martes, 22 de marzo de 2022

Secreto: Capítulo 15

Pero la llegada de los bebés había coincidido con un mal momento en la industria del ganado. Sus ingresos se habían visto muy mermados y se había visto obligado a despedir a bastante de su personal y hacerse cargo él de sus tareas, con lo cual el tiempo que podía ayudar en casa se había reducido al mínimo. Había mantenido al ama de llaves, que también ayudaba con los pequeños, pero el conjunto había resultado una carga demasiado grande para Lara. Pedro se había asustado al verla adelgazar y palidecer, así que la había enviado a Sídney cada poco tiempo para que se tomara un descanso. Y, tal como le había confesado a Paula, los períodos que pasaba fuera cada vez se habían alargado más. Y un día, cuando ella le había dicho que necesitaba regresar a Nueva York, la había dejado irse, junto con los niños. Él no podía acompañarlos. E intentar haberla retenido habría sido cruel. Más tarde le había anunciado por teléfono que no iban a regresar. La noticia le había entristecido, pero no sorprendido. Había accedido al divorcio porque no tenía otra opción. Se había esforzado todo lo posible y había fracasado. Mejor admitir la derrota que ver cómo su esposa se amargaba, sintiéndose atrapada, igual que le había ocurrido a su madre. No podía soportar la idea de que su amor hubiera hecho infeliz a su esposa, y estaba decidido a no fallar a sus hijos. Los próximos dos meses serían determinantes. Se dejaría guiar por Paula, olvidaría su orgullo y aceptaría sus consejos. Seguro que habría momentos humillantes, cuando su incompetencia se pusiera de manifiesto una vez más y probablemente ella lo despreciara tanto como Lara. Pero podía afrontar el desprecio de otra mujer, siempre y cuando sus hijos estuvieran orgullosos de él. Siempre y cuando no les fallara.


A la tarde siguiente, se dirigían hacia el interior de North Queensland en un enorme todoterreno que levantaba una nube de polvo. El vehículo llevaba un portaequipajes en el techo, parachoques delantero para proteger el motor en los golpes con los canguros, según dijo Pedro, y bidones de agua. A Paula le parecía una expedición. En el asiento trasero, los niños contemplaban el paisaje emocionados, deseando ver su primer canguro.


—Esta es mi tierra —le dijo Pedro a Paula, especialmente orgulloso. 


Había algo primitivo y casi espiritual en aquel espacio tan vasto y tan vacío, algo más grande que ella misma, admitió. Extrañamente, se parecía mucho a lo que había sentido la primera vez que había entrado en la centenaria Biblioteca Pública de Nueva York. De cuando en cuando, el coche subía una pequeña cresta, y veían extenderse los pastos hasta el horizonte. En otros momentos, la carretera descendía hasta un puente de madera sobre un río. Algunos arroyos sólo eran un vado de cemento sobre el que transcurría agua llena de barro.


—En la temporada seca, aquí no hay nada de agua —le informó Pedro.


Llegaron a un ancho torrente y, mientras lo atravesaban, el agua estuvo a punto de colarse por debajo de las puertas.


—Aquí fue donde me rompí el tobillo, pero el agua bajaba mucho más rápido y con más caudal entonces —comentó él con una sonrisa—. Estaba comprobando el fondo antes de pasar con el coche y metí el pie en una grieta.


Las plantas de las orillas aún estaban aplastadas, y los pequeños árboles habían quedado doblados en la misma dirección, evidencia de lo fuerte que debía de haber sido la crecida del río. Paula sintió un escalofrío al intentar imaginarse atravesando la crecida en el todoterreno.


—Creí que tenías una pista para aviones en Jabiru —comentó.


—El suelo estaba demasiado cenagoso para que pudiera aterrizar un avión normal, y todos los helicópteros estaban dedicados a rescates de emergencia. Esperé a que el agua descendiera un poco, y me arriesgué.


—Pero no estabas solo, ¿Verdad?


—Claro que sí.


—¿Quieres decir que tuviste que rescatarte a tí mismo?


Pedro miró un momento hacia atrás y bajó la voz.


—O eso, o estos dos se habrían quedado huérfanos.


Paula se estremeció, y lamentó haberse quejado cuando Pedro la había telefoneado avisándole de que no podía abandonar Australia por las crecidas y un tobillo roto. Viendo el lugar donde se había producido el accidente, estaba horrorizada. No le extrañaba que él diera sensación de que podía con cualquier cosa. Una vez vadeado el río, y de nuevo en la llanura, los gritos desde el asiento de atrás recordaron a Paula por qué estaba allí. Camila y Nicolás, aburridos, empezaban a pelearse el uno con el otro. Sacó un CD de su bolso y se lo entregó a Pedro.


—Esto los entretendrá —anunció—. Es Winnie The Pooh.


—No los conozco. ¿Es un grupo nuevo?


Paula rió.


—Muy bueno. 

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