—Es una idea fabulosa —alabó, pasando la mano por la suave pared del escenario y admirando su factura impecable—. ¿Has dicho que vas a pintarlo?
—Creo que a los niños les gustaría mucho colorido, pero, aparte del tejado rojo, no sé cómo decorarlo.
—No tienes cerca una tienda de bricolaje, así que dependerá de qué pintura tengas por aquí.
—Casi todos los colores, de hecho —dijo él, abriendo un armario que contenía múltiples espráis—. El año pasado uno de mis vaqueros trabajaba además como payaso de rodeo y le ayudé a fabricarse su atrezo.
Paula rió.
—Pintar el arcoíris en las paredes sería complicado, pero quedarían fabulosas.
Pedro reflexionó y sonrió de medio lado.
—Yo no soy ningún Van Gogh —dijo, y la miró divertido—. ¿Y tú? ¿Se te dan bien los espráis?
Paula había utilizado más de un espray al preparar los expositores infantiles de la biblioteca, descubriendo además una vena creativa que no sabía que poseía.
—Habría que empezar por arriba y seguir hacia abajo —aconsejó ella—. Tendrías que usar un cartón como protector.
—Me ayudarías, ¿Verdad?
Paula sabía que no debería sentirse tan halagada.
—Podría intentarlo.
—Estupendo —exclamó él, con igual entusiasmo.
Y, mirándola a los ojos, sonrió de la manera más sexy. Algo que no debería importarle, se reprochó Paula. Fue sumamente divertido, trabajar duro hasta casi medianoche para dejar cada franja del arcoíris en su lugar. Disfrutó de cada segundo. Mientras secaba el tapa poros, Pedro preparó un té. Guardaba leche y azúcar en una nevera antigua, e incluso un paquete de galletas. Se sentaron en destartalados taburetes en mitad de la nave, bebiendo té caliente y dulce y comiéndose las galletas. Paula sonrió con la boca llena mientras agarraba otra galleta.
—Qué alegría ver a una mujer con apetito —señaló Pedro, tomando él también otra galleta—. Lara siempre cuidaba mucho lo que comía.
—Todas las bailarinas hacen dieta. Tienen una voluntad de hierro —apuntó ella.
—Están obsesionadas —recalcó él, tenso.
Paula decidió no seguir con el tema. Después de todo, había ido allí en son de paz. Sonrió.
—Cecilia y Leonardo se han pasado toda la semana alabando tus cualidades.
Pedro clavó la mirada en el suelo y se encogió de hombros.
—No son objetivos.
—Tal vez, pero tampoco son fáciles de engañar. Me han dicho que eres un ganadero brillante, respetado y admirado por tus compañeros de la industria. Leonardo dice que, cuando te hiciste cargo de esto hace diez años, aumentaste considerablemente el número de cabezas y diversificaste las razas. Y que fuiste pionero de la gestión de la tierra y del agua.
Pedro miraba fijamente su taza.
—Así dicho, puede parecer grandilocuente, pero cuando estoy por ahí fuera, conduciendo, escucho muchos programas de radio sobre agricultura. Es una buena manera de aprender.
—Según Leonardo, almacenas toda esa información en tu brillante memoria y luego la pones en práctica —añadió Paula, y sonrió—. También dice que eres fabuloso con las cuentas. Te llama la calculadora humana.
—Ese hombre habla demasiado —lamentó él, y la desafió con la mirada—. ¿Por qué intentas halagarme?
—No lo hago, sólo te doy un refuerzo positivo. Échale la culpa a mi formación de profesora.
Él sonrió y sacudió la cabeza.
—¿No deberíamos estar pensando en cómo vamos a pintar el arcoíris en estas paredes?
Decidieron que empezarían por el naranja justo debajo del tejado rojo, y continuarían hacia abajo con azul y púrpura, para terminar con verde en la base. Cuando se secó el tapa poros, se pusieron a ello. Tras algunos intentos, acordaron que él sujetaría el cartón protector y ella usaría los espráis. Mientras trabajaban, hablaron de temas neutros, sobre todo de los mellizos y su primera semana de colegio. Paula disfrutó enormemente de la actividad, cosa que le sorprendió, teniendo en cuenta que hacía tiempo había querido compartir algo así con Daniel. Había sido tan tonta como para imaginar que Daniel y ella pintarían la habitación de su primer bebé, y hasta había elegido los colores. Qué extraño que aquel teatro de marionetas le inspirara casi tanto como su viejo sueño.
El domingo por la mañana, Pedro se levantó al amanecer y atravesó el césped helado hasta la nave donde guardaba el teatro de marionetas, con las paredes arcoíris y el telón de terciopelo rojo. Sonrió al verlo. Resultaba alegre y muy profesional. Casi como el lugar al que habían llevado a los niños en Nueva York. A los niños iba a encantarles. Y todo gracias a Paula. Sin ella, no habría sabido que existía algo así. Ni habría disfrutado tanto decorándolo. Era muy agradable estar a su lado. No le extrañaba que a Camila y Nicolás les encantara el colegio, con Paula ayudándolos a que fuera divertido. ¿Cómo reaccionarían cuando ella se marchara?
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