Esa tendencia a pensar en Paula era lo último que deseaba. No tenía ningunas ganas de pasar por otro desastre romántico. Las carcajadas de los niños fueron seguidas por la voz de ella, que estaba narrando un cuento. Pedro tomó aire y se acercó al dormitorio. Para su sorpresa, la habitación estaba a oscuras. Logró ver que la cama de Paula se había convertido en una tienda, hecha con sábanas enganchadas a los postes y unidas a la mitad por grandes imperdibles. Se veían las siluetas de los niños y su niñera iluminadas por una linterna en el interior. Parecía tremendamente divertido. Pedro se quedó en la puerta, observándolos, recordando su propia niñez solitaria en aquella casa, con las peleas constantes entre sus padres. Nunca había vivido algo tan divertido ni de tanto compañerismo. De más mayor, sí disfrutaría de historias alrededor de una hoguera, y descubriría la camaradería de los vaqueros, pero su niñez había estado plagada de tensión e infelicidad. En contraste, Paula estaba desviviéndose para que los niños estuvieran entretenidos, felices y a salvo. Su generosidad era apabullante. Sintiendo que estaba a punto de llorar, inspiró hondo y llamó a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó Nicolás, haciéndose el importante.
—El Búho Hector —respondió Pedro con su voz más grave.
—¡Papá! —gritaron los mellizos, y sacaron las caritas por una de las improvisadas paredes—. Estamos viendo una función de marionetas.
Con una amplia sonrisa, Nicolás levantó la sábana, y mostró a Paula iluminada por la linterna, sentada a lo indio a los pies de la cama. En una mano llevaba un guante que intentaba parecerse a un pato. Pedro vió que ella se ruborizaba.
—Estábamos haciendo tiempo hasta que llegaras a casa.
—No quiero poner fin a su diversión, sigan. Sólo díganme, ¿Qué tal les fue en el colegio?
—¡Fabuloso! —exclamaron los mellizos al unísono.
Camila estaba exultante.
—Es un colegio de cohetes, papá. Nico, Pau y yo estamos en uno y hablamos por radio con todos los otros niños en los otros cohetes.
—Parece emocionante —comentó Pedro, atónito.
—Lo es. Y ya hemos aprendido sobre matemáticas y wombats.
Pedro sonrió a Paula.
—Ya me contarás los detalles después.
Últimamente sonreía muy a menudo, se dijo. De hecho, estaba deseando hablar con ella.
—¿No vas a jugar ahora con nosotros? —le pidió Nicolás.
Pedro dudó. Seguramente estaban representando otro cuento que él no conocía. Tenía ya una excusa preparada.
—Toma, papá, una marioneta —le dijo Camila con autoridad, tendiéndole una tela rosa—. Serás el cerdo.
Pedro se sentía incapaz, pero, a pesar de su recelo, necesitaba aprender a hacer aquello. Por el bien de sus hijos, tenía que aprovechar al máximo mientras Paula estaba allí para enseñarle cómo funcionaba todo.
—Por supuesto —dijo, acercándose a la cama con valentía y agarrando el cerdo—. ¿Qué tengo que hacer?
—¿Y bien? —preguntó Pedro, después de oír el informe completo de Paula sobre el primer día de colegio de los mellizos—. ¿Nuestro outback es tan malo como esperabas?
Sonreía, pero a ella le pareció que estaba tenso, como si realmente le importara su respuesta.
—No esperaba que fuera malo —aclaró.
—¿Ni siquiera después de las advertencias de Lara?
Paula negó con la cabeza.
—Yo no soy como ella —le espetó—, Lara era una chica de ciudad, lo sabes de sobra.
Estaban sentados en un extremo de la mesa de la cocina, dando cuenta de su cena recalentada. El cuento con las marionetas había sido un éxito. Luego, Cecilia se había retirado a su casa y los niños estaban dormidos, así que Paula y Pedro se encontraban solos en la enorme y silenciosa casa. Él se había duchado y puesto una camisa blanca que hacía destacar su garganta morena. Tenía el cabello húmedo y se había afeitado. Paula se fijó en una cicatriz en la mandíbula que no había visto antes. Se repitió a sí misma que aquélla era una cena habitual y que no tenía sentido ponerse nerviosa cada vez que sus miradas se encontraban.
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