Conforme se alejaban de Jabiru Creek levantando una polvareda con el coche, Paula fue consciente de lo aislado que estaba el rancho. Nada más pasar el último edificio, se encontraron de nuevo en una pista en mitad de interminables llanuras que se extendían en todas direcciones. No veía más que el cielo azul y sin nubes, el polvo rojo y algo de hierba, junto con algunas cabezas de ganado refugiadas bajo la sombra de algún árbol.
—Debe de ser fabuloso pasearse por esta tierra a caballo —comentó, en parte porque realmente lo pensaba, y en parte porque quería decir algo positivo del monótono paisaje.
Pedro se giró hacia ella sorprendido.
—¿Montas a caballo?
—No desde hace siglos. Pero hubo un tiempo en que montar a caballo era mi deporte favorito.
—¿Y por qué no me lo has dicho? —preguntó él, perplejo.
—He venido para ser la niñera de tus hijos, no para pasearme a caballo.
Pedro, con la mirada clavada en la carretera, sacudió la cabeza.
—Seguro que puedes sacar algo de tiempo para montar mientras estés aquí.
—Eso sería maravilloso, aunque seguro que lo lamentaré cuando me duela todo el cuerpo.
Él la miró con ojos brillantes.
—Se te pasará —aseguró y, tras unos instantes, añadió—: Pensaba enseñar a montar a Camila y Nicolás.
—Genial. Les encantará.
—¿A Camila también?
—A ella especialmente. Cada día se hace más a la vida en el outback.
Pedro sonrió.
—Tendré que medirles para sus cascos de montar.
Dicho eso, volvió a su pensativo silencio, y Paula intuyó que pasaba de centrarse en la conversación al milenario paisaje que los rodeaba. Al cabo de un tiempo, frente a ellos apareció una cordillera de montañas rojas. Coronaron una de las montañas y Pedro detuvo el coche. Delante de ellos, la tierra se hundía, sin previo aviso, formando una cadena de acantilados.
—¡Cielo santo! —exclamó Paula, agradeciendo llevar puesto el cinturón de seguridad.
Inclinándose hacia delante tanto como podía, miró por la polvorienta ventanilla.
—No es el Gran Cañón, desde luego —señaló él.
—Pero es espectacular —aseguró ella y, mirando hacia atrás, vio las vacías llanuras que acababan de atravesar—. ¿Seguimos en tus tierras todavía?
—Por supuesto —respondió él, abriendo su puerta—. Ven a echar un vistazo. Esto me encanta.
El sol era achicharrante. Paula se caló bien el sombrero y no se acercó demasiado al borde del acantilado. Quedaba una larga distancia hasta las pozas de agua cristalina en la base. Sólo con mirar rápidamente una vez, se sintió mareada.
—Ven conmigo.
Pedro había sacado sus mochilas de la furgoneta y le tendía la más pequeña.
—Te enseñaré la mejor manera de disfrutar de las vistas.
Ella estuvo a punto de declinar la oferta. Ya lo veía suficientemente bien agarrada al parachoques. Pero Pedro estaba ofreciéndole su mano, con tal aire de confianza que resultaba muy convincente. Reuniendo valor, Paula logró soltarse del parachoques y lo agarró de la mano, que resultó maravillosamente fuerte y segura. Lo apretó tan fuerte que temió hacerle daño. Para su alivio, él la apartó del borde del acantilado hacia lo que al principio parecía un agujero en el suelo, y que resultaron ser unos escalones esculpidos en la roca.
—Conduce al interior de una de las cuevas —informó él.
—Increíble. ¿Has hecho tú las escaleras?
Pedro rió.
—Qué va. Llevan aquí más de un siglo, mi abuelo ayudó a esculpirlas. Curiosa, Paula le siguió en el descenso.
La cueva a la que se dirigían no era lúgubre, al contrario, estaba llena de luz. Y el suelo era de arena blanca, lo que le tranquilizó. Al llegar a la base de las escaleras, Paula miró alrededor maravillada. La cueva se situaba en una de las paredes del acantilado, conformando una plataforma segura con unas espectaculares vistas al cañón.
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