—Va a ser genial vivir con papá —le aseguró a su hermana suavemente.
—No, si Paula no viene con nosotros —señaló la niña, y rompió a llorar.
Paula vió tensarse a Pedro, al tiempo que sintió arder sus mejillas. Se puso en el regazo a la pequeña.
—Cariño, ¿Cómo lloras en medio de esta encantadora cena que tu padre ha preparado?
La pequeña la abrazó fuertemente, llorando desconsolada.
—¿Por qué no puedes venir con nosotros?
Fue un momento muy difícil. Aquella reacción de Camila sólo aumentaría la falta de confianza de Pedro en su capacidad para cuidar a su frágil hija. Paula sentía además una tensión diferente: Camila había expresado la misma pregunta que ella llevaba haciéndose todo el día. El curso escolar en Estados Unidos no empezaba hasta el otoño, con lo cual podía pasar junio y julio en Australia, ayudando a los mellizos a adaptarse a su nueva vida, y regresar a tiempo para empezar su nuevo empleo. Además, después de haber oído nombrar el Colegio del Aire, le atraía mucho la idea. Claro que no todo sería sencillo. Después de los últimos meses, le hubieran gustado unas vacaciones de verdad, porque yéndose a Australia tendría pocas oportunidades de descansar. Por otro lado, no tenía ningún plan para las próximas semanas, y no le apetecía regresar a Vermont, donde se pasaría todo el tiempo, bien evitando a Daniel, bien soportando la compasión de familia y amigos. El único factor negativo era la atracción que sentía hacia Pedro, pero seguro que pronto dominaría esa tontería. No había peligro en que se enamorara de él, ya que aún le duraba el dolor de haber sido plantada por Daniel. Iba a ser muy cautelosa en lo relativo a los hombres, especialmente los atractivos.
—¿Qué tal si acuestas a los niños y les lees un par de cuentos? —propuso Paula a Pedro al terminar la cena.
—¿Ellos no esperan que lo hagas tú? —inquirió él, claramente nervioso.
Paula lo miró desconcertada, parecía que le hubiera encargado una horrible tarea. A lo mejor el llanto de Camila durante la cena le había afectado más de lo que aparentaba. Intentó que se sintiera más seguro.
—A Camila y Nicolás les encantaría que fueras tú quien les leyera esta noche — aseguró—. Necesitan acostumbrarse a pequeños cambios, y éste sería un buen primer paso. Sus libros preferidos están apilados en la mesilla.
Pedro tragó saliva, incómodo.
—De acuerdo.
Paula le observó salir de la cocina con cierta reticencia. ¿Le ponía nervioso estar a solas con sus hijos? ¿Temía que Camila llorara de nuevo? ¿Debería haberse ofrecido a acompañarlo? Estuvo a punto de gritar que la esperara, pero algo en su forma de cuadrar los hombros y su paso firme, la detuvieron de hacerlo. Parecía un soldado marchando a la guerra. Al final, todo fue bien. Mientras ella recogía la cocina, oyó el grave murmullo de la voz de Pedro y las risas de los mellizos. Estaban pasando un buen rato. Al terminar, fue al salón e intentó relajarse, acurrucada en el sofá con una novela. En cuanto Pedro terminara de leerles el cuento, hablaría con él de Australia. Le sorprendía lo mucho que le ilusionaba la idea de ir para allá. Pasado un largo rato, él apareció. Sonreía, y sus ojos reflejaban alivio y una felicidad nueva.
—Diría que ha ido bien —lo recibió Paula.
Él se detuvo en mitad de la habitación, con las manos en las caderas, y sonrió.
—Sí. Creo que he pasado mi primera prueba como padre soltero.
—Eso es fantástico. Supongo que Josh te convenció para que les leyeras el cuento de piratas.
—De hecho, les he contado un cuento nuevo. Uno que me he inventado, sobre el búho Hector y el ratón Tomás —explicó, y la miró de reojo—. Tus expertos no se opondrían, ¿Verdad?
—Por supuesto que no. Sólo estoy maravillada. Me encantan los cuentos, pero, aunque me pagaras millones, no podría improvisar uno. Parece que a Camila y Nicolás les ha encantado el tuyo.
Pedro se encogió de hombros y cambió de tema.
—¿Te apetece otra copa del vino que abrimos anoche?
—¿Por qué no?
El vino seguramente le aplacaría los nervios, pensó. Mientras él iba a por el vino y las copas, Paula dejó el libro y, poniéndose en pie, se miró en el espejo de la pared. Qué tonta. A Pedro no le importaba si estaba bien peinada, cómo le sentaban los vaqueros ni la caída de su blusa. Pero la conversación que iba a iniciar era casi una entrevista de trabajo. Comprobar su aspecto fue un acto reflejo.
—Estás muy guapa —alabó Pedro, regresando antes de lo que ella esperaba.
Paula se ruborizó y se sentó enseguida, deseando que se le ocurriera una respuesta ingeniosa.
—En serio, ese nuevo peinado te favorece —añadió él, tendiéndole una copa del tinto australiano.
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