martes, 15 de marzo de 2022

Secreto: Capítulo 5

Se puso en pie bruscamente y se acercó a la ventana, desde donde se veían las abarrotadas calles y el tráfico. Se cruzó de brazos con la mandíbula apretada.


—Si los expertos de tus libros tienen razón, lo último que mis hijos necesitan es otro gran cambio. 


Por un instante, Paula se sintió tentada de decirle a Pedro que sus hijos estarían mucho mejor si se quedaban allí. Durante los últimos tres meses, siguiendo el consejo de la psicóloga, había llenado la vida diaria de los niños de pequeños rituales para que tuvieran ilusión por el futuro: confeccionaba los menús a partir de sus comidas preferidas, preparaba actividades gustosas para ellos después del colegio, les leía sus cuentos favoritos antes de dormir y los abrazaba a menudo. Claro que Pedro también sería capaz de cubrir las necesidades de sus hijos. No sólo era un hombre orgulloso reclamando sus derechos, además amaba profundamente a sus pequeños. Ella sabía, por los padres de Lara, que en los últimos tres años, había viajado de Australia a Estados Unidos varias veces al año, sólo por verlos. El que ella quisiera que los niños se quedaran en Nueva York era egoísta. Inspiró hondo.


—Camila y Nicolás quieren estar contigo, Pedro. Eres su padre. Te han echado mucho de menos.


El rostro de él se relajó levemente.


—Pero va a ser duro para ellos dejar esto, ¿Cierto?


—Deberás estar preparado para algún que otro momento difícil —reconoció ella.


—Tenía la esperanza de que, si me quedaba en Nueva York unos días y les daba la oportunidad de acostumbrarse a mí de nuevo…


—Seguro que eso ayuda. Y, mientras estás aquí, podemos hablarles de lo que se van a encontrar al llegar a Australia.


Pedro asintió pensativo y luego sonrió a Paula. Ella apartó la mirada al ver el repentino destello de aquellos ojos azules, y la clavó en la mochila de cuero que reposaba en el suelo, junto al sofá. El tipo de mochila que encajaría en una camioneta polvorienta, pero que en aquel apartamento resultaba totalmente fuera de lugar, casi como un símbolo del error que había sido la boda entre Pedro y Lara. Su prima apenas había comentado los problemas que le habían hecho huir de Jabiru Creek a Nueva York. Quedaba claro que había sido una decisión dolorosa, porque no había dejado de amar a Pedro, pero amaba aún más su danza. En el outback australiano no había trabajo para una coreógrafa de su calibre y, al final, le había resultado demasiado difícil renunciar a la vida urbana y a su carrera.


—Fue una atracción fatal —le confesó una vez—. Pedro y yo éramos lo opuesto en casi todo. Creo que ambos intuimos desde el principio que el matrimonio no funcionaría, pero nuestros sentimientos eran tan intensos que tuvimos que intentarlo. 


En aquel momento, sentada a escasos metros de Pedro Alfonso, Paula comprendió que su prima se arriesgara. Él seguía siendo muy atractivo, con una presencia profundamente masculina. Se obligó a ponerse en pie. Necesitaba poner distancia entre ambos.


—Si has terminado el café, te mostraré tu habitación y podrás dejar tus cosas — anunció, y atravesó la habitación.


—Paula, antes de que te vayas…


Ella se giró lentamente y vio la sonrisa tímida de él.


—Seguramente estoy pasado de moda. Sé que eres una mujer moderna y urbana, pero prefiero asegurarme de que no te supone un problema que me quede en tu departamento.


—Por supuesto que no hay problema —respondió ella, intentando sonar desenfadada.


—¿Y tu novio? ¿A él también le parece bien?


Paula sintió una puñalada en el corazón, igual que le ocurría siempre que alguien mencionaba a Daniel. Después de dos meses, el shock seguía vigente, sobre todo tras el doloroso descubrimiento de que Daniel había estado saliendo seis meses con Karina Swain, antes de reunir el valor de contárselo. Logró articular una sonrisa despreocupada.


—Tampoco hay problema por eso. Ahora no tengo novio —dijo, y se apresuró hacia la habitación de invitados para no ver su reacción—. Es importante que te quedes aquí, Pedro, necesitas aprovechar al máximo tu tiempo con los niños antes de que se marchen.


—Te lo agradezco —respondió él, siguiéndola por el pasillo.


—No es gran cosa, pero sí mejor que nada —afirmó ella al llegar a la habitación de invitados.


—Es fabulosa —alabó Pedro, dejando su mochila a los pies de la cama—. ¿Y tú, Paula?


—¿Yo? Mi… dormitorio está… Al final del pasillo.


Pedro pareció avergonzado y se frotó la mandíbula.


—No me refería a dónde estaba tu dormitorio, sino a cuáles van a ser tus planes cuando ya no tengas que ocuparte de los niños.


Paula tragó saliva. Hablar de dormitorios con aquel hombre tan atractivo le había confundido las ideas.


—Acabo de terminar mis exámenes de fin de carrera, así que he empezado a buscar empleo. ¿Quién sabe dónde terminaré?


«Con suerte, en cualquier lugar excepto Vermont».


—Ahora mismo, lo que voy a hacer es preparar la comida. 

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