Vió que se ponía en pie.
—Gracias por el vino —dijo.
—¿Otra copa?
Ella negó con la cabeza.
—Necesito irme a dormir. Mañana nos espera un nuevo día —respondió, tensa. Y, sin decir nada más, dejó la copa en la cocina y se marchó a toda prisa.
Estaba molesta. ¿Habría intuido lo que él había pensado?, se preguntó Pedro. Una vez en la cama, no lograba conciliar el sueño. Su mente no se lo permitía, repasando lo sucedido durante el día, y también los tremendos altibajos de su romance con Lara. Había conocido a la madre de sus hijos cuando ella se encontraba en el norte de Queensland, de gira con una compañía de danza estadounidense. Y había cometido tantos errores con ella… Nunca había conocido a una mujer tan delicada ni tan hermosa. Había sido amor a primera vista, apasionado y obsesionado. Con la imprudencia de la juventud, la había seguido de regreso a Nueva York, y la había cortejado con la pasión y determinación de cualquier joven desesperadamente enamorado. Tras un compromiso precipitado, una boda en Central Park y una luna de miel maravillosa en París… habían regresado a Jabiru Creek. Al outback australiano. Antes del primer mes, Lara había sido consciente del error que había cometido. Amaba a Pedro, de eso nunca hubo duda, pero en el outback se había marchitado como una flor sin agua. A él se le puso un nudo en la garganta al recordar su rostro lleno de lágrimas mientras le hablaba:
—Hemos cometido un error, Pedro. ¿No crees que deberíamos separarnos ahora, antes de que esto se complique? Eres un buen hombre. Y yo debería haber sido más sincera. No quería hacerte daño.
Por supuesto, él debería haber renunciado entonces. Pasado el tiempo, era fácil ver lo ciego que había estado para besarle las lágrimas, y rogarle que se quedara y le diera otra oportunidad. Unas pocas semanas después, ella había descubierto que estaba embarazada, así que se había quedado con él…
—Despiértale tú.
—No, tú.
Risas infantiles invadieron el sueño de Pedro. Maldición, ¿Ya era de día? Había tardado mucho en dormirse, y estaba completamente agotado. Tal vez, si no se movía, sus hijos se marcharían y lo dejarían dormir. Ni por asomo. Pequeñas manitas estaban moviéndolo.
—¡Papá!
Él gruñó a modo de protesta.
—¡Papi! —gritó Camila, llena de pánico.
Pedro abrió los ojos al instante, y los entrecerró ante la luminosidad de la habitación.
—Buenos días —murmuró—. ¿Qué hora es?
—Muy tarde —le informó Nicolás—. Hemos desayunado hace siglos.
Pedro se incorporó sobre un codo, bostezó y se frotó los ojos con las manos.
—¿Estás bien, papi? —preguntó Anna preocupada.
—Sí, cariño, sólo un poco dormido. Mi cuerpo cree que aún está en Australia.
Se sentó en la cama y se apoyó con los codos en las rodillas. El jet lag era espantoso.
—Paula ha dicho que te avisáramos de que ha hecho café —anunció Nicolás.
Bendita Paula. Un café era justamente lo que necesitaba. Después de una buena ducha.
—¿Y ustedes dos, qué han planeado para hoy? —preguntó, alborotándoles el cabello.
—¡Hacer las maletas! —exclamaron a coro.
¿Cómo podían estar tan contentos?
—¿Hacer las maletas les parece divertido?
—Paula nos ha enseñado un juego nuevo: estamos guardando todos nuestros juguetes en una caja que es un cohete mágico y que va a llegar a Australia volando.
Paula sí que sabía tratar a los niños. Qué pena que no pudiera acompañarlos. Mientras se duchaba, se recordó que no debía presionarla a que los ayudara. Ella ya se había desvivido por los mellizos, cuando tenía su propia vida de la que ocuparse. Como era comprensiva y generosa, nunca reconocería que estaba deseando liberarse de su compromiso con los pequeños para comenzar su carrera, volver a salir y encontrarse un novio.
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