jueves, 10 de marzo de 2022

Secreto: Capítulo 3

 —Vamos, niños, me enseñan el camino —gruñó.


Paula se obligó a sonreír hasta que Pedro y sus hijos se marcharon por el pasillo. Sin embargo, a solas en la cocina tuvo que contener las lágrimas. Habían pasado dos meses desde la ruptura con Daniel, pero la llegada, al fin, de Pedro lo había revivido todo. Y por si fuera poco, por encima de ese dolor, se sentía tensa por aquel encuentro. Estaba muy feliz por Camila y Nicolás. Comprendía lo mucho que necesitaban a su padre, y era maravilloso verlos tan emocionados. Pero no sabía si soportaría que se marcharan a Australia. Por supuesto, Pedro tenía todo el derecho a llevárselos a su casa, y no había duda de que los amaba. Había visto la emoción de su rostro al abrazarlos después de tanto tiempo. Ahí también había estado a punto de echarse a llorar. Hasta entonces, no había sido consciente de lo frágil que se había vuelto tras la presión emocional de los últimos tres meses. Los niños y ella habían vivido muchas cosas juntos, y se habían unido increíblemente. Ante la muerte tan repentina de Lara, todo su mundo se había tambaleado y, profundizando, había descubierto una sensibilidad y una sabiduría que no sabía que poseía. Aunque los padres de Lara vivían cerca, se habían quedado tan afectados que le habían cedido el cuidado de sus nietos gustosamente, hasta que su padre fuera a buscarlos. Mirando hacia atrás, no sabía muy bien cómo se las había arreglado. En muy corto espacio de tiempo, había perdido a Lara, su prima y mejor amiga, y luego a Daniel. Se habría escondido de todo durante un par de décadas, si no fuera porque las necesidades de Camila y Nicolás eran aún mayores que las suyas. Para poder darles el amor y la atención que necesitaban, se había visto obligada a dejar a un lado su corazón roto. Así que, en cierto modo, los pequeños la habían salvado. Y le resultaba difícil aceptar que su papel en aquel pequeño equipo estaba a punto de terminar. No se imaginaba viviendo sin ellos.


—Mira, papá —dijo Camila, levantándose el labio superior y enseñándole un hueco, orgullosa.


—Qué bien, te falta un diente.


—Lo dejé bajo mi almohada y vino el Ratoncito Pérez —explicó, y miró a su hermano—. A Nicolás aún no se le ha caído ninguno.


Pedro advirtió la mirada avergonzada del pequeño.


—Nicolás debe de tener los dientes más fuertes —sugirió. 


El niño le sonrió agradecido.


—Os he traído un regalo —informó Pedro, sacando un pequeño paquete de su bolsa de viaje—. Es un juego para que lo compartan, cartas con fotos del outback australiano.


Los mellizos tenían tres años cuando se habían marchado de allí, dudaba de que lo recordaran. Fue colocando las cartas sobre la mesa: brillantes fotos de canguros, árboles de caucho y amplias llanuras rojas bajo un cielo azul intenso.


—¿Aquí es donde vas a llevamos? —preguntó Nicolás.


Pedro asintió.


—¿Tu casa es como ésta? —inquirió Camila con preocupación, señalando la imagen de una casa algo desvencijada con tejado de metal, y sola en mitad del desierto.


—Más o menos —admitió él—. Pero nosotros tenemos más árboles y un jardín más que decente.


Se sentía como un agente inmobiliario intentando vender una propiedad que no lo valía.


—Mi rancho está pintado de blanco, y tiene muchos edificios extra —añadió—: cobertizos para maquinaria, almacenes y casas para los vaqueros.


Debería haber llevado fotos de Jabiru Creek en lugar de aquéllas genéricas.


—¿Podremos montar a caballo? —preguntó Nicolás.


Su entusiasmo contrastó enormemente con el terror de Camila. A Pedro se le encogió el corazón. Su hija era clavada a la madre: Igual de delicada, y, en aquel momento, igual de preocupada y triste.


—Tengo un poni muy bueno que puedes aprender a montar —le dijo a Nicolás, y se giró hacia Camila—. Pero tú no tendrás que hacerlo si no quieres.


Intentó animarla guiñándole un ojo, pero la niña cada vez estaba más preocupada. Maldición, él no tenía ninguna experiencia en tratar con niños, donde la cosa más tonta podía convertirse de pronto en un enorme problema. Paula, que había entrado con una cafetera y dos tazas, agarró una foto de una poza reflejando el cielo.


—Mira, Camila, ¿A que es precioso?


Por encima de las cabezas de los mellizos, sus expresivos ojos enviaron un silencioso mensaje a Pedro: Debían cambiar de tema.


—¿En tu rancho tienes lugares tan bonitos como éste? —añadió.


—Por supuesto.


—¿Y puede uno bañarse? —siguió, con afán de animarlo.


«No, a menos que quiera arriesgarse a ser devorado por un cocodrilo». 

No hay comentarios:

Publicar un comentario