto de estar.


Sonriendo por el recuerdo, aún vivo, de una velada musical memorable, Paula sonrió traviesamente cuando Rosa, que salía de la cocina, entró.


–Paula, ¿Ya estás aquí? ¿Has visto a Nicolás?


–¿A Nicolás? –repitió Paula alarmada.


Algo en el tono de Rosa hizo que un escalofrío le recorriera el cuerpo, pero decidió ignorar su reacción.


–¿Todavía está viendo dibujos animados? No te preocupes, yo conseguiré acostarle.


–Nicolás no está viendo dibujos animados, Paula. No está en la cama tampoco. Creo que ha salido a buscar a ese perro suyo –Rosa la agarró por el brazo–. Lo siento, creo que ha sido culpa mía.


¿A las dos de la mañana? Aquellas palabras fueron como un jarro de agua fría. Agarró a su amiga por los hombros y la obligó a mirarla a los ojos. Las dos estaban temblando.


–¿Cuándo le has visto por última vez? –preguntó Paula. 


–A la una pasé por su habitación y estaba profundamente dormido – Rosa bajó la cabeza–. Volví a bajar, me puse a leer el periódico y me quedé dormida.


Rosa volvió a alzar la cabeza, miró a Paula con los ojos llenos de lágrimas y añadió:


–Lo siento, Paula.


Ella corrió escaleras arriba y encendió la luz de la habitación de Nicolás. Las puertas del armario estaban abiertas, pero sus botas y la chaqueta no estaban, ni tampoco la linterna que Pedro le había regalado. Paula bajó corriendo al vestíbulo, se puso un impermeable y las botas que utilizaba cuando trabajaba en el jardín, abrió la puerta y se encontró en los brazos de Pedro.


–Eh, ¿Qué pasa? –le preguntó Pedro, sujetándola.


–Se trata de Nicolás. No está. 


«¡Nicolás!». Si algo le había pasado al pequeño, no sabía qué haría. Y si así se sentía un padre, era algo aterrador. Pedro estrechó a Paula contra sí. El temblor de su frágil cuerpo le obligó a tomar decisiones antes de que ella se viera presa del pánico.


–No habrá llegado muy lejos, ten en cuenta que es de noche.


Se volvió a Rosa, que había empezado a sollozar.


–Rosa, por favor, intenta recordar. ¿Dijo Nico algo que te hiciera sospechar que quería salir fuera?


–Me dijo que Simba estaba en el establo, que el viento aullaba y que tenía miedo de no poderse dormir sin su perro. Yo le contesté que estaba bien en el establo y que esperara a mañana para verlo. Me pareció que se había conformado…


Pedro besó a Paula en la cabeza, el beso resonó en el silencioso vestíbulo.


–¿El establo? Es un buen sitio para empezar la búsqueda. ¿Se ha llevado la linterna?


Pedro soltó a Paula mientras ella asentía.


–Paula, ven conmigo –dijo él mientras iban a la cocina y le pasaba la linterna pequeña a Paula–. Rosa, ¿Por qué no preparas un chocolate caliente? Volveremos lo antes posible.


Pedro se volvió de cara a Paula, la agarró por los brazos y la hizo concentrarse en sus palabras.


–Vamos a necesitar más luz, Paula. Tú empieza por el establo mientras yo voy a por el coche –y tras un beso en los labios de ella, salió fuera.


–Me gusta –susurró Rosa con voz ahogada–. Ana se habría sentido orgullosa de su hijo.


–Sí, a mí también me gusta –contestó Paula–, pero no sé qué hacer al respecto.


–Ya se te ocurrirá algo. Ahora, ve a buscar a Nicolás. Las pilas de la linterna no le van a durar toda la noche y se va a asustar. 

Eres Para Mí: Capítulo 49

La madre de Pedro había fallecido en aquella casa, la casa que ella limpiaba, en la que cocinaba y en la que criaba a su hijo. ¿Cómo no iba él a sentir emociones contradictorias? Y Nora era su madrastra y, para ella, Mas Tournesol era una casa de vacaciones, un lugar en el que dar fiestas en verano. Paula parpadeó. ¡No! Al darse cuenta, alzó los brazos, le rodeó el cuello a Pedro y le acarició la cabeza. Nora iba a celebrar su cumpleaños allí unos días después del aniversario de la muerte de la madre de él. «Oh, Nora. ¿Te das cuenta de lo importantes que para Pedro son estas fechas?». Se puso de puntillas y le besó. Pero sabía que no era suficiente.


–Hoy, por fin, he descubierto quién es Andrés Morel. Resulta que mis sospechas eran ciertas. Abandonó a mi madre, pero no del modo como yo suponía.


–Oh, Pedro… –murmuró ella tomándole las manos.


–Andrés tenía diecinueve años cuando le pidió a mi madre que se casara con él. Al parecer, unos días antes de la boda les dijo a sus padres que le daba miedo casarse, que no quería hacerlo. No estaba preparado para sentar la cabeza, ser un marido y trabajar en el banco como su propio padre.


Pedro la miró y aventuró una valiente sonrisa.


–Y mi madre le dejó partir. No quería que se sintiera atrapado. Le quería lo suficiente para dejar que la abandonara y se fuera a ver el mundo sin ella. 


–Debió de ser una mujer excepcional –murmuró Paula–. ¿Y qué hay de Horacio Alfonso? ¿Cómo le conoció?


–Horacio era el jefe de Andrés y amigo de él y de mi madre, iba a ser el padrino. La familia Morel sospechaba que estaba enamorado de mi madre, lo que nadie sabía era que la quería tanto como para ofrecerle el matrimonio cuando se enteró de que estaba embarazada. ¿Sabes qué es lo más raro de todo esto? Para la familia Morel, se trató de un amor de la adolescencia y mi madre se enamoró de Horacio Alfonso cuando Andrés la dejó. Mi madre nunca le habló a Andrés de mí.


–Así que él no sabe que tiene un hijo. ¿Qué vas a hacer?


Pedro miró sus manos entrelazadas.


–Podría averiguar la dirección de Andrés y su familia en Canadá y llamar por teléfono, pero no voy a hacerlo. Yo ya tengo un padre y resulta que es un padre extraordinario. Uno de estos días puede incluso que se lo diga en persona.


–Qué alegría, Pedro. Tu padre te quiere, aunque seas el hijo natural de otro.


Ella alzó las manos y le acarició el cuello una vez más, alrededor de la cadena que Pedro llevaba. Entonces, con curiosidad, tiró de la cadena y le sacó una medalla de San Cristóbal. La acarició en silencio, esperando a que él hablara. 


–La última vez que estuve aquí fue con mi abuela materna. Fue ella quien me dió esta cadena y la medalla, me la colgó al cuello y me dijo que me mantendría a salvo hasta que volviera. Desde entonces, siempre la he llevado conmigo. Supongo que parecerá algo anticuado, pero significa mucho para mí.


Pedro la miró y esbozó una sonrisa ladeada.


–Las mujeres que ha habido en mi vida han tenido siempre la mala costumbre de tener razón. Supongo que será mejor que me acostumbre a ello –añadió Pedro.


A Paula le dió un vuelco el corazón.


–¿Qué quieres decir, Pedro? ¿Que soy parte de tu vida?


La sonrisa de él se agrandó y se volvió ligeramente para agarrarle una mano. Ella suspiró, satisfecha, y miró en torno suyo. Era un cementerio pequeño y bonito.


–Hacía dieciocho años que no pasaba por aquí. Y te he elegido a tí para compartir este momento. ¿Contesta eso a tu pregunta, Paula?

martes, 17 de octubre de 2023

Eres Para Mí: Capítulo 48

Y mientras Pedro le besaba la sien y la garganta, sintió su barba incipiente. Cada beso le dejó una deliciosa y lánguida sensación. Él era totalmente intoxicante. La ternura y exquisita delicadeza de cada uno de los besos de él era mucho más de lo que había imaginado posible viniendo de Pedro. Más cariñoso. Más amoroso. Sí, amoroso. Eran los besos de un amante. De su amante. Y le pareció algo completamente natural. Por eso fue por lo que hizo algo que, hasta hacía un par de días, no había creído posible que volvería a hacer. Se abrazó al cuello de Pedro y alzó la cabeza hacia él. Y con los ojos cerrados, Paula le besó en la boca. Durante un momento, Pedro se quedó muy quieto y ella, con miedo, contuvo la respiración, temerosa de haber cometido un terrible error. Hasta ese momento, era él quien la había besado. Aquello lo cambiaba todo. ¿Y si había malinterpretado todo lo que Pedro le había dicho? ¿Y si a él sólo le interesaba llevar la voz cantante, no compartir? Por fin, se atrevió a abrir los ojos y se encontró con una amplia sonrisa. Al instante, la sonrisa se desvaneció y Pedro la besó con ardor y pasión, disipando cualquier duda que ella hubiera podido albergar de lo mucho que la deseaba, tanto como ella necesitaba su pasión. Ella lanzó un suspiro de alivio y ocultó el rostro en el cuello de Pedro. Él le acarició la espalda mientras le besaba las cejas y la cabeza. Besos naturales y tiernos, besos que había esperado toda la vida. Fue él quien rompió el silencio.


–Y ahora, ¿Vas a confiar en mí? –preguntó Pedro con voz ronca.


–Es posible. Te estás refiriendo al baile, ¿No?


La cálida risa de él le llenó el corazón de alegría.


–Por supuesto. Aunque tengo que pedirte una cosa. Verás, tengo una cita con una dama muy especial a quien no he ido a visitar en dieciocho años. Me gustaría presentártela. ¿Te importa que, de camino, pasemos a saludarle?



Pedro Alfonso se quedó en silencio al pie de la tumba del pequeño cementerio del pueblo y, con calma, depositó en ella un ramo de rosas blancas de Mas Tournesol, las rosas preferidas de su madre. Dió un paso atrás, rodeó la cintura de Ella con un brazo y luego leyó las palabras esculpidas en el granito de la tumba: "Ana Zolezzi Alfonso. Querida hija, esposa y madre". Cerró los ojos unos segundos y pensó en la foto encima de la chimenea del cuarto de estar de la casa que había sido su hogar. Pensó en aquella encantadora mujer sonriéndole, sin que nada les hubiera preparado para el sufrimiento y el dolor que su muerte les había causado. Su padre había pasado seis meses de agonía antes de hacer el equipaje y emigrar a Australia, abandonando aquel hermoso pueblo en Languedoc donde Helene había formado su hogar, arrastrándole a él consigo.


–Mi padre eligió la inscripción. Dijo que no había palabras para describir lo maravillosa que mi madre había sido. Y tenía razón. ¿Cómo se puede describir con palabras la alegría y la energía de una mujer tan inteligente, divertida y creativa como era mi madre? Es imposible. Lo único que se puede hacer es recordarla tal y como era y venerar su recuerdo.


–Oh, Pedro… Lo siento.


Pedro suspiró cuando Paula le abrazó y apoyó la cabeza en su pecho.


–¿Cómo ocurrió? –preguntó ella tras un prolongado silencio.


–Un tumor cerebral. Le empezaron a dar dolores de cabeza, pero ella lo achacó al sol y al vino con la comida –Pedro tragó saliva–. Nunca se quejó. Un día, un sábado por la mañana, mi padre entró del jardín a la casa y la encontró tirada en el suelo de la cocina, como con un ataque.


Pedro alzó la cabeza y se quedó contemplando los árboles.


–Nunca se me olvidará aquel día –continuó él–. Yo estaba en casa de mi abuela y nos íbamos a reunir todos para almorzar. Era un precioso día de primavera. Pero cuando llegamos al Mas, nos encontramos con una ambulancia en la puerta.


Pedro no se atrevió a mirarla.


–Al principio, creían que se trataba de un infarto. Mi madre aún podía hablar, andar y fingir que estaba bien, pero los ataques se hicieron más frecuentes. Al final, resultó que los médicos no pudieron hacer nada por ella. Mi madre pidió que la sacaran del hospital, quiso pasar sus últimos días en casa, en el lugar que quería más que cualquier otro. 


Ella tomó aire.


–El Mas. ¿Murió...?


Pedro asintió. 


–Le preparamos un dormitorio aquí abajo, al lado de la cocina, donde ahora está el cuarto de estar. Hoy es el aniversario de su muerte, dieciocho años atrás. Mi padre y yo estábamos con ella. Mi madre estaba mirando por la ventana, a sus rosas, sonriendo; yo salí corriendo al jardín, arranqué una rosa blanca y, cuando volví para dársela, había muerto.


Las lágrimas le corrieron por las mejillas. Ella se volvió y le abrazó hasta que, por fin, se calmó.


Eres Para Mí: Capítulo 47

 –Gracias. Es nuevo –entonces, Paula movió la cabeza de lado a lado mientras balanceaba el cuerpo al son de la música–. Se te ve contento. ¿Vas a contarme lo que has hecho y adónde has ido hoy? Sabes que, tarde o temprano, haré que me lo cuentes, ¿Verdad?


El alegre y juguetón tono de voz de ella era contagioso, y él no tuvo más remedio que reír.


–Luego, más tarde. Dime, ¿Dónde está el hombre de la casa? – preguntó Pedro–. Te he traído unos regalos. Espero que a Nicolás le gusten.


Pedro le ofreció una bolsa de plástico con el nombre de una tienda de aparatos de electrónica. Ella miró en el interior de la bolsa y luego a él. Su expresión mostraba incomprensión.


–Te lo agradezco, pero… ¿Qué son webcams? –preguntó Paula después de leer lo que ponía en una de las cajas que había en la bolsa.


Pedro sacudió la cabeza.


–Nicolás me dijo que la semana que viene iba a ir con sus abuelos, así que he pensado que esto te puede resultar útil. Se trata de una cámara de vídeo que se conecta al ordenador. Si los dos tenéis cámara de vídeo, podrán hablar y verse siempre que quieran. ¿Quieres que la conecte mañana por la mañana a tu ordenador?


–Sí, será lo mejor –respondió Paula mientras leía la información en la caja–. ¡Cielos! ¿Voy a poder hablar y ver a Nicolás en el ordenador cuando quiera? Es el mejor regalo que me han hecho nunca. Gracias, es maravilloso. ¡Ya verás cuando Nico se entere! Vas a ser como un Dios para él.


Pedro se echó a reír y, al tiempo, se sacó del bolsillo de la chaqueta una orquídea en un brazalete.


–No me lo digas, estoy hecho a la antigua usanza. Pero espero que te guste. Y perdona que esté un poco aplastada.


Ella contuvo la respiración mientras contemplaba la orquídea como si se tratara de un objeto extraterrestre.


–No te gusta –dijo Pedro sintiéndose hundido.


–No, no, no es eso en absoluto –respondió Paula con una sonrisa–. Es que… Hace mucho tiempo que no recibo flores de un hombre. Hasta este momento, no me había dado cuenta de lo mucho que lo he echado de menos. Gracias, me encanta. 


Rápidamente, se colocó la orquídea en la muñeca y extendió el brazo para mirarse.


–Perfecto.


–Estoy de acuerdo contigo –dijo Pedro, pero con los ojos fijos en el rostro de ella–. ¿Está Nicolás en casa?


–El señor de la casa está de fiesta con sus compañeros de colegio donde Sabrina. Al parecer, la semana que viene cumplen años dos compañeros suyos.


Ella sonrió traviesamente y añadió:


–Rosa se encargará de traerle a casa después de la fiesta. Por cierto, le he dicho que puede que volvamos algo tarde.


–Bien hecho.


Entonces, al empezar a oírse una nueva canción por los altavoces del equipo de música, Seb no pudo evitar rodearle la cintura con un brazo y dijo:


–¿Me hace el honor de concederme este baile, señorita? 


Ella sintió el calor de la sonriente mirada de Pedro, claramente decidido a que bailaran. Ese hombre estaba irresistible. En cuestión de segundos, estaban bailando en el patio bajo la luz de la luna. Se sentía viva cuando estaba tan cerca de él. De repente, el jardín le pareció un lugar mágico. No podía resistirse a él.


–Y ahora, déjate llevar, Paula. ¿Puedes confiar en mí?


Ella cerró los ojos e intentó calmar los latidos de su corazón. La cabeza le daba vueltas mientras sentía el cuerpo de Pedro pegado al suyo, mientras respiraba su aroma viril y se veía rodeada de la fuerza de él. Sabía que Pedro se había referido a algo más que a depositar su confianza en él como bailarín… Y sintió miedo. Nunca se había dejado llevar por otra persona. De hecho, cuanto más lo pensaba, más cuenta se daba de que siempre había hecho lo que había querido. Sintió el cálido aliento de Pedro en el rostro mientras él, con paciencia, esperaba su respuesta. Una respuesta que decidiría qué iban a hacer respecto a su relación a partir de ese momento. No, no se trataba sólo de aquella noche. Le estaba pidiendo que confiara en él, que le confiara su corazón. ¿Le estaba pidiendo también que dejara en sus manos su futuro y sus sueños?


–Yo… No sé si podré –susurró Paula, el corazón le latía con tal fuerza que estaba segura de que Pedro podía oírlo, pero no se atrevió a abrir los ojos. Sería demasiado.


–En ese caso, quizá pueda convencerte.


Sintió la mano de Pedro en la barbilla y, aunque seguía con los ojos cerrados, sintió hasta el más mínimo movimiento del cuerpo de Pedro cuando éste le puso la nariz en la mejilla, su aliento caliente y rápido, al mismo ritmo que los latidos de su propio corazón. La boca de él le acarició el labio superior y suspiró de placer al sentir la mano de él en la nunca, acariciándosela, sujetándosela. 

Eres Para Mí: Capítulo 46

Pedro apagó el motor del coche, apoyó la cabeza en el reposacabezas del asiento y cerró los ojos.  Estaba agotado, tanto física como mentalmente. Después de los traumáticos acontecimientos del día anterior, le había resultado difícil dormir. Por fin, harto de dar vueltas en la cama y de pensar en Paula, se había levantado y había examinado su correo electrónico, que le había llevado mucho tiempo debido a la más lenta conexión a Internet. Tenía mucho trabajo y pasarse el día recorriendo el Languedoc en el coche visitando familias que se apellidaban Morel era un lujo que apenas podía permitirse. Sin embargo, descubrir en esos momentos quién era su verdadero padre le parecía más importante que nunca. Oír la confesión de Paula la noche anterior respecto a su pasado le había hecho recapacitar sobre el suyo propio. Y ahora, después de un día de pesquisas, sabía lo que había ocurrido. Y por qué. Y cuándo. Estaba deseando compartir el resultado de su investigación con Paula. No había otra persona a quien quisiera decírselo. Se había establecido un lazo de unión entre los dos que no iba a romperse tras su regreso a Sídney. La noticia podía esperar. Su problema. Su pasado. Pero iba a esperar hasta el día siguiente a darle la noticia. Ella se merecía una noche de felicidad antes de enfrentarse a la dura realidad. Le había prometido a Paula Chaves una cita. ¡Y había llegado el momento de descubrir si ella estaba dispuesta a dejarse mimar!


Pedro dobló una esquina de la casa en el momento en que el sol comenzaba a ocultarse detrás de los árboles. Oyó el canto de un ruiseñor y una melodía al piano. Ella estaba tocando el piano del cuarto de estar con los ojos cerrados. Tarareaba al mismo tiempo. El canto era tan dulce y contenía tanta ternura que él se detuvo y, muy quieto, se quedó escuchando la hermosa voz de Paula. Era una escena mágica y se dejó llevar de la belleza del momento. Ella llevaba un vestido azul sin mangas del mismo color que sus ojos, azul pálido como el color del cielo de una mañana primaveral. Mientras la contemplaba, notó cómo le hervía la sangre y el pulso se le aceleraba. Ella estaba deslumbrante. Ésa era la Paula que había dominado sus pensamientos desde el momento de salir de la casa aquella mañana después de pasar una hora en el ordenador con Nicolás enseñándole todos los lugares del mundo en el que sus proyectos de beneficencia estaban dando resultados. Respiró el dulce aire del jardín. Sin saber cómo, esa mujer le hacía sentir y hacer cosas que le hacían sorprenderse de sí mismo. Nunca había dedicado tiempo a los juegos de ordenador ni a actividades educativas con un niño, aquélla había sido la primera vez. No estaba acostumbrado a actuar impulsivamente, y ahora lo estaba haciendo. Y, desde luego, no hablaba de su vida personal con gente a la que acababa de conocer. Pero… ¿Con Paula? Ella le hacía sentir y actuar de forma diferente. Y eso le desconcertaba. Se habría quedado ahí, observándola durante horas, de no ser porque, en ese momento, Paula alzó los brazos por encima de la cabeza y se estiró como una pantera. Y le sorprendió observándola. Enrojeciendo ligeramente, Paula se calzó los zapatos de tacón que estaban al lado del taburete, se echó el pelo hacia atrás con un movimiento de cabeza y, tras levantarse, se acercó al equipo de música y pulsó un botón. Al instante, la música de jazz resonó en la estancia.


–Es Ella Jane Fitzgerald. Quizá algún día llegue a cantar la mitad de bien que ella.


Al acercarse a ella, Pedro notó el collar que descansaba incitantemente entre sus senos. Era una mezcla de objetos pequeños: Conchas y piedras engarzadas en plata, una colección tan única como ella misma. Le sentaba a la perfección. Entonces, le llamó la atención algo que brillaba. Era un círculo de oro con brillantes y zafiros que colgaba del collar. El anillo de bodas de ella. Una mirada a su mano lo confirmó. Paula se había quitado su anillo de boda. Sintió ganas de lanzar un grito de alegría.


–Me gusta tu collar –dijo Pedro tratando de pronunciar las palabras con calma. 

Eres Para Mí: Capítulo 45

 –Y eso era difícil, te lo aseguro. Las pensiones y los ahorros eran propios de la gente con trabajos fijos.


–¿No tenías ningún dinero ahorrado?


Paula sacudió la cabeza.


–Pasé los peores seis meses de mi vida. Pero, por fin, me marché de Barcelona. Cuando lo hice, era una persona muy diferente a la chica que iba a cantar todas las noches simplemente porque le gustaba. Sí, he cambiado y mucho.


Ella hizo una pausa y Pedro contuvo la respiración a la espera de lo que iba a decir.


–De ser una chica siempre dispuesta a correr una aventura pasé a ser una madre sola que iba a tener que dedicarse por completo a su hijo si quería quedarse con él. Tenía que encontrar un trabajo y lo antes posible.


–Y fue entonces cuando conociste a Nora.


Ella asintió.


–De hecho, conocí a una amiga de Nora en el festival de jazz de Avignon. Mis padres iban a tocar y yo fui allí con Nicolás desde Barcelona. La amiga de Nora me preguntó si conocía a alguien que estuviera interesada en trabajar como encargada de la casa de veraneo de una amiga suya. ¡Perfecto! Me encanta cocinar y podía aprender a limpiar. Dos días más tarde, había logrado una casa y un sueldo fijo. Y aquí sigo.


Ella soltó el aire dramáticamente y bajó la cabeza.


–En fin, ya está completa la breve introducción a la vida de Paula Chaves.


Ella levantó la cabeza de nuevo y estrechó las manos de él.


–Lo siento, no era mi intención aburrirte. ¿Podemos echarle la culpa al mistral? Vuelve a la gente melancólica.


–¿Y quizá algo temerosa de lo que el futuro pueda deparar? 


Ella se mordió los labios y tragó saliva, pero había fuego en su mirada.


–Siempre recordaré los buenos tiempos que Cristian y yo pasamos juntos, pero no puedo controlar el pasado. Sólo el futuro –y le sonrió. Y fue una sonrisa que le iluminó el rostro–. ¿No es verdad?


–Sí, claro que lo es. ¿Significa eso que estás lista para salir conmigo a cenar… En nuestra primera cita? ¿Cuánto hace que no sales con un hombre, cuatro años?


Al ver la expresión de perplejidad de Paula, Pedro sonrió traviesamente.


–Según tengo entendido, hay un festival de música, no sé qué música, por la zona estos días. Mañana voy a pasar buena parte del día en Montpellier haciendo pesquisas respecto a Andrés Morel, pero ¿Podrías reunirte conmigo por la noche?


–¿Quieres invitarme a cenar? –Paula entrecerró los ojos–. No… Si lo haces por pena. ¿Es por pena?


Pedro le puso la mano bajo la barbilla.


–También hace mucho tiempo que yo no salgo, Paula – respondió Pedro con voz tierna y cálida–. Te pido que confíes en mí. ¿Puedes hacerlo? ¿Puedes confiar en mí tanto como yo quiero estar contigo?


Antes de que Paula pudiera responder, él le volvió el rostro y le acarició los labios con los suyos, y con la punta de la lengua. Le rogó que respondiera mientras la besaba con toda la ternura de que era capaz, temeroso de que se rompiera el lazo de unión que se había establecido entre los dos. Le pasó la boca por la mejilla y saboreó la sal de sus lágrimas. Cuando apartó el rostro del de ella, la miró fijamente.


–Voy a suponer que has aceptado mi invitación. ¿Has contestado que sí con la cabeza? Excelente –y la besó de nuevo.


Pero esta segunda vez, fue algo eléctrico.


–Creo que es una señal –Pedro rió y la estrechó contra sí–. Esta mañana me dijiste que iba a ser un día muy interesante. Estoy deseando ver lo que va a pasar mañana.