—Gracias, suena estupendo —dijo Pedro y se giró hacia su hija—. ¿Y tú, princesa, qué quieres comer?
La observó estudiar el menú, siguiendo la lista con un dedo.
—Un sándwich de queso gratinado —decidió.
—Yo quiero un perrito caliente —dijo Nicolás.
—«Por favor, papá» —le recordó Paula.
—Por favor, papá —repitió el niño sonriente.
—Sos unos lectores excelentes —alabó Pedro.
Vió que le sonreían sin darle importancia.
—¿Y tú, Paula, qué vas a tomar? Déjame adivinarlo: ¿Una ensalada griega?
Eso era lo que Lara pedía siempre y, a juzgar por lo delgada que estaba su prima, debía de cuidar igualmente su dieta.
—De hecho, preferiría unos nachos con queso, guacamole y crema amarga — contestó ella con una sonrisa.
Horas después, cerca de la medianoche, Paula se despertó al oír un grito de terror. Se levantó con el corazón desbocado: Camila estaba teniendo otra pesadilla. Se apresuró a su dormitorio sin encender la luz, conocía el camino de sobra. Pero esa noche, en mitad el pasillo, se dio de bruces con algo sólido: Un hombre de metro ochenta de estatura, con el torso desnudo, y hombros anchos y musculosos. Y que sólo llevaba puestos unos pantalones cortos. Paula se sonrojó.
—¿Qué le ocurre a Camila? —inquirió él, camino de la habitación de los mellizos.
—Es una de sus pesadillas.
Conforme le seguía, Paula se reprendió mentalmente. De acuerdo, encontrarse a aquel hombre medio desnudo volvería loca a cualquier mujer, pero ¿dónde estaban sus prioridades? ¿Y la pobre Camila?
En el dormitorio, encendió una lamparita que bañó todo en luz rosada. Camila estaba hecha un ovillo en mitad de su cama, llorando y gritando: «¡Mamá! ¡Mamá!». Pedro no sabía qué hacer, pero Paula estaba tristemente acostumbrada a esa escena. Se arrodilló junto a la cama y abrazó a la pequeña.
—Ya, cariño. No pasa nada. Puedes despertarte, estás bien.
El colchón se hundió bajo un peso extra: Pedro se había sentado al otro lado de la cama, con cara de preocupación. Acarició suavemente a su hija en la mejilla.
—Cami, mi pequeña —susurró.
—¡Papá!
La pequeña se soltó del abrazo de Paula y se fundió con su padre. A los pocos minutos, dejó de llorar y temblar. Paula no podía culparla. ¿Qué niña no querría que la rodearan aquellos brazos fuertes y masculinos? Al mismo tiempo, no pudo evitar sentirse rechazada. Tras semanas de atender a la pequeña en sus crisis nocturnas, de pronto ya no era necesaria. Miró a la cama de Nicolás. Al principio, era el primero en levantarse e intentar tranquilizar a su hermana. Últimamente, se quedaba tumbado, sabedor de que Paula acudiría y, pasados unos instantes, la tormenta se calmaría.
—Buenas noches, campeón —le susurró Paula.
—Buenas noches —respondió el niño, y bostezó.
—Vuelve a dormirte —dijo ella y lo besó en la mejilla.
Era un niño estupendo. Lo adoraba. Los adoraba a ambos. Al girarse para ver cómo seguía Camila, se encontró con la mirada ardiente de Pedro, y sólo entonces recordó que no era el único adulto semidesnudo en la habitación. A ella, el camisón le cubría poco más que una camiseta larga. Intentó hacer caso omiso de la intimidad de aquella situación, pero tras la velada en el parque y la posterior cena, sus lazos se habían estrechado. Parecía casi como si fueran una pequeña familia. «¡Por todos los… ¿Qué estoy pensando?». ¿Cómo podía traicionar a Lara con pensamientos así? Pronto estaría despidiéndose de aquel padre y sus hijos. Y en otoño, se embarcaría en una emocionante aventura nueva, su carrera.
—Creo que Camila estará bien —dijo suavemente, decidida a ser juiciosa—. Tal vez quiera un poco de agua.
Le tendió a Pedro el vaso que había en la mesilla y observó a Camila mientras daba unos sorbos.
—Dejaremos la lámpara encendida cinco minutos más —anunció.
—¿De acuerdo, princesa? —comentó Pedro, dejándola de nuevo en la cama.
—Buenas noches —se despidió Paula, arropándola con las sábanas.
La pequeña pareció tranquila de nuevo, con sus rizos rubios brillando mientras se abrazaba a su koala de peluche. Pedro la besó, y a Nicolás le dió un suave toque en el hombro.
—Buenas noches, papá.
De vuelta en el pasillo, Pedro dejó escapar un suspiro.
—Cielo santo, qué susto —murmuró—. Prefiero oír el gruñido de un cocodrilo junto a mi tobillo que a mi hija gritar.
—Los gritos de Camila le encogen a uno el corazón —secundó Paula.
—¿Esto ocurre a menudo, desde que Lara…?
Paula asintió.
—Al principio era peor, pero la cosa va mejorando. Es la primera pesadilla en bastante tiempo.
—Tal vez hoy ha tenido demasiadas emociones fuertes.
—Puede ser.
Pedro suspiró pesadamente.
—Ahora no podré volver a dormirme —comentó, peinándose el cabello con una mano temblorosa—. Son las dos de la tarde en Australia. ¿Sería mucha molestia si me preparo un té? ¿Quieres tú uno?
—Ningún problema, pero me temo que sólo tengo té verde o manzanilla.
—Entonces, ¿Qué tal algo de vino? Compré un par de botellas de tinto australiano en el aeropuerto.
Debería marcharse directa a su habitación, pensó ella, en lugar de tomarse una copa de vino en mitad de la noche, vestida sólo con su camisón, con el apuesto padre de sus adorados sobrinos…
—Tomaré una copa. Sólo voy a… Por algo de abrigo.
«De acuerdo, soy una tonta, pero tengo una buena excusa», se consoló mientras salía corriendo. Pedro necesitaba hablar de sus hijos, sobre todo después del susto con Camila. Cuando entró en la cocina, tapada con una bata de seda que le cubría hasta las rodillas, Pedro se había puesto unos vaqueros y una camiseta, afortunadamente, y estaba descorchando una botella.
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