La tarde en Sídney fue muy divertida. Los cuatro cenaron en un restaurante tailandés y luego regresaron caminando a su hotel, disfrutando de la suave noche invernal y el cielo estrellado. Los niños estaban agotados, y Pedro tuvo que llevar a Camila en brazos el último tramo del camino. Nicolás y ella se durmieron nada más tumbarse en la cama. Le propuso a Paula tomar una copa en el salón de la lujosa suite que había reservado. Sacaron hielo, copas y pequeñas botellas del minibar y se sentaron en cómodas butacas. Y de pronto, él le preguntó por su ruptura con Daniel:
—¿Qué ocurrió? —inquirió, mirándola con ojos entrecerrados.
Paula sólo había hablado de eso con su madre y un par de amigas, le resultaba difícil explicárselo a un hombre a quien apenas conocía.
—Lo habitual —comenzó—. Él estaba más interesado en otra mujer.
—Menudo imbécil —dijo Pedro empático.
—Sí, un auténtico idiota —respondió ella, forzando una sonrisa—. Pero en parte fue culpa mía, supongo. Me vine a Nueva York y, en este caso, la ausencia no ayudó a que me quisiera más.
Pedro asintió pensativo y dió un sorbo a su copa.
—No sé si te ayudará, pero cuando Lara se marchó con los niños, creí que nunca lo superaría. Sin embargo, después de un tiempo, los sentimientos más dolorosos fueron desvaneciéndose.
Paula quiso preguntarle qué había fallado en su matrimonio, pero no se atrevió.
—Supongo que a Lara le encantaba Sídney.
A Pedro se le borró la sonrisa instantáneamente.
—Seguro que te contó lo que le parecía esta ciudad.
—No —aseguró ella, sorprendida—. No hablaba mucho de su vida en Australia.
Pedro se terminó su whisky de un trago y se quedó mirando el vaso con el ceño fruncido. Paula se sintió obligada a explicarse.
—Tan sólo me sorprende lo ajetreada y cosmopolita que es la ciudad, con sus rascacielos, tanta gente, teatros y restaurantes… Tiene todo lo que Lara adoraba.
Pedro frunció los labios, y luego suspiró.
—Sí, a Lara le encantaba esto. Solía venir para un par de días y al final se quedaba un par de semanas. Aquí tenía todo lo que necesitaba —señaló Pedro sombrío.
¿Habría sido aquél el problema de su matrimonio? ¿No podría él haber dejado su rancho para intentar algo más acorde a la personalidad y el talento de su esposa?
—¿Alguna vez te planteaste mudarte aquí? —preguntó Paula con cautela—. ¿O vivir más cerca?
—Mudarse no era una opción —afirmó él con rotundidad.
Quedaba muy claro, el tema terminaba ahí. ¿Sería la falta de flexibilidad uno de los defectos de Pedro Alfonso? ¿O estaba siendo muy dura con él? Después de todo, su prima había asegurado al casarse que renunciaba con gusto a su carrera para vivir con él en su outback.
—Estoy deseando que llegue mañana y conocer tu casa —dijo, para cambiar de tema.
Vió que Pedro relajaba los hombros y le dirigía una sonrisa que la encendió por dentro.
—Yo también —dijo él, con una mirada llena de calidez—. Siempre me alegro de volver a casa.
Sentía nostalgia de su hogar en el enorme y vacío outback. Paula lo comprendía, ella siempre se emocionaba al regresar a la granja de su familia en Vermont. Por su bien, y especialmente por el de Pedro, esperaba que a Camila y Nicolás les gustara su nuevo hogar. Era labor suya asegurarse de que así fuera.
Pedro no podía dormir. Se levantó de la cama y se paseó por la habitación del hotel intentando sacudirse la tensión que lo mantenía despierto. Le había mentido a Paula. Le había dicho que los sentimientos y los recuerdos se desvanecían con el tiempo pero, tras la gélida bienvenida de su madre en el aeropuerto, y tras la conversación con ella sobre Lara, se encontraba de nuevo luchando contra los sentimientos de incompetencia y fracaso que lo habían acosado toda su vida. De pequeño, nunca había cumplido las expectativas de su madre. Ni siquiera se había acercado a ellas. Aún podía escuchar cómo le gritaba a su padre: «El chico no tiene remedio, es imposible enseñarle. Menuda desgracia». Tanto tiempo después, el recuerdo aún le hizo golpearse el puño contra la palma de la mano. ¿Siempre iba a repetir el mismo patrón de fracaso? Primero había sido su madre la que había abandonado Jabiru, para no regresar jamás; luego, su esposa. En ambas ocasiones, él había sido una de las principales causas de sus problemas. Si hubiera podido, se habría establecido con Lara en Sídney, como Paula había sugerido tan inocentemente. O en Nueva York, o donde ella hubiera querido vivir. Pero, debido a su analfabetismo, nunca encontraría trabajo en la ciudad. Además, aunque vendiera su rancho e invirtiera en ganado y acciones para ganarse la vida, se volvería loco en una claustrofóbica ciudad. Después de un día, siempre estaba deseando escapar a la naturaleza. Se había esforzado al máximo para que Lara fuera feliz en Jabiru. Y, al nacer los mellizos, se había desvivido para mantener unida a su familia, repartiéndose las tareas de cuidarlos.
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