—Facilísimo —le aseguró Pedro agarrando una botella de vino—. Vamos a tomárnosla tranquilamente al salón, que he encendido la chimenea.
—¿Y la tortilla?
—Para luego —contestó acomodándola en el sofá—. Bébetelo. Te dará fuerzas.
Paula tomó el vaso y lo miró a los ojos.
—¿Por qué eres tan bueno conmigo?
—Porque me gusta —contestó Pedro—. Porque eres muy especial.
—No sé qué decir…
—No digas nada. Bébete el vino y disfruta del fuego.
Pedro dejó su vaso en la mesa, se sentó a su lado y levantó el brazo para invitarla a apoyarse en él, lo que Paula hizo como si fuera lo más natural del mundo.
—¿Cómo se llamaba? —le preguntó al cabo de unos segundos.
—Romina—contestó Pedro—. Ojos azules y pelo rubio como el trigo. Era como un ángel, pero de plástico, como los que se ponen en el árbol de Navidad.
—Gracias —dijo Paula relajándose.
—De nada. Ahora me toca a mí.
—Quieres saber qué hizo Damián, ¿Verdad?
La verdad era que Pedro imaginaba perfectamente lo que era, pero quería oírselo decir a ella porque sabía que le haría bien.
—Dilo, Paula. Quítatelo de encima. No te lo guardes dentro para que te envenene el alma.
—¿No serás psicólogo por casualidad?
—Recuerdo que mi tutor en la universidad me dijo que no estaba preparado psicológicamente para nada que no fuera jugar al rugby. Claro que eso fue hace por lo menos quince años y el hombre no tenía «Heol».
—¿Qué es eso?
—Es una palabra galesa que no tiene traducción. Es parecido al corazón, pero mucho más. Es todo lo que sientes por algo o alguien a quien amas. Por tu casa, tu país, una mujer…
—¿Un partido de rugby?
—Una final internacional, con cientos de miles de personas cantando el himno nacional, sí, desde luego —sonrió Pedro.
Paula se quitó los zapatos y se acurrucó contra él.
—Qué palabra más bonita.
—Cuéntamelo, Paula —la instó no queriendo que olvidara el tema del que estaban hablando.
—No creo que haga falta que te lo diga porque ya lo sabes, pero bueno. Me engañó —contestó mirándolo.
Qué sorpresa.
—Más.
Paula miró los leños que el fuego iba consumiendo y recordó.
—Damián se había ido a Londres para vender unos cuadros. Uno de sus alumnos estaba subiendo como la espuma y, además, se llevó cuadros de otra para enseñárselos al dueño de una galería con la que solía trabajar. Ahora que lo recuerdo, me parece tan obvio. En fin —dijo bebiendo un trago de vino—, ese día me cancelaron la última clase, así que me fui a casa a preparar algo especial para cenar. No esperaba encontrármelo allí. No me oyó entrar.
¿Había sucedido allí? ¿En su casa? Pedro no había contado con aquello. Ahora entendía el cambio de decoración.
—Paula…
—La puerta de la cocina no hace ruido —continuó ella—. Al principio no sabía lo que estaba pasando, pero luego lo ví con mis propios ojos.
—Paula, lo siento. No hace falta que sigas…
Era inútil decírselo. Ya había empezado y quería terminar.
—No hacía mucho que había llegado porque tenía el abrigo puesto. Estaba sentado en el sofá, con la cabeza echada hacia atrás y una de sus alumnas arrodillada entre sus piernas, agradeciéndole la venta de uno de sus cuadros….
—¿Estaba con una alumna?
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