—Nunca conocí a mi padre. Se marchó cuando yo era un bebé, así que viví hasta mis cinco años con mi madre, soltera y peluquera, en la ciudad. Las dos solas, en un pequeño piso encima de la peluquería. Un día, un agradable hombre llevó a sus tres hijos a cortarse el pelo.
Sonrió y continuó:
—Resultó ser un viudo solitario, granjero de una lechería. Mi madre y él se enamoraron y, cuando se casaron, nos convertimos en una familia.
Para su sorpresa, vió que él fruncía el ceño.
—¿Y han vivido felices desde entonces?
—Ya lo creo —aseguró ella, sonriendo con despreocupación—. Así que, ya sabes la moraleja de esta historia, ¿Verdad? La próxima vez que vayas al pueblo, estate atento por si te encuentras a una peluquera agradable y sola.
Pretendía ser una broma, pero vió que a él no le hacía ninguna gracia.
—No estoy buscando una segunda esposa —gruñó.
Ella lo había dicho pensando en lo felices que eran su padrastro y su madre, pero tal vez había sido una falta de sensibilidad. Estaba muy claro que le había molestado. Paula recogió los platos y los llevó a la cocina, furiosa consigo misma por haber estropeado una conversación tan agradable. Había que cambiar de tema.
—Ya que estoy de pie, ¿Quieres un té?
—Gracias —aceptó él, en tono más conciliador—. Meteré las cosas en el lavavajillas.
Paula intentó no mirarle el trasero mientras él se agachaba. ¿Cómo era posible que unos vaqueros normales pudieran captar tanto la atención?
—Por cierto, quería darte las gracias por dejamos usar tu estudio como clase — señaló, apartando la mirada de los vaqueros, y volviéndola a ellos sin poder evitarlo.
—No hay problema.
Pedro terminó con los platos y se giró, amigable de nuevo.
—Me alegro de que lo usen.
—Les he dicho que tienen que mantenerlo ordenado por tí.
El rostro de Pedro se volvió inexpresivo.
—En realidad, no importa si no está muy ordenado. No lo utilizo mucho.
—Debo admitir que me sorprendió que esté tan vacío. Creí que estaría lleno de tus libros.
Pedro frunció el ceño y entrecerró los ojos.
—¿Por qué?
—Apenas hay libros en el resto de la casa. Creí que los guardarías en tu estudio, pero obviamente los tienes en otro lugar. Confieso que, en el piso de Lara, guardo los míos en mi dormitorio. Tengo estanterías del suelo al techo con varias filas de libros.
Se dió cuenta de que, mientras hablaba, la expresión de Pedro había cambiado. De nuevo. Esa vez, sin embargo, advirtió dolor en su mirada. ¿Qué había dicho esa vez? El kettle empezó a hervir y Paula se giró rápidamente. Confusa y avergonzada, se concentró en servir el agua en dos tazas. Cuando miró a Pedro de nuevo, él tenía una expresión impenetrable y la mirada gélida.
—No tengo tiempo para leer —aseguró.
De acuerdo, ése era otro tema del cual no hablar con aquel hombre. Primero había sido la preferencia de su antigua esposa por Sídney; luego, su comentario en broma sobre un posible nuevo matrimonio; también qué libros le gustaban era un tema tabú… Consciente de que no recuperarían el ambiente relajado y agradable de antes, Paula anunció que se tomaría el té en su habitación y Pedro pareció aliviado. Se desearon buenas noches y se despidieron. En la cama, con su té caliente, ella analizó la conversación. Había disfrutado mucho de la compañía de Pedro. No sólo era sexy, además resultaba un hombre muy agradable. Y ella lo había fastidiado todo. ¿Quién era ella para juzgar sus hábitos de lectura? ¿Qué sabía de las responsabilidades que suponía ocuparse de cuatrocientas mil hectáreas? Pedro no debía de tener más de veinte años cuando había asumido tal responsabilidad, normal que no tuviera tiempo de leer. Lo que quedaba claro era que él tenía mucho más de lo que se veía a simple vista. Parecía un sencillo ganadero australiano de carácter práctico pero, debajo de aquellos vaqueros y botas, había un complicado puzzle. Averiguar cómo era no formaba parte de su trabajo, pero, si iba a dejar a Camila y Nicolás a su cargo, ¿No debería intentar comprenderlo?
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